Lectura y Conversación
Silvia Helena García
—Mayo 10 de 2007—
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Silvia Helena García Moreno (Medellín) es licenciada en Filosofía y Letras y especialista en Literatura con énfasis en Producción de Textos e Hipertextos de la Universidad Pontificia Bolivariana, donde se desempeña como profesora de Literatura en la Escuela de Ciencias Sociales, y está vinculada, así mismo, con la Escuela de Formación de Actores del Pequeño Teatro de Medellín.
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“La experiencia de la lectura entendida como un ejercicio hermenéutico —de diálogo, comprensión e interpretación— nos abre la posibilidad de acercarnos a la obra literaria de una forma participativa; en ella, el lector establece un diálogo con el texto, lo interroga, lo escucha, lo contradice, lo acepta, lo rechaza… Y en la profundidad de este encuentro lo comprende e interpreta desde su particularidad, desde su historia y su temporalidad, desde su manera de habitar el mundo”.
Silvia Helena García
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Recuerdos arrancados del tiempo
(…) Para que pueda ser he de ser otro
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo
los otros que me dan plena existencia (…)
Octavio Paz
Por Silvia Helena García Moreno
Fue a principio de los años ochenta cuando los invité a mi casa. Se encontraban en París Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik participando de un Foro de Escritores Latinoamericanos al que asistí con la idea de conocer y compartir algunas inquietudes sobre el oficio de escribir y el lenguaje literario. Tuve, además, la fortuna de departir con ellos en un almuerzo de trabajo, en el que se debatió sobre Gabriel García Márquez y la literatura colombiana; Borges trató con mucha propiedad y humor el tema, secundado por Alejandra y Julio. Sentí, entonces, el deseo de acercarme más a ellos, y pedí a Álvaro Mutis —amigo común— que organizara un encuentro informal en el que pudiéramos conversar libremente sin el acoso de las reuniones públicas y de algunos periodistas que por esos días seguían de cerca los pasos de Borges; dos días después me telefoneó emocionado, había cumplido mi deseo —debes preparar un delicioso almuerzo para la tarde del sábado —me dijo—, serán cuatro tus invitados —Borges, Alejandra, Julio y yo—, soltó una carcajada y agregó: llegaremos a eso de la una. Esa tarde de agosto, en mi pequeño apartamento de París, entre anécdotas, vinos y poemas, sellamos un pacto de amistad que se ha conservado intacto en estos largos años. Cuando nos despedimos, hicimos la promesa de encontrarnos nuevamente en Colombia, en mi casa… Hoy el calor de esta tierra y los brazos atentos de mi casa esperan impacientes su llegada.
A Fernando Pessoa lo seguí, en Lisboa, durante varios días sin atreverme a hablarle ni a interrumpir su soledad. Descubrí que siempre llegaba al mismo café todas las tardes, siempre se sentaba en la misma mesa, siempre traía consigo una libreta de notas y un abrigo gastado por la vida. No conversaba con nadie, su mirada parecía ignorar y abarcarlo todo, tomaba dos o tres copas de vino, escribía algunos renglones en su libreta, y al momento de partir pedía un café que bebía de un sólo trago, dejaba el dinero sobre la mesa y se alejaba lentamente por la calle por donde había llegado. Comencé a acudir al café a esa misma hora; el mesero que siempre lo atendía, después de un tiempo de observarme, se dio cuenta de mi interés y sin que yo se lo solicitara, me propuso un plan para acercarme a Pessoa al que acepté gustosa. Esa tarde hacía mucho frío —estaba oscura y lluviosa—, en el café se encontraban dos o tres parroquianos cuando él entró y se acomodó en su mesa de siempre, abrió su libreta y miró al mesero; éste sin modular palabra sirvió dos copas y me hizo una señal para que lo acompañara (por entre los cristales, como un incendio que se aleja, se asomaban las ultimas luces de Lisboa); un poco nerviosa me apresuré a seguirlo sin saber lo que iba a decir. Todo fue tan rápido que hoy no logro precisar los detalles iniciales, sólo recuerdo que en cuestión de segundos me hallaba frente al hombre más tímido, tierno y profundo que conoceré en mi vida. Nuestra amistad se fue entretejiendo, con dificultad y constancia, en medio de silencios, vinos y poemas (Pessoa es un solitario que se oculta en sus múltiples caretas: “Tengo un mundo de amigos dentro de mí, con vidas propias, reales, definidas, e imperfectas” decía en su Libro del Desasosiego). Por eso dudé cuando quise invitarlo a mi casa; no quería incomodarlo, no quería que se sintiera obligado, no sabía si aceptaría…Una mañana desperté con la intuición de que sí vendría; entonces lo llamé, le manifesté mi deseo de que estuviera con nosotros, advirtiéndole, de antemano, quiénes estarían presentes; por ningún motivo quería perturbar su soledad y nuestra amistad. Fernando Pessoa enmudeció por un momento y con su inconfundible voz me dijo que lo iba a pensar, que luego me avisaría. A los pocos días recibí una breve nota; en ella anunciaba su viaje y su intención de participar en mi reunión y se despedía diciendo: “No siempre soy igual en lo que digo y escribo…”. Me sentí conmovida, y unas inevitables lágrimas rodaron por mis mejillas.
De Álvaro Mutis, en el mes de septiembre, recibí una copia de su libro de poemas “Summa de Maqroll el Gaviero” acompañada de una bella dedicatoria en la que hacía alusión a nuestro encuentro en París. Entre las hojas del libro encontré, también, una corta nota cargada de afecto; en ella expresaba con tristeza que no podría venir a la re-unión; había adquirido con anterioridad un compromiso familiar al que no podía faltar. Deseaba para nosotros una noche única e inolvidable y enviaba para todos un fuerte abrazo de amistad. Sentí nostalgia por no poder tenerlo entre mis invitados. Esa noche leí en voz alta, varias veces, su poema “Ciudad” y sus imágenes provocaron en mí un dolor triste… humano…
A la mañana siguiente, continué con todos los preparativos. La re-unión que planeamos inicialmente en medio de la euforia de un verano y unas copas de vino en París, pronto sería una realidad…
El mes de octubre corría rápidamente y mi emoción era cada vez mayor. El día jueves, una semana antes del encuentro, recibí en la noche una llamada de Julio Cortázar desde Buenos Aires; creí en ese momento que cancelaría su viaje y sentí un vacío en el estómago; aunque me saludó con la alegría que lo caracteriza, mi voz temblorosa respondió con un monosílabo, temiendo que dijera que se le había presentado un problema de última hora y que no podía venir. Pero cuál sería mi sorpresa cuando dijo que estaba esperando ansioso nuestro encuentro y un poco divertido y malicioso me anunció que había invitado a Octavio Paz para que se olvidara, por un rato, de sus compromisos y conferencias, y que éste, intrigado, había aceptado (Julio conocía mi gusto, casi obsesivo, por algunos textos de Paz —esto sólo se le ocurre al Cronopio mayor—, pensé). Sentí, entonces, felicidad y horror, me parecía increíble poder tenerlos a todos reunidos en mi casa. No sabía bien cómo se darían las cosas… Qué pasaría con nosotros después de aquel encuentro informal, esperado por tanto tiempo… Cuál sería el rumbo que tomarían mis pasos…
Después de la llamada de Cortázar me senté, en un rincón del estudio, con los ojos cerrados, a escuchar “La Misa Solemne de Santa Cecilia” de Charles Gounod, que llegó a mí hace algún tiempo de manera imprevista (una noche tenía la radio funcionando, mientras preparaba un trabajo para la universidad, cuando comenzó la melodía y me hizo dejar a un lado lo que estaba haciendo para escucharla; ella invadió todos los espacios y se apoderó de mí en un ceremonia casi mítica y sagrada que nunca he podido explicar). Desde entonces, cuando me siento conmovida, la escucho y dejo que su música invada mi cuerpo y que sus voces se eternicen en el tiempo.
Fuente:
García Moreno, Silvia Helena. “Relato de un encuentro entre palabras – La lectura literaria como experiencia hermenéutica”, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 2006, capítulo 3.