Presentación

Jaime Espinel

Nadaísta bandido

Narraciones escogidas
con su Carracuca

—Agosto 1.º de 2019—

Portada del libro «Jaime Espinel - Nadaísta bandido»

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Jaime Espinel (Medellín, 1940 – 2010) fue escritor y cronista, cofundador del movimiento nadaísta junto a Gonzalo Arango, Alberto Escobar Ángel, Jaime Jaramillo Escobar, Amílcar Osorio, Eduardo Escobar, Darío Lemos y otros poetas colombianos. Su obra narrativa se reconoce por la incorporación del habla popular de Medellín a la ironía, el juego verbal, la riqueza expresiva que sus cuentos y crónicas despliegan. Residió durante varios años en Estados Unidos, donde trabajó como docente y publicista. Marcado profundamente por esta experiencia, a su regreso a Colombia se dedicó de lleno a la escritura. Logró hacerse, a codazos e ingenio, un lugar en las letras hispanas desde un amor temprano por la literatura hasta la decisión tardía de ser escritor. Entre sus obras publicadas se encuentran «Esta y mis otras muertes» (1975), «Agua de luto» (1981), «Manrique’s micros y otros cuentos neoyorquinos» (1986), «Alba negra» (1990) y «Cárdeno réquiem: entre toda la eternidad menos un día» (2001).

Conversación y video:
Javier Cruz
Darío Castrillón
Francisco Velásquez

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Logo Ediciones UNAULA

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Como en una galería de espejos deformes, una legión de seres y de sombras chinescas deambula por la ciudad de Medellín, por sitios vedados donde el hampa canta una canción de olvidos. Barroco, poblado de alusiones que podrían ahogar el texto, Espinel salva sus cuentos de la asfixia gracias al hilo secreto con que teje sus historias, un hilo fuerte como el cáñamo. La gran virtud narrativa de Espinel está acaso en esa manera de encarar la realidad, con un sesgo burlón y a la vez amoroso. Textos que proceden acaso de una tradición oral de barrio, de la crónica roja, de esos héroes marginales que alternan fútbol y bar con bandoneón de fondo, hombres fronterizos que oscilan entre sueños de gloria, cuchillos o disparos.

Juan Manuel Roca

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Barquillo, como apodamos siempre a Jaime Espinel Arenas, fue nuestro amigo durante varias décadas. Al escoger algunos de estos textos, recordábamos que las historias y anécdotas que estaban detrás de su escritura, las escuchamos en largas, felices y estridentes conversaciones, con un gran privilegio para nosotros y sus amigos: eran contadas por él. Un fascinante conversador, un contador de historias, a las cuales cada vez agregaba nuevos detalles. Espinel hablado tiende a opacar en nuestra memoria al cuentista excelso, al cronista puntual y minucioso que incorporó a su literatura el habla popular de las barriadas de su ciudad, con ironía, con juegos verbales particulares, con una expresividad que casi que inaugura un género, para nuestro placer de lectores. En estos textos escogidos, obviamente entra como razón el parámetro de la amistad. Pero poco importa, porque ellos nos informan, de todas maneras, de sus temas preferidos: el barrio, la música, el sexo, el lumpen en todas sus calañas, la criminalidad en todas sus formas y colores, ya que de Manrique a Nueva York, siempre cualquier puñalada, cualquier disparo alcanza, todo es cuestión de maña y de manera.

Los Compiladores

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Amílcar Osorio y Jaime Espinel

Amílcar Osorio y Jaime Espinel

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El bandido amigo
de los nadaístas

Por Jaime Espinel

Cuando lo conocí, a principios de los años sesentas, para las muchachas de la época Antonio Medina era «de ataque»: un coca-colo intelectual de clase media muy «pispo» y muy alto: medía un largo metro con ochenta y pico, robusto y atlético, en ondas anchas y con los dedos se peinaba el pelo castaño, tenía los ojos grises como de plomo recién cortado, delgados los labios y a los dos blancos y cortos dientes superiores los separaba un centímetro. Poseía la fortaleza de un toro, el coraje de una rata acosada, la sonrisa y los buenos modales de un niño marrullero y maligno. Amaba a los amigos con desprendimiento y le quedaban pocos enemigos pues casi todos los demás estaban bajo tierra con un gladiolo sembrado en el ombligo. Fue el último de nuestros bandidos románticos, bachiller en el momento en que se estaba masificando la educación; el país empezaba a dejar de ser rural y se volvía urbano y a los inacabables chusmeros campesinos: «Desquite», el capitán «Escalera», «Tarzán», el capitán «Veneno» y otros los perseguía con saña el presidente conservador Guillermo León Valencia, el hijodalgo cazador de «Paletará» con escopeta de dos cañones, regalo del dictador fascista español Francisco Franco.

Los bandidos urbanos de Medellín tenían apodos y fama de despiadados: el «Pote» Zapata, el «Mono» Trejos, el «Caratejo» Saldarriaga, Ramón «Cachaco», «Colilla». «Toñilas» como bandido excepcional siempre robaba en solitario «porque no confío en nadie», decía. Se paseaba íngrimo por los bancos de la ciudad y del país como Pablo por su cárcel. Hasta allá llegaba con una pistola Pietro Beretta italiana o con una Walter alemana ambas de .9mm y con su pinta de actor del cine negro francés encañonaba a los cajeros exigiéndoles la plata rapidito como si san Expedito lo estuviera acompañando y salía con el botín envuelto en su sobretodo para escabullirse entre el escaso tráfico y los pocos peatones de la época. Se escondía en la casa de «el Loco» su hermosa amante burguesa durante unos días y luego salía a disfrutar del dinero robado. Iba al Astor, a Versalles, al Metropol o al Miami todos en Junín a gastar plata a manos llenas con la munificencia del rico Epulón. También caíamos a las casas de citas y a los cafés de Lovaina y el Barrio Antioquia, y cuando escaseaba el dinero, Antonio Medina volvía a sus andadas y por lo tanto todo cuanto delito se cometía en la ciudad se lo atribuían a él que siempre fue el trompo miletero, el chivo expiatorio en una ciudad que quince años después se convertiría en la más peligrosa del planeta. Pero «Toñilas» nunca mató a alguien en ninguno de sus asaltos. Los suyos eran robos limpios como mantel de convento de monjitas de clausura.

Como a todo bandido siempre lo acompañó el mito. Cuentan que, cuando estaba acosado, «Toñilas» se transformaba en un bulto de papas o en un racimo de plátanos. Después de una noche de farra en mi casa, se me desapareció una mañana en un granerito de Caracas arriba, cerca al Hoyo de doña Rafaela mientras el tendero me despachaba no recuerdo qué y le di la espalda. Al volver la cara no lo vi. Salí a la puerta del negocio y ni por la callejuela que cae al Hoyo de doña Rafaela, ni por los pocos metros que separaban la calle de mi casa ni por Caracas abajo estaba «Toñilas» y yo me quedé alelado con los ojos puestos en un bulto de papas. Cuando nos encontramos días más tarde que dijo que se había largado sin despedirse porque «andaba de afán». En uno de sus ingresos a la cárcel de «La Ladera» fundó, como todo un buen lector anarquista, la biblioteca Fernando González dentro del penal. En una visita conyugal, «El Loco», una mujercita endeble y diminuta, le prestó su ropa y «Toñilas», un hombrón del tamaño de un escaparate, se fugó de «La Ladera» vestido de mujer con la ropa de «El Loco». Los detectives lo recapturaron días después en una casa de putas todavía disfrazado de mujer. Antonio Medina nunca mató a nadie en alguno de sus asaltos y después de sus años de delincuente trató de regenerarse, de ser un buen muchacho y montó, con un amigo común, una plantación de estropajos que en esa época hacían furor en Estados Unidos porque al masajearse con ellos el cuerpo pues disolvían la celulitis pero el negocio quebró; después se ennovió con la fotógrafa italiana Giovanna Pezotti, amiga nuestra, y montaron un estudio en Tolú que también fracasó. Luego se marchó a administrar una finca en Caucasia durante años donde «me quedaron debiendo un montón de plata que un día de éstos voy a reclamar».

Pero «Toñilas» tampoco fue una perita en dulce. En Sucesos Sensacionales, pura crónica roja y sangrienta, supimos cuándo, cómo, dónde y por qué había tenido que dejar a su paso «unos muertitos», dijo. Tenía un «asunto pendiente» con Ramón «Cachaco» y dos de sus hombres quienes lo citaron en Alí Bar, un umbrío estadero con bosquecillos de bambú e iluminado por tímidas luces de neón en la autopista sur, cerca al aeropuerto Olaya Herrera.

—¡Vení al Alí Bar pa’que nos matemos!— lo retó Ramón «Cachaco».

—¡Espérame que ya voy, gran h.p.!—, y Antonio Medina colgó el teléfono.

Antonio Medina, «Toñilas», se empretinó su par de pistolas y subió al auto. Una nocturna lluviecita mojabobos que humedecía la autopista lo obligó a atemperar la marcha y a reflexionar sobre su situación. Ramón «Cachaco» y sus hombres tampoco eran tan estúpidos como para limitarse a esperarlo sin antes tenderle una emboscada en la ruta. Su fría mente de bandido le iluminó la malicia hasta el punto de obligarlo a descender del auto varias cuadras antes de llegar al Alí Bar y deslizarse paso a paso por la inclinada canalización de río que corría de sur a norte a menos de una cuadra del bar del encuentro. Con cautela, en silencio y sin mostrarse «Toñilas» sobrepasó el lugar, abandonó el cauce del agua, cruzó la desierta autopista y cayó al Alí Bar por detrás. Al llegar, se ocultó en el bosquecillo de bambúes y desde allí vio a Ramón «Cachaco» que, sin sus escoltas y sentado de espaldas ante una copa de aguardiente, un vaso de agua y una ensaladita de uchuvas y cascos de naranja, lo esperaba como quien aguarda a un hombre muerto. «Toñilas», incapaz de matar a un hombre por la espalda, gritó:

—¡Aquí estoy, Ramón «Cachaco» h.p.!

Ramón «Cachaco» se levantó y dio la cara empuñando un revólver, pero las pistolas de «Toñilas» lo arrojaron contra la mesa con sus impactos. Los escoltas, que querían emboscar a «Toñilas», estaban esperándolo unos metros antes del Alí Bar y al oír los tiros salieron disparados en busca de su jefe, pero «Toñilas» los recibió a plomo. ¡Así era el hombre!

Durante la audiencia pública que se efectúo en los juzgados del Palacio Nacional, mi amigo Darío Lemos, el más maldito de los malditos poetas Nadaístas, al ver el recinto colmado de colegialas hermosas que se derretían ante la oscura belleza de Medina, comentó con envidia:

—Este hijueputa bandido nos está robando las muchachas.

Antonio Medina se hundió en una breve, pero intensa decadencia. Algunos días después de asistir, en el desaparecido Taller de Artes de Medellín, a la representación de El arquitecto y el emperador de Asiria de Fernando Arrabal, me dijo que planeaba escribir su autobiografía «más extensa que El tesoro de la juventud», pero que antes tenía que reclamar ese «platanal» que le debían en Caucasia y así lo hizo en 1987.

Cuentan que en Caucasia su acreedor ya lo esperaba. Al descender del bus, Antonio se detuvo a apurar de pies una gaseosa y desde una motocicleta los sicarios lo acribillaron a tiros de pistola. Dicen sus vecinos del barrio La Floresta que el marrullero y maligno cadáver de Antonio Medina, «Toñilas», el amigo bandido de los Nadaístas, no se murió de la risa durante el velorio de la penúltima de sus siete vidas porque quería guardar la carcajada final para la otra… la otra vida.

Fuente:

Bueno, Carlos; Velásquez, Francisco (compiladores). Jaime Espinel – Nadaísta bandido. Ediciones UNAULA, Medellín, 2019.

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Jaime Espinel - Foto © Jairo Osorio

Jaime Espinel
Foto © Jairo Osorio