Presentación
Revista Quitasol
Poesía, arte y literatura
Número 4
—Junio 5 de 2008—
Pintura de carátula
por Raúl Amaya
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De todas maneras, el sueño de los hombres como utopía o como sueño, tendrá la mirada hermosa de la imaginación. Todas las orillas son posibles desde diversas miradas.
A. Alape
(Ofrenda manuscrita por Arturo Alape en una pared de la taberna Lukas del municipio de Bello, con un par de palomas, una noche de julio de 1997).
A su memoria
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Editorial
El brazo que
tiempla el arco
Las revistas literarias, joyas obstinadas que brillan entre el estiércol, las cenizas y las ruinas.
Un aire enrarecido e infecto respiramos aun en los más inaccesibles recovecos: los diarios, las revistas periodísticas, las separatas de salud y de belleza, con sus tribunas de entrenados columnistas que espolvorean con toques de cosmética la descarnada realidad, que inicua, se cierne sobre la muchedumbre victoriosa, se pasean eufemísticamente por la galería de la actualidad y a la vez la del olvido. Nuestro asombro quedó anclado en el próximo suceso, en la nota zahiriente que nos estremecerá, para concluir, cómodamente, que el mundo será siempre así y que los problemas que aquejan a la humanidad son insolubles.
A pesar de este panorama, las revistas literarias son una apuesta contra el olvido, una cámara oculta para captar la belleza que también se enraíza, urde y abraza hasta en los más oscuros designios.
La Revista quitasol sigue mostrando no sólo esos rastros maravillosos que se han detenido en el tiempo para revelar múltiples rutas a los viajeros de la vida, sino aquellas expresiones que nacen en nuestro universo más próximo: la calle, el barrio, la ciudad y sus habitantes cotidianos. Palpitan aquí la pintura, la poesía, el cuento, la dramaturgia y otras manifestaciones dignas de ser plasmadas en un medio poco pretencioso pero fecundo.
Nosotros templamos el arco con los músculos; ustedes con su lectura y apoyo, serán la flecha lanzada que recorrerán las distancias insospechadas de la imaginación.
P.D. La reciedumbre de tus ojos auscultará el universo y sus latidos.
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Coin de table (1872) de Henri Fantin-Latour (1836-1904): Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Léon Valade, Ernest d’Hervilly, Camille Pelletan, Elzear Bonnier, Emile Blémont y Jean Aicard (Musée d’Orsay).
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Poetas malditos:
Lucidez y rebelión
Y ya es bastante para el poeta ser
la mala conciencia de su tiempo.
Saint John Perse
Por Pedro Arturo Estrada
Desde el comienzo la poesía expresó la visión más profunda y completa de la realidad vivida por el hombre a través de símbolos, signos, imágenes, alusiones y metáforas. Hizo parte de las grandes ceremonias religiosas, de los rituales mágicos, de los oráculos. Estuvo ligada desde entonces con lo sagrado. No por casualidad las grandes mitologías de la humanidad se han transmitido a través de la poesía: Los Vedas, la Biblia, El libro de los Muertos, la Teogonía, la Ilíada, la Odisea, El Popol Vuh. Y no por azar la novela moderna, esencialmente, termina por escalar el aire mismo de la más alta y viva poesía de nuestra época: Ulyses, En busca del Tiempo Perdido, El Cuarteto de Alejandría, etc., nuevas épicas del hombre, sus mitos, su metafísica del vivir desde el abismo de su yo al abismo cósmico.
Sin embargo, no siempre la poesía mantuvo esa condición. Muy a pesar suyo, se vio reducida por causas históricas diversas a servir, en muchas ocasiones, como medio para conseguir ciertos fines utilitaristas: la ideología política, moralista o religiosa, el sentimentalismo, el didactismo, el divertimento superficial, etc. De este modo, a lo largo de la historia, muchos poetas sólo fueron versificadores al servicio de la sociedad de las letras como institución social, sometidos a la normatividad general de las costumbres imperantes y al aplauso condescendiente de los dómines o de la plebe domesticada y empobrecida intelectualmente. La poesía perdió así su misterio, su profundidad, su alcance y su proyección mágica y espiritual originales. Sólo se preservó legítimamente dentro de aquella tradición esotérica que durante siglos estuvo a resguardo y que hacia finales de la Edad Media y principio del Renacimiento reafloró en pensadores, magos, científicos y poetas como Meister Eckhart, Paracelso, Nicolás de Cusa, Giordano Bruno o Jakob Böehme, quienes volvieron a hablar de las grandes entrevisiones místicas y de la naturaleza como un todo del cual el hombre es pequeña parte. Luego, poetas y filósofos posteriores, mediando el siglo XVII y promediando el XVIII, se atrevieron a escribir directamente sus visiones: Milton, Swedenborg, Pascal, Blake, en lenguajes que sobrepasaron la línea establecida por la costumbre. Fueron ellos, entre otros, los que asumieron de nuevo la poesía como experiencia sagrada más allá de esa instrumentalización con que se la había desnaturalizado. A partir de ahí, cruzando las fronteras del racionalismo en boga, como reacción profunda y regreso a las fuentes olvidadas, apareció el romanticismo en Inglaterra y Alemania en su mejor manifestación. La poesía de Byron, Keats, Shelley, Coleridge, Jean Paul, Hölderlin, Novalis, tomó por fin otra vez el camino perdido, por así decirlo, y reasumió su naturaleza auténtica. Para estos poetas la poesía se reveló como realidad absoluta, como experiencia transfiguradora del ser, como revelación y vínculo con la armonía universal: “Todo auténtico poeta es un vidente o un visionario: cada poema, cada verdadera obra de arte es el monumento de una visión. La poesía es profecía, visión extática del pasado, del porvenir, de la totalidad” (Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, pág. 234) (1).
Después del romanticismo aparecen propiamente los llamados poetas malditos, aunque a decir verdad siempre los hubo. Pero la conciencia del poeta como rebelde, como exiliado, como excluido, contraventor, impugnador y trasgresor de su sociedad y de la sociedad literaria misma, sólo se revela hacia mediados del siglo XIX. Son ellos los primeros en manifestar explícitamente cierto malestar, cierta inconformidad no sólo ante las leyes generales de la existencia humana y de la realidad sino frente a la sociedad de ese momento, sociedad burguesa y altanera que domina el mundo y no se detiene en su afán expansionista, su delirio materialista y progresista mientras suscribe exteriormente las doctrinas más hipócritas, falsamente moralistas y humanitarias. Tal clima de decadencia espiritual, de hipocresía moral, de injusticia social, de miseria y asfixia es entonces altivamente denunciado y puesto a la luz de la poesía por hombres como Charles Baudelaire, Lautréamont, Verlaine, Rimbaud, Corbiere, Laforgue y Mallarmé (aparte de los novelistas y pensadores que en ese momento registraron por igual ese vértigo, ese spleen, ese clima de decepción y en general, esa conciencia desencantada y trágica de la época), verdaderos poetas del partido del diablo, como lo había definido Blake, para quienes la poesía fue la asunción de un destino, un fatum de lucidez y rebelión que los arrojaría de cabeza al abismo, a la locura, a la soledad última de las tinieblas exteriores.
Apunta Stéphane Michaud, en su ensayo La palabra arriesgada, a propósito de esta toma de conciencia de la poesía como rebelión, como revolución interior operada a partir del siglo XVIII en poetas que por fin comprendieron y asumieron la verdadera naturaleza de su arte: “La naturaleza tempestuosa de la poesía, productora de acontecimientos, de desmoronamientos o de cataclismos, tiene que ver con su dignidad. Mucho antes que Baudelaire y Antonín Artaud, Hölderlin declara la guerra a la acepción trivial y desacreditada de la poesía, que hace de ella una vulgar diversión” (2).
Hacia 1884, Paul Verlaine publica su famosa antología Les poetes maudites, que en el París de ese momento suscitó el escándalo entre los diferentes círculos literarios en momentos en que el Parnasianismo intentaba recobrar las antiguas formas y temas clásicos; pero fue el Simbolismo la gran corriente que contrarrestó esa tentativa abriendo las compuertas por las cuales irrumpió el espíritu de la rebelión definitiva, compuertas que los románticos alemanes, sobre todo, habían entreabierto desde Hölderlin y Novalis. La poesía pareció entonces retomar su antiguo rumbo, reemprender su vuelo, su ascendiente mayor.
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Pero ¿qué puede ahora entenderse como “poesía maldita”? Tal vez aquella que expresa fundamentalmente la conciencia trágica del hombre “caído” en la temporalidad, exiliado de su naturaleza original, extraviado en un mundo fragmentado, ajeno ya al universo armónico en el que fue creado. Como nos lo recuerda magistralmente Eduardo Ascuy en su libro El ocultismo y la creación poética: “En lo profundo de su psique, el hombre guarda un sentimiento ahistórico, la huella de una existencia más completa, más rica, de una época en la que participó de la condición paradisíaca del Hombre perfecto” (3). Estado de gracia que se pierde después cuando el hombre adquiere sólo un dominio racionalista del mundo en detrimento de sus facultades originales: “Esa situación primordial tuvo lugar in illo tempore, en el Gran Tiempo de los orígenes, en una Edad de Oro ‘absolutamente mítica’. (…) Sin embargo, un profundo trastrocamiento alteró ese régimen existencial. El hombre experimentó una modificación cualitativa en el interior de su ser y fue proyectado al cauce de la temporalidad. La caída significó una ‘ruptura’ esencial en la condición humana. Sus consecuencias fueron el sufrimiento, la sexualidad (…) y la muerte (…). A partir de entonces, limitado en su percepción y en sus poderes, segregado del seno generoso de la naturaleza, añora su antigua condición edénica. El recuerdo del Paraíso, impreso aún en las estructuras psíquicas que preceden a nuestra psiquis individual, es decir en lo que Jung denomina inconsciente colectivo, supervive degradado en imágenes y símbolos” (4).
Los pueblos primitivos teman una profunda manera de conocer y relacionarse con su entorno y con el universo, basada no en la racionalidad como la concebimos hoy, sino en la mente natural, en la intuición, la imaginación, la llamada ahora “inteligencia emocional”, es decir, una forma de conocimiento integral, holística, plena de sensibilidad directa y comprensión analógica. En tal sentido la poesía “maldita” trató de restablecer ese vínculo roto con nuestro ser, con nuestra capacidad de visión e imaginación más íntima, incorporándonos al mismo tiempo a la infinitud y a el misterio de la naturaleza, la vida, el cosmos, buscando reconciliarnos con nuestro origen y condición sagrados. Algo que empieza a verse ya más claro desde el punto de vista “científico”, incluso las nuevas concepciones de la física cuántica así lo corroboran.
Como reflejo del desequilibrio del mundo que le corresponde vivir, el “poeta maldito” asume el desorden individual tanto como la enfermedad, la insania de su época. No puede hacer otra cosa. El es como un sensor, un espejo que registra el orden o la desarmonía que le rodean. Es el sismógrafo que muestra el grado de perturbación y violencia que sacude su entorno. Por tanto, es el testigo y el protagonista de un drama que se sucede todos los días afuera y también dentro de sí. El poeta “maldito” no se queda cargando, sin embargo, con ese peso muerto: logra descomponerlo, asimilarlo y transformarlo por medio de una especie de operación alquímica que es el poema, o la obra de arte en el artista-poeta, hasta alcanzar la catarsis de la cual habló Aristóteles en su Poética, y llegar luego a la ascesis reconciliadora con la totalidad, con su propio ser “religado” al universo.
3
Existen dos grandes “corrientes”, aparentemente contrapuestas, de la poesía en nuestra época:
a) La subjetiva, simbólica, visionaria, “hermética”, idealista, platónica.
b) La objetiva, concreta, descriptiva, abierta, exotérica, aristotélica.
De ellas, el siglo XX ensayó todas las formas aparentemente posibles: Surrealismo, Imaginismo, Poesía Concreta, Realismo Socialista, Poesía Conversacional, Antipoesía, Neobarroquismo, Experimentalismo, Poesía Sonora, Performance, etc. En lo esencial esta dicotomía se disuelve fácilmente. Toda gran poesía es al mismo tiempo subjetiva y objetiva, concreta y metafísica, “hermética” y abierta, esotérica y exotérica, platónica y aristotélica a la vez.
Mas la poesía no puede convertirse en cambio, en instrumento de manipulación ideológica o religiosa y mucho menos, reducirse a cumplir con una tarea o función secundaria como es el entretenimiento social o individual. No puede ser tomada como forma de evasión o como sucedáneo decorativo. Por el contrario, la auténtica poesía despierta, mantiene abiertas, como lo afirmó William Blake, “las puertas de la percepción” de los distintos planos de la realidad, porque ella misma es el poder de la imaginación libre de los lastres propios del accidentado vivir cotidiano y del peso de la tradición retoricista, academizante. La poesía, por tanto, es expresión de las fuerzas primarias de la vida, de la energía creadora preternatural, cósmica, a través de un conjunto de signos y símbolos que, finalmente, el poeta acoge y retransmite a otros con el propósito de suscitar el fenómeno de sensibilidad emotiva, choque síquico, espiritual, de visión, de revelación, iluminación, asombro, desconcierto, exaltación, vértigo o plenitud armónica que él mismo ha experimentado, con lo cual se realiza, se completa la experiencia poética propiamente dicha más allá del tiempo, los espacios, los límites del pensamiento o la realidad inmediata. Por ello, además, la poesía se vuelve “peligrosa” para todo orden convenido, todo poder opresor y estupidizante, es decir, para todos aquellos que buscan mantener el control, el principio de dominación y domesticación sobre las fuerzas sagradas de la vida como fluido incesante de la energía universal. Ello explica en parte su malditismo. Así lo han visto algunos poetas importantes de nuestro tiempo: “La gente no se acerca a la poesía porque le tiene miedo. Porque es un lenguaje sin concesiones que de pronto nos desnuda de las convenciones y estupideces y nos pone de cara al abismo. (…) La poesía siempre es peligrosa, no solo para el lector, es peligrosa e incómoda para el poder. El sistema no es su lugar. Su lugar es lo abierto, la disponibilidad, la libertad” (Roberto Juarroz) (5).
De manera que han sido en realidad muy pocos los poetas a la luz de esta concepción, pues el poeta “maldito” fue siempre el “poseído por la verdad”, como lo escribió Robert Graves. Poetas como Trakl, Artaud, Bretón, Yeats, Pessoa, Daumal, Michaux, Celan, Paz, Eunice Odio, Pizarnik, entre otros, en nuestra época todavía encarnaron este ideal fáustico que hace que el “poeta maldito” nos hable de su infierno, de sus terrores, de su malestar, de su extravío para subrayar con ello la pérdida de un estado de gracia original, de una inocencia y una armonía primordiales, gracia, inocencia y armonía que a la postre, buscará siempre recuperar.
En el siglo XX el concepto de “poeta maldito” se extiende al del artista de vanguardia en general, irreverente, irónico, ácido, inconforme, anticonvencional, crítico del orden establecido y las leyes domesticadoras de todo pensamiento libre, de toda manifestación perturbadora. No obstante, el poeta “postmoderno” ha perdido un poco su aureola malditista: es ahora menos enfático, más desencantado, dijéramos, más humilde ante su propio arte al que ve ya como un medio modesto de expresión personal, desprovisto de aquel sentido mesiánico y taumatúrgico. Vivimos una época profundamente escéptica, desenfadada y abandonada a su propia incredulidad. El espíritu del poeta “maldito” ha sido incorporado hoy al vasto museo de nuestras nostalgias y curiosidades excitantes sin que parezca, por lo menos, servirnos de acicate para reemprender una nueva cruzada por la fe, una nueva fe en nuestro ser en el todo y el todo en nuestro ser.
Notas:
(1) | BEGUIN, Albert. El alma romántica y el sueño. Fondo de Cultura Económica, México. 1986. 568 págs. |
(2) | MICHAUD, Stéphane. La palabra arriesgada: la aventura de la poesía moderna. Compendio de literatura comparada dirigido por Pierre Brunel e Yves Chevrel. Siglo XXI Editores, 1994. Págs. 306, 307. |
(3) | ASCUY, Eduardo. El ocultismo y la creación poética. (Apartes) Revista FUEGOS N° 5. Medellín, 2002. Págs. 6, 7. |
(4) | Ibídem. |
(5) | JUARROZ, Roberto. Entrevista. (Apartes). |
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Pedro Arturo Estrada Zapata. Girardota, Antioquia, 1956. Poeta y ensayista. Ha publicado Poemas en blanco y negro (Ed. Universidad de Antioquia, 1994), Fatum (Colección Autores Antioqueños, 2000), Deshistorias (Ojo Mágico Editor, 2006) y Oscura Edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006). Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía 2004. El presente ensayo hace parte de su libro inédito Visiones a contra sombra.
Fuente:
Revista Quitasol n.° 4, Bello, Colombia, abril de 2008, p.p.: 5, 88-94.