Presentación
Perros bravos
—Septiembre 9 de 2010—
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Rodrigo Mora (Medellín, 1965). Ha publicado los libros de cuentos: “Tus ojos no lo han visto todo aún” (Beca Colcultura, Bogotá, 1993; Cámara de Comercio de Medellín, mención especial III Concurso de Cuento, 1996), “Blues” (Editorial Universidad de Antioquia, 2000) y “Perros bravos” (Tragaluz Editores, Colección Pececito de plata, 2009; obra ganadora de la II Convocatoria de Estímulo a Proyectos Editoriales Regionales del Ministerio de Cultura). En trece relatos de frases cortas, el autor cuenta en “Perros bravos” las experiencias de un ciudadano común, un hombre de barrio fiel a su naturaleza sensible. Dos miradas, un mismo lugar, un mismo barrio.
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Cuando nos enteramos de la convocatoria del Ministerio de Cultura a este estímulo vimos la oportunidad de llevar a cabo nuestro sueño: esa tercera colección de relatos que, por falta de recursos económicos, no habíamos emprendido. Desarrollamos entonces nuestra propuesta con el libro Perros Bravos del autor Rodrigo Mora, narrador poco conocido pero con reconocimientos como el Premio de cuento de la Cámara de Comercio de Medellín de 1996 y la publicación del libro Blues por la Editorial de la Universidad de Antioquia en 2000. Y, para seguir con el concepto que ha caracterizado a Tragaluz Editores, quisimos acompañar los relatos con pinturas y dibujos del artista plástico Fredy Serna.
El hecho de que Perros Bravos haya sido el ganador de esta convocatoria en la Región Andina es un gran estímulo para una editorial que apenas comienza; es además un motivo de celebración para esos escritores, esos creadores que escasamente encuentran espacio para dar a conocer sus obras. Este reconocimiento dado por el Estado fortalece la confianza que como editorial tenemos que despertar en ese lector que espera buenos textos, buenos libros. Es el mejor incentivo para una empresa del sector cultural, que más que cualquier otra, necesita del apoyo, el reconocimiento y el eco en la comunidad para garantizar su permanencia en el tiempo.
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Ilustración para
Perros bravos por Fredy Serna
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Tres cuentos cortos
de Rodrigo Mora
Monedas, monedas
Lara, policía jubilado, sale borracho de su cuarto que da directamente a la calle. La camisa desabotonada, chanclas de caucho café. Su cabeza calva brilla, sobre la pelona rebota la luz de la bombilla de cien watts pegada del cielo raso. Se detiene justo en el borde del portal. Tiene un puñado de monedas que carga con las dos manos. Lo vemos y dejamos el juego. Corremos. Lara lanza monedas al aire. Un puñado primero, después el otro. Ríe o lanza un gruñido hilarante, no sé. Entra al instante y sale al instante con muchas más monedas. Gritamos, jubilosos, sí, lo sé. Las monedas vuelan por el aire, resplandecen en cada vuelta, destellos de plata justo antes de caer. Nos revolcamos en el piso. Codazos, empujones, mordiscos, patadas. Asfixia. Después, casi siempre una pelea a puñetazos.
Lara, un maldito policía jubilado, parado arriba en el portal de su casa. Los brazos levantados. Resollando. Como recibiendo bendiciones del mismísimo cielo. Abajo, los golpes suenan en la cara, en los costados. A veces la sangre corría porque queríamos recuperar una moneda arrebatada un segundo antes por una mano amiga.
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¡Tupt!
Don Ángel, así se llamaba uno de esos tipos que hacen de maestro en las escuelas públicas. Enseñaba religión y sociales, dirigía el coro de la escuela en las mañanas, y en las noches llevaba la batuta en el coro de señoras de la iglesia. A mí me eliminó la misma mañana del primer ensayo. Creo que ni siquiera me escuchó. Ni se tomó la molestia. Una mirada y me sacó de la formación donde esperaba junto a otros niños y niñas para cantar el himno nacional de la República de Colombia. Ni yo mismo sabía qué estaba haciendo allí parado, con los brazos rígidos pegados a mi cuerpo rígido también, los ojos fijos en ninguna parte y la cabeza levantada como la de un estúpido soldado. Inmediatamente después de que su dedo regordete me lo indicara, salí del salón de actos y me fui corriendo directo al patio de la escuela. El tipo comenzó a tocar su acordeón. A mí no me gustaba para nada el sonido de ese aparatejo.
En clase, don Ángel sudaba como un caballo y se limpiaba cada cinco minutos con un pañuelo amarillento y arrugado que sacaba del bolsillo trasero de su pantalón de gabardina. El tipo sudaba aunque la mañana estuviera helada. Nadie me sacaba de la cabeza que esa manera de sudar se debía al solo hecho de tener que vernos. Cada día. Restregaba el mugriento pañuelo en su cara de hombre blanco y diminuto. Después, se lo pasaba por el cuello enrojecido y finalmente se secaba la nuca. Jamás doblaba el pañuelo sino que hacía un rollo y lo embutía en el mismo bolsillo de donde lo había sacado. Lo enrollaba con una naturalidad pasmosa, delante de nosotros, cuarenta y cinco niños asqueados. Claro que lo de su problema de glándulas sudoríparas alteradas no se comparaba con la afección de sus pulmones. El tipejo no tosía nunca, pero en mitad de sus discursos carraspeaba brutalmente y entonces corría hasta la papelera del rincón y escupía una masa viscosa y verde. Sacaba el pañuelo y se enjugaba los labios. Después, continuaba hablando de Abraham, Moisés o de las tres cordilleras, de la Batalla de Boyacá, o de la falta de disciplina de los niños de la época.
Cada mañana se repetía como una pesadilla. La escuela. El sonido del tupt cuando don Ángel dejaba caer su escupitajo verde que pegaba en el fondo del tarro de galletas.
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Canción de la felicidad
—¿Qué quieres ser… cuando seas niño?
—No, no quiero ser nada de eso que piensas y quieres, no. Sólo quiero ser el tipo del lanzallamas. Sí, llenar el tanque con gasolina de alto octanaje para lanzar cohetes al espacio exterior. Llenar el tanque, decía, y luego salir por el mundo, por las calles, rostizando a la gente, todo lo que se ponga en frente, por los lados, arriba, abajo, atrás: emblemas de la YMCA, signos de la santa cruz, estatuillas de Simón Bolívar, buenas y malas intenciones, las oraciones de Su Santidad el papa, todos los muertos que al fin de cuentas somos todos, niñas hermosas, y sus coños y sus enormes tetas o pequeñitas y deliciosas también; imágenes del Che, el periódico de la mañana, rockeros mediocres, minas quiebra-patas sembradas en un campo de maíz. Dile adiós al mundo, tendré el tanque completamente lleno. Dile adiós a los negros y a los blancos. A los animales de la selva, a los animales en la tele. Despídete del señor presidente. Mira por última vez la mugre en tus uñas. Ojea de prisa el último ejemplar de Playboy. Verás cómo arde el último modelo de la BMW. Kent y Barbie estarán dentro con el cinturón ajustado. La toalla de Manuel Marulanda no enjugará su frente por toda la eternidad. Los pastores de Belén y el rey Pelé arderán junto al caballo del señor presidente. Los cristales del Mall no soportarán el calor. Sonarán canciones de Tom Waits. Su voz te hará perder el juicio. No apagues la tele.
—Iré en la mañana a buscar combustible.
Fuente:
Mora, Rodrigo. Perros bravos. Tragaluz Editores, Colección “Pececito de plata”, Medellín, 2009.