Noche de Campo Literaria
Manuel Mejía Vallejo
Homenaje en los 50 años
del Premio Eugenio Nadal
de Novela a su obra
El día señalado
—Abril 21 de 2013—
Manuel Mejía Vallejo
(1923 – 1998)
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Noche de Campo Literaria
en El Café de Otraparte:
Literatura a manteles:
Manuel Mejía Vallejo
La novela, publicada por la editorial Destino en 1964, recibió el premio Eugenio Nadal un año antes, convirtiendo a Mejía Vallejo en el primer latinoamericano en recibirlo, y representando, además, el mayor reconocimiento al autor antioqueño hasta ese entonces. Parte de la crítica ha argumentado que ésta, junto con “La casa de las dos palmas“ (1988), constituyen las dos obras mejor logradas del escritor originario de Jericó. “El día señalado“ toma lugar en el pueblo ficticio de Tambo, azotado por la violencia, el cual se convierte en una alegórica representación de Colombia; representando el espacio donde los personajes se enfrentan violentamente no sólo entre ellos, sino también con su propio interior.
Jaime A. Orrego
(Revista Cronopio)
Lectura de textos y audiciones
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Hay en este nuevo libro tuyo de poesía una verdad tan probada de la vida y su experiencia, una tan desnuda evidencia de lo que el olvido y la muerte van tomando de nosotros mismos, que habría que remitirse a las más antiguas, puras y permanentes raíces de la poesía en nuestra lengua para encontrar tan certero testimonio de nuestro destino. Yo escucho, allá a lo lejos, al gaucho Martín Fierro contestando tu voz con la suya recia y desolada y, más lejos, mucho más lejos, los anónimos cantores del romancero diciendo también su testimonio desesperanzado pero gozoso e indulgente.
Si ya todo se acabó
mi constancia sobrevive.
Si en mí la nada pervive,
el infinito soy yo.Me parece escuchar al viejo Séneca, maestro permanente y necesario, al leer ese verso tuyo. Y en aquello de:
Mirar de nuevo la vida
es nacer en mejor parte
porque partir es un arte
cuando el llegar se descuida.Encuentro que has definido una de las claves del alma de nuestra gente antioqueña, su vocación de errancia, tan por encima observada hasta ahora.
Álvaro Mutis
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Archivo El Colombiano
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Manuel Mejía Vallejo
(1923 – 1998)
Escritor y periodista colombiano nacido en Jericó, Antioquia, en 1923. Colaborador del periódico El Sol y creador del grupo La Tertulia con Gonzalo Restrepo Jaramillo y Jaime Sanín, se exilió durante 9 años (1948 – 1957) en Venezuela, Guatemala, Honduras y El Salvador, países donde ejerció como periodista. Publicó las novelas La tierra éramos nosotros (1945), Al pie de la ciudad (1958), El día señalado (1964, premio Eugenio Nadal), Aire de tango (1973), Las muertes ajenas (1979, mención especial del Premio Casa de las Américas), Tarde de verano (1981), Y el mundo sigue andando (1984), La sombra de tu paso (1987), La casa de las dos palmas (1988) y Los abuelos de cara blanca (1991); los cuentos “Tiempo de sequía” (1957), “Cielo cerrado” (1963), “Cuentos de zona tórrida” (1967), “Las noches de la vigilia” (1975), “Otras historias de Balandú” (1990), “Sombras contra el muro” (1993) y “La venganza y otros relatos” (1995); y los libros de poesía Prácticas para el olvido (1977), El viento lo dijo (1981), Memoria del olvido (1990) y Soledumbres (1990). Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional de Colombia, su obra ha contribuido de una manera decisiva a acrecentar el patrimonio literario, tanto de Antioquia, como de Colombia y de Latinoamérica, con sus valiosos aportes como novelista, cuentista, poeta, crítico, ensayista, prologuista, editor, profesor, periodista, conferencista y promotor de certámenes literarios.
En 1944 ingresó al Instituto de Bellas Artes de Medellín a cursar escultura y dibujo, pero pronto abandonó tales estudios para atender su vocación de escritor y periodista comprometido, oficio que lo conduciría a múltiples peripecias: en 1947 fue nombrado presidente de la Casa de la Cultura de Medellín y tras los sucesos del 9 de abril de 1948 fue despedido “por perturbar el orden público”. Al siguiente año encontró plaza de profesor de literatura en el Liceo de la Universidad de Antioquia, la que tuvo que abandonar por problemas políticos. Bajo los seudónimos de Naután y Candil redactó textos para el periódico Panorama de Occidente, de Maracaibo, Venezuela. En 1952 fue obligado a salir de ese país por sus editoriales contra el dictador Marcos Pérez Jiménez. Al año siguiente se trasladó a Guatemala, donde entabló amistad con Miguel Ángel Asturias, pero de dicho país también fue expulsado. Luego vinieron Honduras, El Salvador y más viajes caracterizados por la persecución política y una intensa producción literaria que abriría las posibilidades de nuestra lengua. El premio Rómulo Gallegos le fue otorgado en 1989 por su novela La casa de las dos palmas, ahora un clásico de las letras latinoamericanas. Murió en El Retiro, Antioquia, en 1998.
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El día señalado
Prólogo
Los brazos de la cruz señalan este letrero: José Miguel Pérez. Diciembre de 1936 – Enero de 1960.
Entre las dos fechas hubo una vida sin importancia. Nació porque un hombre dijo a una mujer que lavaba la ropa en el rio:
—¿Te irías conmigo a cualquier parte?
Y porque la mujer bajó los ojos jugando nerviosa con los dedos. Su resistencia fue apenas una invitación a que el otro la venciera.
Para José Miguel Pérez los días se hicieron estrechos como el camino del vientre al mundo. A toda hora tuvo que nacer y que morir un poco, sin darse cuenta. De niño dijo las palabras de los niños, de hombre hizo lo que los hombres hacen cuando no tienen más remedio.
Cada mañana, su madre —el forastero que la invitara años atrás no volvió—, le enseñaba:
—Aprenderás a leer. No ruedes por allí que no hay más calzones.
—Me gusta rodar falda abajo y revolcarme en la arena.
Ella lavaba para gentes del pueblo, él ayudaba a tender la ropa sobre las piedras.
Y aprendió a leer y elevó cometas de papel impreso. Cuando llegaron los gitanos y lo dejaron montar un caballo alazán, le sonaron bien los cascos en el pedrero y el rumor del viento en las crines.
—Hay que ser alguna cosa en la vida —le decía su madre al verlo cuidando gallos de riña. Él no entendía eso. Alguna cosa era cada uno de los que pasaban el río, que recorrían las calles del pueblo, que morían bajo los techos o al aire libre. El deseaba un caballo alazán y galopar en los caminos.
—No quiero hacer mandados a don Jacinto el de la tienda. Paga poco y acosa mucho. Así nunca podré comprar un caballo.
—Ser alguna cosa es más importante que un caballo.
—Más importante es un caballo alazán.
Fue una de sus escasas rebeldías. Al comprenderla empezó a maliciar qué traducía eso de ser alguien: saber responder no algunas veces y desear algo con toda la gana.
A José Miguel lo entretenía acariciar las plumas de los gallos, mirar lagartijas bajo las piedras, tirar cascajos a los árboles, humedecer los pies en el agua de los arroyos, mandar gritos desde cualquier altura. Poco lo cambió el servicio militar. En el cuartel se las ingenió para hacerse palafrenero, y le fue corta la reclusión entre el olor de bestias recién bañadas y el ambiente de los establos. Ya de regreso, por las tardes se entretenía con el ondular de su sombra, por las noches con el rodar de la luna tras las nubes. Un día, también se enamoró.
—Iré a trabajar en la carretera —le dijo a la muchacha—. Para fin de año nos podremos casar, y me sobrará con qué comprar un caballo.
En la carretera aprendió con un amigo a tocar la guitarra para disimular el cansancio de las tardes, y a tomar aguardiente los días de fiesta.
—¿Y qué vas a hacer cuando acabemos de abrir la carretera? —preguntó su amigo.
—Tal vez me case.
Partió en dos un ramujo.
—… Marta es buena y bonita.
Arrojó el ramujo en un arroyo. Las aguas se lo llevaron.
—Además, compraré un caballo alazán.
—Yo iré a otra carretera —dijo su amigo—, amansaré potros o seguiré andando. —Con arco de brazo señaló la cordillera lejana, todas las cordilleras posibles—. Además conseguiré un potro manchado.
José Miguel tuvo ganas de seguirlo pero se quedó solo, viendo el polvo que levantaban los pasos vagabundos.
El amigo le dejó la guitarra y con ella volvió al pueblo. Sobre las piedras del río continuaba secándose la ropa.
—Vinieron los gitanos —dijo su madre—. Veré si tienen un buen alazán.
Ella se quedó mirándolo, más cansados sus ojos. Nada dijo sobre ser alguna cosa, sobre matrimonio.
—Ya compré la silla y los aperos —añadió él—; si no encuentro el caballo, me casaré con Marta.
Ella siguió golpeando la ropa contra las piedras hasta el regreso de José Miguel.
—Son ladrones estos gitanos: pintan los caballos viejos y les liman los dientes y los ponen briosos por unas horas. Pero no me dejé engañar. Iré a las fincas a buscar el mío.
—Cuidado con las fincas —previno lo madre—. Es peligroso andar por esos sitios altos, en el Páramo hay guerrilleros.
Él volvió a pensar en los caminos y en las canciones de su amigo de la carretera. Cuando tuviera un caballo… Aún dudó entre si se casaba o compraba un alazán.
—Es brioso —le dijo a Marta.
—Si quieres conseguirlo…
—Para fines de año nos casaremos. Tiene un lucero en la frente.
—Podrás recorrer mucha tierra al galope.
—Mi madre dice que tú… Es blanca una de las patas delanteras.
Marta cogió de un cajón una brazada de mangos. Dos rodaron al suelo. En ellos se clavó la mirada.
Y José Miguel compró el alazán, con buen golpe de herraduras contra el cascajo y largas crines. El pueblo y las veredas cercanas fueron testigos. Fueron testigos la mirada resignada de la muchacha y la ropa sobre las piedras del río. Y bajo los cascos se fueron los días y las noches, y vientos de montaña zumbaron en las crines color de humo. La importaba poco no ser alguna cosa según pensaba su madre. Era él mismo, a sus anchas, y con esto tenía. Por las noches, también parecía murmurar el viento en las cuerdas de su guitarra.
Hasta que llegaron al pueblo unos soldados sudorosos en son de nuevo ataque a los guerrilleros. José Miguel se escondió pues andaban reclutando reservistas y sabía que no se debe matar.
Mientras escurría sus trapos, ella respondió a los soldados.
—¿Mi hijo? Se fue a jornalear en otra carretera, lejos.
Ellos se miraron, miraron el alazán que ramoneaba a la orilla del rastrojo.
—¿El caballo es de él? —preguntaron—. Estamos escasos de bestias y hay que andar muchas leguas tras los guerrilleros.
—Es lo único que tiene.
—¿De qué puede servirle si ahora trabaja lejos, en la carretera?
Por la noche José Miguel no aguardó a que la madre terminara la historia de cómo se habían llevado el caballo. Se terció un machete y siguió las huellas de los soldados que trepaban la montaña.
—Fueron por los rodaderos del Páramo —le señaló alguien—. Cuidado, van a matar.
A José Miguel no le gustaba matar. No le gustaría que lo mataran. No le gustó que robaran su caballo.
—”Lo recuperaré”, pensó.
Algunos disparos distantes contaban sus horas. Al amanecer reencontró los rastros, su fatiga llegó a la tarde, amaneció en otro día, volvió a otro anochecer. En un recodo halló un caballo muerto. Cerca, un guerrillero mutilado. Cuando la barba oscureció más su rostro, alcanzó a ver el campamento.
Podría reconocer entre la noche el espacio de su animal, el olor del sudor en sus ijares, el rumor del viento en sus crines. Dos. Cinco. Nueve disparos seguían contándole los minutos de espera. Cuando se apagaron los vivaques, volvió a caminar entre las ramas, hacia los relinchos.
Al olor de pólvora y sangre sintió tristeza por los soldados muertos, por los guerrilleros mutilados. Nada paga la muerte violenta de un hombre. Vivir era amable, trabajar, montar un caballo, querer a una muchacha, estrujar viejas canciones contra una guitarra…
Ya estaba junto a los animales. Lo reconoció el suyo cuando le hizo cabezal, entre las voces distantes de la soldadesca. Al traspasar el linde del corral le gritaron: “ ¡Alto!”. Alcanzó a montar y a completar los primeros galopes, que se detuvieron en una descarga. No soltó el lazo al caer al suelo del lado de la muerte.
Desde entonces se hicieron un poco mortaja las ropas tendidas, que tardaron para secarse en las piedras. Fue más retorcido el escurrir, más sigilosa el agua de los esteros. Dos ojos húmedos creían ver manchas de sangre en los trapos. Y de unas manos adolescentes cayeron al suelo tres mangos verdes.
En el pueblo cundieron los rumores, susurros de contrabando pasaron de oído en oído al silenciarse las calles con la expedición de regreso.
—Trajeron a José Miguel con cuatro más.
—Desarmaron los cadáveres.
—Cayeron contra las piedras de la Alcaldía.
—Van a enterrarlos en el muladar.
—Ya están cavando los huecos.
La madre volvió con otras mujeres donde el señor Cura, donde el señor Alcalde. El Alcalde vestía de blanco impecable, hablaba condescendientemente mientras el cigarro cambiaba de sitio en su boca; tenía ademanes de una cansada dignidad. El sacerdote conservaba un aire de aburrimiento, de no merecer las culpas ajenas. Le dolían también sus afirmaciones, perdidas en los pliegues de un pañuelo para el verano.
—El sólo fue a buscar el caballo.
—Era un chusmero peligroso.
—Estaba con las guerrillas.
—Estaba contra Dios.
—Para nada malo se metió con Dios.
—Luchaba contra el Gobierno.
—Iba contra la Ley.
—Iba con los chusmeros.
—Era un buen muchacho…
La madre regresó con las otras viejas. Vagamente pensaba su angustia que era alguien su hijo ya muerto, pero no tan importante para que el Gobierno temiera, para que Dios se intranquilizara.
Algunos hombres del pueblo se encerraron para recordar al José Miguel de las cometas y de los gitanos, al que montaba un alazán y decía canciones con una guitarra. Cuando estuvieron borrachos, a escondidas fueron al muladar, desenterraron el cadáver y lo trasladaron al cementerio. Después clavaron una cruz y en los brazos escribieron: José Miguel Pérez. Diciembre de 1936 – Enero de 1960.
En la alta noche, un caballo sin jinete arrastraba el cabezal por las calles del pueblo.
Dos manos cansadas siguieron golpeando ropa contra las piedras del río.
Fuente:
Mejía Vallejo, Manuel. El día señalado. Plaza & Janés, Bogotá, 1986, p.p. 7 – 12.
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Foto © Guillermo Angulo