Noche de Campo Literaria
Otro viaje hacia
alguna parte
(Homenaje a
Fernando González)
—Abril 16 de 2011—
Fernando González
Ilustración de Daniel Gómez Henao
Basada en foto de Guillermo Angulo
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Homenaje a Fernando González Ochoa en el mes de su cumpleaños
y en el septuagésimo aniversario de Otraparte. Con la participación de diversos autores que han escrito sobre el maestro.
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Leer a Fernando González Ochoa es detenerse por un momento junto a los árboles y aprender de ellos un alfabeto fértil, un alfabeto abierto a la luz y a la refrescante brisa de las palabras que no ocultan su rostro ni el rostro de aquello que nombran.
Leer a Fernando González Ochoa es sentir la transparencia del agua, su rumor nuevo y antiguo, su insistencia, su fortaleza.
Leer a Fernando González Ochoa es reconocernos a nosotros mismos, es una invitación a observarnos como quien mira de cerca el trabajo minucioso de la hormiga o escucha el oleaje tremendo de la noche en los jardines.
Leer a Fernando González Ochoa es un gozo, un sentimiento de libertad y vitalidad, pero también un llamado amoroso y duro y otra vez amoroso a volver la mirada sobre lo que parece más cómodo y conveniente olvidar.
Y son estos que ahora danzan sobre nosotros esos árboles de su palabra, y es este pequeño reino de abejas y peces y olor a guayabas y a musgo y a hierba húmeda el oleaje, la marea transparente de su verdad, de su espíritu enérgico que ahora nos convoca y celebramos.
Y son este cielo y este aire, y el día de todos los días, y la noche de todas las noches, su Casa, nuestra Casa, la ‘otra parte’ que nos hace pertenecer a la vida y sólo a la vida.
Lecturas alrededor del maestro Fernando González Ochoa en el mes de su cumpleaños y en los 70 años de Otraparte. Un homenaje agradecido de sus lectores.
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¿Quién es Lucas de Ochoa en los días en que saca en limpio sus aventuras italianas? Cada rato sale a la ventana del Consulado, donde trabaja, mira para el cielo y llama a Dios. También cuando sale de paseo con los hijos mira para el cielo, como las aves de presa cuando se asolean en los tejados. Tiene una gran seguridad de que somos hechura y de que podemos recibir energía. La cuestión es ponerse en relación con ella. Casi todos cortan la corriente y se arrugan como pasas. Se siente vivir en comunicación con todo lo creado. “Hasta allá —dice—, hasta el sol más lejano está unido a mí”. Muchas veces despierta durante la noche y siente la solidaridad con las estrellas, siente que el Sol está calentando el otro hemisferio y ve a la Tierra que va por su camino, tan bella.
Se entra a los templos y se está durante horas parado contra una columna, porque afirma que tiene relaciones con Dios. ¿Quién es Dios? Contesta que la esencia, lo que no es hecho. Que Dios no es formal. Dice que tiene algunas cosas como ayuda para sus relaciones con Dios: por ejemplo, los rayos del Sol que entran por las ventanas de las iglesias y que se materializan en los corpúsculos del polvillo ambiente; el Sol, al cual mira de reojo, mientras respira lenta y profundamente; la luna silenciosa y las estrellas multicolores. También durante la noche se acurruca en su lecho y grita interiormente: “¡Cógeme, llévame lejos, a otros planos emotivos! ¡Cárgame, madre mía! ¡Yo soy hechura!”.
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Fernando González
Foto © Guillermo Angulo (1959)
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El gallinazo que
volaba más alto
Por Regina Mejía de Gaviria
“Esos gallinazos son símbolos
para el mago trashumante”.
Fernando González
A mi hijo de tres años y medio,
en el día de la muerte del maestro
Fernando González.
Había, una vez, un gallinazo que volaba más alto que todos. Iba subiendo despacito, dando vueltas y vueltas, hasta que llegaba tan alto, que era como un punto chiquitico entre las nubes.
Los otros gallinazos trataban de alcanzarlo, pero no eran capaces. Por eso no lo querían. Porque volaba más alto que ellos y desde allí arriba veía cosas que ellos no alcanzaban a ver.
Eran cosas muy bonitas las que él veía cuando estaba por allá, tan alto, tan alto, y él bregaba por hablarles de ellas a los otros gallinazos. Pero los otros no le creían porque no eran capaces de llegar donde él llegaba y, por eso, no podían verlas.
Al gallinazo que volaba más alto le encantaba dejarse caer, de pronto, desde bien arriba. A él eso le daba mucha risa, y después de que tocaba el suelo, volvía a encaramarse sin ninguna brega.
Ese gallinazo se mantenía muy solo. A los demás no les gustaba volar con él, porque los dejaba atrás; ni juntarse con él, porque creían que les decía mentiras. Había unos poquitos gallinazos, de los más chiquitos y menos pesados, que sí lo querían. Y era porque como eran chiquitos y casi no pesaban, él se los montaba encima de las alas y los llevaba volando, a pasear, por allá arriba, arriba. Desde allá les mostraba todas las cosas maravillosas que él veía, y pasaban muy contentos.
Una de las cosas que no dejaban que los gallinazos comunes subieran tanto como el que volaba más alto, era que los otros vivían atisbando mortecinas para comer. Mortecinas son los animales muertos que nadie entierra y se quedan tirados en los campos y los caminos y las quebradas… Los gallinazos las alcanzan a ver cuando vuelan bajito, y se juntan para comérselas porque a ellos eso les gusta mucho. Es una comida muy sucia y que huele muy maluco, pero ellos no se dan cuenta porque desde chiquitos les enseñan a comerla.
Un día estaban todos los gallinazos alrededor de una mortecina, esperando que llegara el “rey de los gallinazos”. Los gallinazos son muy educados y esperan que llegue el “rey”, para empezar a comer. Claro que el “rey de los gallinazos” no era el que volaba más alto. El “rey” siempre es gordo y pesado porque come mucho y no puede subir muy alto. Pero los otros lo respetan porque come más que todos y le dejan escoger las partes mejores de la mortecina. Además, el “rey” tiene el pescuezo grueso, grueso y colorado… eso les encanta a los demás.
Ese día, el gallinazo que volaba más alto andaba por allá, muy arriba, brincando y jugando entre las nubes, mientras los otros se juntaban alrededor de la mortecina. Los únicos que lo veían volar eran los gallinacitos amigos suyos.
Cuando llegó el “rey de los gallinazos”, los demás se apartaron para darle campo. Él se arrimó muy despacio y comenzó a pasearse para que lo vieran, bien visto. Después se paró y se alisó las plumas, inflando el pescuezo. Hacía como si no le importara la mortecina y como si no tuviera ganas de comer, pero claro que eran mentiras. De pronto, dio un brinco y de dos picotazos se comió los ojos del animal muerto. Entonces todos empezaron a empujarse, y se amenazaban alzándose el ala unos a otros… Arrancaban pedazos de la mortecina y se los tragaban a la carrerita.
Los gallinacitos amigos del que volaba más alto vieron que éste subía y subía, tanto, tanto, que llegó un momento en que ya no pudieron verlo. Esperaron mucho rato, pero no volvía a aparecer. Los demás, ni se dieron cuenta porque estaban entretenidos comiéndose la mortecina. Pero los gallinacitos amigos suyos comprendieron que había subido tan alto que ya no podía bajar.
Y entonces se quedaron muy tristes mirando para arriba, sin ver nada, nada, sino el huequito por el que él se les voló.
Febrero 16 de 1964
Nota:
Cuando le conté esta historia a mi hijito, sólo me hizo dos preguntas:
1a ¿El “rey de los gallinazos” se parece a una guacamaya?
2a ¿Para dónde se fue el gallinazo que volaba más alto que todos?
Pude, pues, darme cuenta de que la había comprendido perfectamente.
Fuente:
Periódico El Colombiano, edición desconocida.