Presentación
Relatos a la deriva
—Mayo 30 de 2013—
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La publicación de este libro es consecuencia de un movimiento de cuatro lectores amigos que en 2004 iniciaron un juego literario cuyo pretexto es explorar la ciudad, sus rincones y recovecos, con mirada divertida, curiosa, y también con la pasión de leer y encontrar referentes, casualidades, coincidencias de lo que se lee en dichos sitios. La idea surgió a partir de una pregunta: “¿Por qué tenemos la tendencia a acumular libros leídos en bibliotecas personales, libros que ya nadie más lee?”. Entonces decidieron “liberar” esos libros “esclavizados” que estaban acumulando polvo y olvido en las estanterías de los cuatros amigos, que cada jueves se encontraban en “Ciudad Café”, un bar del barrio Carlos E. Restrepo, donde comenzaron a intercambiar literatura y a comentar a su vez lo leído. Luego, para hacer más interesante el juego, idearon una especie de etiqueta a modo de cédula de ciudadanía para evidenciar su carácter de “libro libre”, sin dueño, cuyo destino a partir de ese momento es navegar por las manos de los lectores venideros, de los lectores lejanos, como diría Fernando González. Fue el nacimiento de Librosbarco y de “Relatos a la deriva”.
A partir 2010, con unos 70 libros navegando por las manos de lectores conocidos y desconocidos, resolvieron extender la invitación al resto de la ciudad y para ello programaron tertulias en sitios públicos, en las cuales los asistentes ponían un libro a navegar y tomaban el de otra persona. Actualmente, después del primer “puerto” creado en el restaurante Pomodoro en Laureles, Librosbarco dispone de otros once en Medellín y uno en la ciudad de Cali. En cada encuentro se propone un tema central y se genera una atmósfera en la que es posible compartir experiencias y opiniones entre los asistentes apasionados por la lectura.
Participan en la antología “Relatos a la deriva” los autores Álvaro Escandón, Daniel Tobón Arango, Edwin Gómez Mesa, Jhon Agudelo García, José Manuel Correa S., Karen Álvarez, Samuel Salazar Blandón y Viviana Andrea García Cano.
Distribución gratuita bajo el concepto:
“Un libro sin dueño, un libro libre”
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Tokio ya no nos quiere, de Ray Loriga, fue el primer libro que liberaron y uno de los últimos fue Viaje a pie, de Fernando González. Ya son más de mil los que viajan por aguas diversas. Que floten en ellas es el objetivo, pues en ese proceso de pronto hasta dejen caer un ancla en la isla de algún apático que argumente que la lectura no se hizo para él. Y esa es parte de la función social de Librosbarco, acercar las palabras a todos, sin distinción, como propuesta para seguir transformando esta ciudad.
Escribir un cuento mueve hasta el órgano que creemos más estático en el cuerpo. Escribir un cuento no se siente en la cabeza, las palabras no salen de allí, sino de una idea que empieza a circular en la sangre, que no deja de palpitar en las venas hasta que no se toma la libreta o se teclea en el computador. A veces hace daño, obsesiona, da cosquillas o nos monta en una nube, negra o blanca, eso no importa. Puede partir de una mujer con un tatuaje en la nuca, de un hombre que camina con la muerte como su sombra o de una noche de besos marcada por dos canciones de rock en español.
Paola Cardona
Generación
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Ilustración por Soré Sind
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El día que Máximo se
iba a morir era lunes
Por Álvaro Escandón
El día que Máximo se iba a morir era lunes, un día muy aburrido para morirse, lunes negro aunque él imaginara la muerte blanca, tan blanca como una calle de New Jersey en invierno. Siempre lo pensó así: la muerte es un camino nevado, ancho y relajado, donde las huellas se confunden unas con otras sin remedio. Era una idea vaga que le molestaba, pues preferiría imaginarse la muerte como Ibiza en julio: llena de mujeres bronceadas, tomando el sol en un topless angelical, mientras uno, muerto nuevo, busca un lugar para acostumbrarse al paisaje, al ritmo de un Martini de bienvenida.
Cuando Máximo la vio sintió un dolor en el corazón que confundió con el amor, sin notar que lo que ocurría, en realidad, era el principio de un infarto coincidente.
—Pensé que no llegarías nunca —dijo él.
—Sí, es por eso que tardé tanto —respondió ella.
Esa sentencia aceleró el infarto, pues comprendió que era él quien había retrasado la llegada de su querido amor. Su nombre era Martina.
Máximo siempre quiso hacerle el amor a cien mujeres o a una que valiera por cien, y la vida le concedió su deseo de una manera cruelmente cómica; no solo la que para él valía por cien llegó justo en ese puesto, sino que ese día se iba a morir. Él se había acostumbrado a entregarse a las mujeres con las que hacía el amor como si el mundo se fuera a acabar en ese instante; algunas preguntaban:
—¿Por qué tanta prisa?
—¿No escuchaste? Viene un Tsunami y el mundo se va a acabar —aclaraba él.
Unas pocas lo creían, lloraban y llamaban a sus mamás. La mayoría no lo creían, por supuesto, pero seguían el juego, y les gustaba, y se dejaban devorar. Máximo, de tanto decirlo, empezó a creerlo: una mentira repetida mil veces se vuelve una verdad… pero en este caso, era su verdad personal.
Martina había llegado desprevenida, casi por accidente. Máximo para ese entonces había perdido toda esperanza; de hecho, la había perdido con la chica ochenta y uno, una morena muy joven de ojos verdes, una tarde cuando le dijo pausadamente:
—Sabes amar.
Él, que solo escuchó la dicotomía a-mar y ni siquiera dedujo el valor de la sal, pensó que era un insulto, sintió que era el fin de su búsqueda. Luego llegó Martina. Ella era diferente.
Descubrió encantado que su cuerpo era la suma de repúblicas independientes: sus pies sabían a hojas de parra antes de la vendimia, sus rodillas al tabaco de las plantaciones de Virginia, su pelo a noche, sus senos a fresas húmedas, sus labios a recompensa, sus caderas a Kiwi de Nueva Zelanda, y su sexo a un margarita frapé. Todo era sutileza en ella; además pensaba que el dolor en su corazón debía ser la señal que esta mujer era la que esperaba, que su viaje por fin había terminado, que no sería otra isla más sino el continente.
Su alegría tardó lo que le duró el ataque al miocardio, y sí, en verdad, su periplo terminaba, mientras Martina desde su desnudez le decía:
—Ahí tienes tu maldito Tsunami, mal nacido.
Fuente:
Escandón, Álvaro et al. Relatos a la deriva. Librosbarco, Medellín, 2012, p.p.: 17 – 19.
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De izquierda a derecha, Álvaro Escandón Mesa, Edwin Gómez Mesa, Daniel Tobón Arango, Karen Álvarez, José Manuel Correa Salazar, Viviana Andrea García Cano, Jhon Agudelo García y Arbey Salazar Blandón.
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