Presentación
Nos vemos en el
infierno, mon amour
Un caso de Joaquín
Tornado, detective
—Noviembre 29 de 2018—
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Emilio Alberto Restrepo (Amagá, Antioquia) cuenta con varios libros publicados y es colaborador en periódicos como La Hoja, Cambio, El Mundo y Momento Médico. Además de escritor, se desempeña como médico especialista en gineco-obstetricia y en laparoscopia ginecológica, campo que también ha enriquecido con diversos artículos de carácter científico.
Presentación del autor
y su obra por Nataly Osorio.
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El detective Joaquín Tornado enfrenta una nueva aventura: un rico personaje con una fortuna de origen dudoso, recién separado, lo contrata para que siga y vigile a su esposa, pues sospecha que tiene un amorío. En la mitad de la investigación, ella, que es una prestigiosa abogada en el campo de los seguros y el tema del derecho médico, aparece muerta con muy pocos rasgos que clarifiquen si es un asesinato o un suicidio. Al husmear, Tornado descubre que la dama fallecida tenía muchos enemigos, al tiempo que pone en evidencia una intricada red de enigmas e intrigas en el oscuro mundo de las demandas médico-legales. Como siempre ocurre en las novelas del personaje, hay una diversa serie de historias paralelas, unos pintorescos ayudantes y una sucesión de situaciones narradas con mucho humor (un tanto retorcido) que dibujan la parte más desconocida y recóndita de una ciudad que ruge bajo los cansados huesos del ciudadano de a pie.
Los Editores
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Emilio Restrepo
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Nos vemos en el
infierno, mon amour
—Fragmento—
Es de absoluta necesidad decir al abogado toda la verdad franca y claramente, no ocultarle las cosas… para que él las enrede y embrolle sin pérdida de momento.
Alessandro Manzoni
Por Emilio Alberto Restrepo
Desde que me expulsaron de la Policía —algún día lo contaré, pues eso para un libro entero— decidí asociarme con otro compañero también caído en desgracia, y montamos una oficina en la que, al final, terminamos haciendo de todo, entre otras cosas, encargos de investigaciones privadas.
Era mucha la experiencia que habíamos recopilado en la calle, y tantos y tan efectivos los contactos, que pensamos que no se justificaba que nos pusiéramos a sueldo en cualquier empresa, a correr el riesgo de morirnos en la mitad de un bostezo. Era una buena forma de librarnos de tener un jefe encima de nosotros y tener que cumplir un horario y llevar a cabo, a punta de látigo, unas rutinas que nunca permiten nada de espacio a la creatividad, ni moverse un centímetro de la norma.
La oficina tenía, desde el comienzo, una licencia de funcionamiento que nos permitía hacer lo que quisiéramos. Recibió el nombre genérico de «Inversiones y Asesorías» y eso nos ha permitido movernos en todos los terrenos, aceptar el trabajo que sea, pues son denominaciones tan volátiles que todo cabe dentro de ellas. Así, hemos comprado y vendido mercancía de todo tipo, hacemos encomiendas recomendadas y transporte con escolta, hemos negociado facturas de empresas sólidas a cambio de un descuento anticipado; llegamos, incluso, a comprar deudas de ciudadanos de bien algo impacientes con la indolencia del deudor, después, de alguna manera, nos entendíamos con él para sonsacarle la obligación.
El fuerte, al comienzo, era la venta de servicios de seguridad y vigilancia, pues teníamos amplia experiencia en este campo. Al principio, la formal, la de cuidar edificios y unidades residenciales, la de escoltar ejecutivos o valores. Todo pulpito, nada demasiado emocionante, el dinero entraba cada mes, cubríamos la nómina de cerca de treinta empleados de acuerdo con los contratos y nos quedaba algo, en justicia, menos de lo que queríamos para repartirnos.
Detrás de la vigilancia llegaron los encargos de persecución soterrada a terceros, la pesquisación con nombre propio y objetivo concreto, la marcación de movimientos extraños y así, casi sin darnos cuenta, un día descubrimos que teníamos varios contratos de seguimiento encubierto y vigilancia personalizada por encargo.
Fue entonces que, sin graduarnos, y sin más preparación formal que la que tuvimos en la escuela de policía —además de la experiencia recogida en la calle—, un buen día descubrimos que estábamos ejerciendo de detectives privados, ofertando al mejor postor, sirviendo un poco de mercenarios del husmeo al que nos pagara por ello. Nuestros objetivos eran cónyuges, supuestamente implicados con amantes, socios desleales, empleados deshonestos que filtraban información privilegiada o desfalco continuado, hijos sospechosos de estar consumiendo drogas, esposos adictos al juego que tiraban por la borda el patrimonio en casinos, familiares desaparecidos sin dejar rastro; en fin, alguien que se estuviera saliendo del corral.
Hay que tener una paciencia a toda prueba, a veces toca ver pasar días enteros para lograr una evidencia, caminar si el objetivo camina, o correr, dependiendo de las circunstancias. Asumir vicios extraños, fingir con seguridad costumbres que apenas se conocen y no llamar la atención, fungir de lo que sea para mimetizarse con el color del ambiente que corresponda. Estar atento a los relevos si el cansancio o el riesgo de ser descubierto acechan. Es un oficio que se aprende sobre la marcha, con unas bases genéricas, por supuesto, pero cada trabajo se debe reinventar en la ejecución.
Me explico, no hay dos infieles idénticos, no hay socio deshonesto que tenga las mismas mañas de otro. Es claro que hay patrones comunes de comportamiento, tics que por hacer parte del inconsciente colectivo se repiten de manera casi mecánica, pero todo trabajo tiene su marca, su sello personal. Y se debe recurrir al olfato, al sentido común, al sigilo; hay que ser un excelente observador y mantener la boca cerrada. Y saber preguntar sin levantar sospechas y saber interpretar los presentimientos, dándole el adecuado valor a las intuiciones. Son valiosísimas y en más de una vez nos han salvado la vida. Son tan importantes como el cerebro y la lógica. Y no son excluyentes, se tienen que complementar.
Por eso recuerdo tanto el caso de la abogada Mónica Toro. Porque todo se salió de lo común, fue algo completamente distinto a lo que habíamos hecho hasta entonces.
El esposo era un comerciante, ya entrado en años, barrigón, de modales toscos, de aspecto ordinario y lleno de billete. Es claro que el dinero no da clase y, por más que se esfuercen, hay piscos que mientras más plata, más feos se mantienen. Sus cursis combinaciones de atuendo eran lamentables. El tipo era uno de esos ejemplares, un esperpento colorido y grasoso. Ropa de marca y costosa, pero con una extravagancia subida de tono. Etiqueta no garantiza elegancia. El cuerpo y el estilo son los que dan realce a la ropa y no al contrario; pero esta clase de lagartijas no terminan de aprender. Todavía lo recuerdo con un palillo entre los dientes, cuando tuve la primera entrevista con él.
Fuente:
Restrepo, Emilio. Nos vemos en el infierno, mon amour – Un caso de Joaquín Tornado, detective. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, colección Policías y Bandidos, Medellín, 2018.