Lectura y Conversación
Pablo Montoya
—Marzo 9 de 2006—
Edgar Degas
“El ensayo”
* * *
Pablo Montoya Campuzano (Barrancabermeja, 1963). Realizó estudios en la Escuela Superior de Música de Tunja, es licenciado en filosofía y letras de la Universidad Santo Tomás de Aquino de Bogotá y obtuvo la maestría y el doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Nueva Sorbona-París III (Francia). Ganador de varias menciones y premios literarios, entre ellos el “Premio Nacional de Cuento Germán Vargas” (1993) y la beca para escritores extranjeros otorgada por el Centro Nacional del Libro de Francia (1999). Ha publicado “Cuentos de Niquía” (1996), “La sinfónica y otros cuentos musicales” (1997), “Habitantes” (1999), “Viajeros” (1999), “Razia” (2001), “La sed del ojo” (2004) y “Música de pájaros” (2005). Sus relatos forman parte de diversas antologías de cuento colombiano y latinoamericano. Sus artículos y traducciones para diferentes revistas nacionales e internacionales versan sobre temas relacionados con la música, la pintura, el cine y la literatura. Actualmente reside en Medellín, donde dirige el doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia. El profesor Pablo Montoya leerá algunas reflexiones poéticas alrededor de grandes obras de la pintura universal.
* * *
Textos de Pablo Montoya
Degas
Edgar Degas
“La estrella”
Es arduo volver a la Ópera. Estás enfermo. Siempre, de algún modo, te ha dolido algo. Pero ahora es diferente. Tienes demasiada edad. Te parece excesivo haber pasado el umbral de los 80 años. Y además los ojos: sensibles al frío, al calor, al polvo, al polen, a la lluvia. Pobres ojos de pintor, del todo desgastados. “Umbral”, has dicho, casi como un susurro. Útil palabra a la hora de nombrar tu búsqueda. Ese instante donde el movimiento debe detenerse en la pintura. Donde la quietud y la velocidad se funden. Piensas eso, eres obsesivo en ese tema, mientras avanzas, la mano apoyada en el bastón, por las calles que conducen a la Opera. Te pesan las piernas, el abrigo, el sombrero. La barba, incluso, te pesa mucho más que los años. Mucho más que los cuadros que has pintado. Apenas logras vislumbrar la gente. La ves como fulgores que van y vienen entre masas que son coches y árboles y casas. Sonríes, irónico, cuando te consideras un perpetuo alucinado por culpa de tus ojos. Sabes, en todo caso, que ahí está el teatro de la Opera. Porque su sombra es inmensa. Porque toda morada íntima se reconoce a ciegas. Entras. Haces un antiguo recorrido por las salas. Escuchas el diálogo de un fagot, un contrabajo y una flauta. Y más allá, un poco en la distancia, un poco en todas partes, pasos que saltan. El zas dejado en el aire por brazos caídos y levantados una y otra vez. Un repentino pálpito se instala en tu pecho. De entre la bruma surge una figura. Atraviesa, rápida, tus contornos. La ves segando, como un sable espléndido, las tinieblas. Su cuerpo inventa a cada movimiento el espacio. Y tú vuelves a verlo todo con la claridad de antes. Sientes la alegría plena de asistir a un milagro. Pero ella se detiene. Te toma la mano. La ves guiándote a través de la transparencia. El umbral, le preguntas. Y ella responde, sin mirarte, sí, el umbral.
* * *
Hokusay
Hokusay
“Autorretrato”
Sobre qué asunto debo pintar, se pregunta Hokusay. El pintor va y viene por las alcobas sin hallar respuesta. Oei, su hija, le prodiga los servicios domésticos sin molestarlo demasiado. Hokusay creyó, durante años, que cada estampa, cada tinta, cada acuarela debía ser diferente. Ante sus ojos el mundo se extendía como una incansable representación de lo distinto. En esa época, Hokusay tenía una curiosidad infatigable. Y una perplejidad siempre renovada establecía un puente entre sus ojos y sus manos. La luz, la lluvia, el vuelo de la mariposa, la mariposa misma, aparecían como si fueran recién creados. La vida era la expresión de un milagro. Y Hokusay la miraba diciéndose: estoy presenciando la revelación. En el papel entonces una garza extendía sus alas al alba, un hombre lanzaba la barca al lago, el viento era polvo en el camino, un pie de cortesana resplandecía en los espejos. Pero Hokusay ahora es un anciano y casi no sale de la casa. Sus manos tiemblan a menudo. Los ojos, como dos escondidas estrellas, titilan débilmente. A veces se apagan y tardan en prenderse de nuevo. Un peso agobiante se le ha instalado en la espalda. En las noches despierta con calenturas que lo dejan extenuado. Oei, cuando lo ve así, le da infusiones de té cuyo vapor ve el viejo deshaciéndose entre los pliegues de sus kimonos. Poco a poco el alivio acaricia su respiración pedregosa. Y las cavilaciones sobre qué asunto pintar lo vuelven a asediar. Desde los seis años, piensa Hokusay, empezó a pintar todo tipo de cosas. Lo hecho por sus manos, hasta sus setenta, no merece elogio alguno. En realidad, con la vejez, él sólo ha comprendido mejor la forma de los insectos y los peces, de las flores y los árboles y las piedras. Ahora, que pronto va a cumplir los ochenta y seis, reconoce en su trabajo algo de progreso. Con un poco más de tiempo, se dice, podrá penetrar en la esencia del arte. Si llega a los cien años, supone, alcanzará a pintar lo maravilloso. Y con la ayuda de unas estaciones más, cree, sus líneas no dependerán de él, ni de otros ojos, porque para entonces tendrán vida propia. Hokusay se pierde en divagaciones de ese tipo. Y se plantea los motivos de sus futuros dibujos. Desde hace días una certeza lo viene cercando. Para Hokusay todo reflejo de las formas le parece repetición. Su ola suspendida es la prolongación de otra que nació y fue plasmada hace siglos. El movimiento de su pájaro en la rama lo hizo alguien anónimo en las generaciones de ayer. Su labriego, que regresa al pueblo en el crepúsculo, es una tarde, un caserío, un hombre ya trazados. Pero esta constatación no lo entristece. Más bien lo afirma en su oficio. Ser continuación de otros es entender que sus días no han transcurrido en vano. Todo es variación de un mismo origen, piensa Hokusay. La diferencia es un juego ilusorio. Y los colores, una máscara bajo la cual se esconde un mismo secreto. A Hokusay le divierte, incluso, estar sumergido en un universo de engaños luminosos. Oei entra en el cuarto con sigilo para recoger los recipientes. El viejo decide hablarle de sus reflexiones. Hay una sabiduría, le cuenta, donde somos ficticios. Ella lo mira perpleja y sonríe con respeto. El alivio de estas hojas vaporizadas, el bosque plasmado en el mantel, ése que se asoma en la ventana, tu voz capaz de llamarme, mis ojos que te agradecen. Todo, absolutamente todo, es ficticio. Oei termina haciendo una venia. No responde porque su padre sólo afirma para preguntarse a sí mismo. Hokusay la ve salir envuelta en una lentitud que es otra apariencia de la luz del universo. La belleza es lo único existente, considera. Y no es verdad que esté tramada de ficciones. Es una incesante reunión de fugacidades. Hokusay parpadea. Sus ojos se apagan. Espera unos segundos. Las imágenes regresan. La fugacidad, acaba de saberlo, es el asunto hallado.
Fuente:
Comunicación personal.