Presentación
Al oído de la cordillera
—Julio 28 de 2011—
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Ignacio Piedrahíta Arroyave nació en Medellín en 1973. Hizo el colegio en el Instituto Jorge Robledo de la misma ciudad, donde no mostró vocación alguna por la literatura y sí por todo aquello que exigiera permanecer al aire libre. Consecuencia de ello, entró a estudiar geología en la Universidad Eafit y se graduó con todas las intenciones de ejercer, pero su entusiasmo no duró demasiado. Al parecer, se le facilitaba más imaginar historias que vivirlas. Mientras trabajaba en la universidad, sin embargo, como asistente de investigación, publicó con la misma institución su primer libro, “La caligrafía del basilisco” (1999). La salida de estos cuentos inspiró a su autor a dejar la geología como profesión y dedicarse a dar clases, sin la preparación suficiente y contra toda prudencia, de literatura y escritura.
En 2001 fundó, en compañía de Pascual Gaviria y Camilo Suárez, la revista literaria Rabodeaji.com, que a pesar de no actualizarse con la frecuencia de sus inicios, permanece en línea para ser consultada. Más tarde vino la novela “Un mar” (Universidad Eafit, 2006), que resultó finalista en el Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura en 2005, y ganadora de la V Convocatoria de Becas de Creación de Medellín en el mismo año. Con el dinero recibido por este premio, el autor viajó por una larga temporada a Buenos Aires, Argentina, donde visitó distintos parajes de la cordillera de los Andes con el fin de completar la travesía comenzada años antes desde Colombia. Esto le permitió emprender la escritura del libro “Al oído de la cordillera”, editado por la Universidad Eafit (2011).
Sus cuentos han sido publicados en las revistas Universidad de Antioquia, Odradek y Hueso Húmero del Perú, y han aparecido en antologías como “Señales de ruta” (Bogotá, 2008) y “El corazón habitado – Últimos cuentos de amor en Colombia” (Sevilla, España, 2010). Actualmente vive en Medellín y es colaborador de la Revista Universidad de Antioquia y el periódico Universo Centro.
Presentación del autor
por Juan Carlos Orrego
Aloidodelacordillera.blogspot.com
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Un mar me causó gran impresión, por lo impecable de su oficio, el buen manejo de la sicología de los personajes y el evidente conocimiento de las materias sobre las cuales versa la obra.
Germán Espinosa
Me parece un libro único. Por su tema, que yo recuerde no existe un relato que tenga como tema la geología de un continente, y esto es un acierto. Algo que ha escapado a los ojos de los escritores desde un comienzo y que en Al oído de la cordillera se aborda con sensibilidad, imaginación y, podría decir, gentileza. Un relato de viajes que en poco se parece a otros, siempre más mundanos.
Es un viaje al génesis, al corazón del planeta, descrito con elegancia y sabiduría como lo hacían los caballeros del siglo XVIII, imbuido además de asombro. La claridad y sencillez de su escritura, ese lenguaje bautismal, para uno como lector es un privilegio y un regalo. Sus vastas descripciones, hermosas y sugestivas, donde poesía y conocimiento científico andan de la mano, cuánto gratifican, cuánto placer proporcionan. No me cabe duda que es una breve obra maestra.
Elkin Restrepo
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Ignacio Piedrahíta Arroyave
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Al oído de la cordillera
—Fragmento—
Estar en movimiento me relaja, me tranquiliza. El bus no ha recorrido más que un par de horas y ya siento los efectos sedantes del desplazamiento. No sé por qué me ocurre, pero lo disfruto. El valle del río Cauca, estrecho y encañonado en este trayecto, me provoca una sensación adicional de seguridad. A los costados de la vía desfila una vegetación vigorosa. La carretera es una cinta negra y serpenteante que cruza el verde húmedo de la montaña. A través del vidrio frontal del bus puedo ver cómo el camino sucumbe bajo las ruedas. El lugar que ocupo, al frente, me permite verlo todo como en una pantalla en la que se proyecta la realidad.
El chofer conduce con destreza por la vía silenciosa. Sus brazos fuertes y sus movimientos precisos evidencian maestría en el oficio. A su lado, de pie sobre la escalerilla, el ayudante —ceñudo, certero, muy bien peinado—, cual guía de río que ausculta las aguas en busca del peligro oculto, se fija en el carro que viene en contravía, la piedra caída, el hueco.
Percibo en el desplazamiento, en el verde selvático y en el conductor, buenos augurios. Me alegro, pero siento que no es otro pensamiento que el de quien ve perfección en todo lo que está lejos de casa, en todo lo ajeno. Sentirlo, no obstante, es saber que me encuentro realmente en la carretera.
Noto que el bus disminuye velocidad: descorro la cortinilla de la ventana, me agacho para ver con claridad, estoy atento a los comentarios del conductor y del ayudante. Delante de nosotros hay una corta fila de vehículos. El chofer, sin contrariarse, apaga el motor. Tanto él como los pasajeros estamos enterados de los destrozos del invierno en la región. De modo que cada quien, resignado, permanece en su lugar. A espaldas de las butacas delanteras donde viajo no se escuchan más que diálogos ocasionales, suspiros, algún zumbido de cremalleras.
Por primera vez reparo en mi compañera de asiento, una mujer menuda, rubia, vestida con ropas de color claro. Al parecer, una extranjera que va de paso.
La puerta del bus permanece cerrada, y el aire acondicionado, funcionando. Afuera, un motociclista hace negocio con la venta de café. Mientras atiende al carro que está estacionado delante de nosotros, su moto, mal apoyada, se va inclinando hasta venirse abajo. El termo rueda por el pavimento y va a descansar en un charco verdoso, cubierto por una nata de visos tornasolados de aceite de motor. Él lo recoge como si nada, sirve dos pocillos y los entrega a unos clientes que acaban de llegar. Entretanto, uno de los pasajeros pide desde el fondo del bus que pongan una película para matar el tiempo. El conductor, con la misma desenvoltura con que ha venido enfrentando las curvas, le responde:
—¿Película? Película es lo que estamos viendo aquí.
Los que estamos enfrente reímos entre dientes.
—¿Podemos bajar? —le pregunto.
—Hágale —me dice—, que esto va para largo.
Estira la mano y acciona un botón. La puerta se abre en medio de un chiflido.
Desciendo. Me golpea una ola de calor y humedad. Liso e inmune en apariencia, el asfalto es en realidad arrugado y caliente: sobre su superficie agrietada hay manchas, piedritas, fragmentos de vidrios rotos.
Por otra parte, la vegetación, que desde el bus en movimiento parecía una mera escenografía al costado del camino, se presenta ahora ante mis ojos como un ser vivo, abundante y provocador. Árboles no muy viejos pero estirados se levantan junto a otras plantas más pequeñas de hojas amplias; arbustos, pastos, espigas, el caos vegetal del trópico.
De la parte baja del bus se oyen traquidos de latas que se enfrían e invitan a agacharse y dar un vistazo a su desnudez. Las voces de otros pasajeros que me han seguido tienen una sonoridad apagada y extraña en el espacio abierto. Mientras tanto, el rumor del río contra su lecho de piedra se escucha no como un sonido propio e independiente, sino como una más de las vibraciones de los distintos tonos de verde que atraviesan el paisaje.
Uno a uno, los pasajeros nos vamos acercando al derrumbe.
En remplazo del corte de la carretera hay una sola cuesta que remata unos metros más abajo en los torbellinos del río, hinchado por los aguaceros de fin de año. En la tierra expuesta gravitan árboles arrancados de raíz y rocas removidas de la montaña. La lluvia, valiéndose de llenar poro a poro la tierra, la ha hecho pesada e inestable hasta provocar su caída, desgarrándola.
Una obra hermosa de la naturaleza, sin duda, aunque insensible a las prisas de los viajeros.
Me acerco hasta donde hay un grupo de gente que mira, como hipnotizado, las enormes máquinas trabajando sobre la tierra revuelta. Sus giros desafiantes, su ruido infernal y la sincronía general de sus movimientos, representan una siniestra pero atractiva coreografía. El sol comienza a caer por un costado y el polvo y el hollín expulsado por los tubos de escape parecen absorber mucha parte de la luz, dando la impresión de que no son las tres de la tarde, sino las cinco.
Pronto corre la voz de que solo antes del anochecer estará habilitado el paso. Me aparto y voy a sentarme sobre un armazón de concreto al borde de la vía. Por debajo pasa un pequeño arroyo que proviene de la montaña y se pierde entre los altos matorrales antes de caer al río. Por la exigua cañada sube ya no el rumor del río sino la fuerte turbulencia de la corriente al despeñarse contra su cauce rocoso. Cierro los ojos por un momento y me parece ver las sucesivas explosiones de agua en un intento por batir con su blandura la eterna roca. Mi mano ha tomado una varita y se pone a trazar figuras al azar sobre el pavimento.
Algunos pasajeros se han disgregado entre los carros, otros permanecen cerca del deslizamiento. Mi vecina de asiento en el bus, la rubia, pasa frente a mí alejándose por la carretera. Tras ella deja un leve perfume.
Enfrente de donde estoy sentado, como una pared a lo largo de la vía, hay una barranca de piedra y tierra: en la parte baja está la piedra, fresca y dura, y en la parte superior, la tierra, de color amarillo, ocre. Es la misma tierra descompuesta que se ha hecho polvo. Más arriba, el suelo negro separa la barranca del pasto que crece sobre la superficie de la montaña. El suelo y el pasto son la piel de la tierra, y la barranca es como un tajo que marca el acceso al secreto que hay en su interior.
De repente caigo en la cuenta de que he estado aquí en mis años de estudiante. Ahora vuelvo, por casualidad, quince años después. ¿Qué ha pasado en mi vida, que esa tierra no haya sufrido? Salto más atrás, a los motivos que me llevaron a estudiar geología: conocer lugares extraños, tener aventuras; ir, vencer, y volver. Eso no estaba más que en mi mente —y en las novelas de aventuras que alimentaban esos sueños—. Ejercí la geología por poco tiempo y luego la abandoné.
La roca que tengo enfrente está partida, fracturada. Está cruzada por unas líneas rellenas de una tierra más clara. Allí hay metales, hay oro. Toda la montaña está llena de oro, en especial en un lugar cerca de allí, más al sur, donde están las minas. Mi mente salta a las prácticas de campo que hice con mis compañeros, pero algo me distrae. Es la rubia, de vuelta, de pie junto a mí, sonriendo. Su pelo y sus ojos azules resaltan de tal manera que es difícil observar su figura como un todo. La invito a sentarse a mi lado, pero ella permanece de pie mientras exclama:
—¡Qué problema!
La miro en silencio mientras hago conjeturas sobre su acento. Al instante, ella agrega que es francesa y que está de visita por el país.
—¿Cómo te ha parecido? —le pregunto.
Ella resopla, abriendo sus enormes ojos, en señal de satisfacción.
Tras un corto diálogo quedamos en silencio. Ella parece entenderme, pero le cuesta hablar. Creo que se marchará en cualquier momento a causa de mi indiferencia, pero permanece allí e intenta construir una frase de la que no puedo entender una palabra con las letras “p” y “g”.
Acerco el oído tratando de descifrarla, hasta que creo dar con ella:
—¿“Peligroso”? ¿Si esto es peligroso por aquí? —ella asiente, aliviada.
—¡No, peligroso no! —le respondo, negando con la cabeza.
Yo mismo me sorprendo de la contundencia de mi respuesta. ¿Acaso, no hay problemas por todas partes en el país? ¿No los ha habido siempre, desde que tengo memoria? He respondido con el afecto que tengo por esas montañas, que me impide considerar siquiera las sutilezas de la realidad.
Sin embargo, tampoco le he mentido, pues sé que allí nada nos va a pasar.
Ella se ha quedado de nuevo en silencio. Me pregunto si quiero retenerla con alguna pregunta, pero es ella la que habla —esta vez claramente, como si hubiera preparado la frase en su mente y ensayado—:
—¿Sabes dónde puedo conseguir marihuana?
Naturalmente, me toma por sorpresa. Debo haberla mirado de manera extraña, pues ella se avergüenza un poco. Para aliviar la situación, sonrío.
—Tienes que comprarla en la ciudad —le digo, mirándola de nuevo, reparando en ella de arriba abajo. ¿Qué es lo que ha visto en mí para que se sienta en confianza de hacerme esa pregunta? De alguna manera, me siento halagado.
—Voy a dar un paseo por la montaña. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Por la montaña? —repite ella.
—Sí, por ahí —le digo, señalándole los pastos verdes que se levantan sobre la vía.
Mi invitación no es parte de un plan, no es una estrategia. Simplemente, quiero caminar.
Ella mira hacia la montaña, luego hacia los buses, la gente, el derrumbe. Durante esos segundos, caigo en la cuenta de que le he hecho una propuesta disparatada. Espero pues que la rechace, pero de su boca sale un sí, en medio de sus hombros levemente levantados.
Fuente:
Piedrahíta Arroyave, Ignacio. Al oído de la cordillera. Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, 2011.