Presentación
Los amigos míos
se viven muriendo
—26 de abril de 2007—
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Presentación del libro «Los amigos míos se viven muriendo» de Luis Miguel Rivas Granada (Cartago, Valle, 1969), comunicador social, docente, escritor y realizador audiovisual. Tanto en sus textos como en sus videos Luis Miguel realza el poder de la palabra y demuestra su capacidad para tender puentes en los abismos de la soledad. Recrea el ambiente social de la Medellín de las últimas dos décadas con historias comunes de la gente que no es famosa ni vive grandes aventuras. Historias que destacan los conflictos, las dudas, los miedos y los sentimientos de personajes sencillos. Como escritor, aunque hasta ahora permaneció prácticamente inédito, sus relatos han servido para inspirar los guiones de diferentes producciones audiovisuales y ha recibido las siguientes distinciones: Segundo Puesto Concurso Nacional de Cuento Carlos Castro Saavedra (1996), Mención Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja (1997), Mención Concurso Nacional de Cuento de Navidad (Bogotá, 1997) y Primer Puesto Concurso Nacional de Cuento Universidad Autónoma Latinoamericana (2007). Entre sus cortometrajes se destacan «Bumerán – Todo es mientras tanto» (1999), «Cubo por armar» (2003), «Sin filo» (2003) y «Qué amigos los tuyos» (2005).
Presentación del autor por Juan Diego Mejía, escritor, productor de cine y televisión, quien se ha desempeñado como director del Canal Universitario (Canal U) y como Secretario de Cultura Ciudadana de Medellín. Actualmente dirige el programa Culturama de Señal Colombia.
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Ocho cuentos componen esta primera publicación de Miguel Rivas. El personaje central en cada una de las historias es un ser humano ordinario que vive en algún momento de su vida cotidiana un episodio, una anécdota, no necesariamente extraordinaria, pero sí por lo menos irregular. Como le sucede a aquel solitario que encuentra lo que él cree es un amor a primera vista, pero advierte: «Huid de la primera mirada». Está también el insomne que guarda su tesoro en una agitada noche de Navidad en «Los malditos gatos jugando en el techo», o el paranoico trabajador comunitario que tiene que enfrentar una persecución «conceptual» en «Anoche me acechaba un objetivo». Encontramos también la historia del mensajero al que los amigos se le viven muriendo, entre otras anécdotas y personajes que de vez en cuando se dan permiso de salirse de su día a día.
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Ilustración de
Daniel Gómez Henao
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Anoche me
acechaba un objetivo
Por Luis Miguel Rivas G.
Desde que ingresé a la nómina de la COCOCOCO (Corporación para la Coordinación de Comités de trabajo Comunitario en las Comunas) mi vida ha sido una constante entrega, generalmente a costa de mi propio tiempo, que lo diga mi mujer, a la causa de los más pobres. El espíritu filantrópico que palpitaba en mí desde niño encontró la posibilidad de realizarse cuando fui nombrado funcionario de la COCO, como abreviadamente y con cariño nos referimos mis compañeros y yo a nuestra entidad.
Mi escritorio está lleno de documentos. Algunos los ha escrito gente muy inteligente que escribe sobre los pobres y que yo leo muy admirado. Otros los he escrito yo después de haber leído los que son escritos por esas personas inteligentes que yo tanto admiro. Me pagan muy bien para que todos los días escriba muchas hojas que después separo por montoncitos. Al completar cada montoncito le escribo una portada y le pongo un clip. Cada uno de esos montoncitos así organizados se llama Un Proyecto.
Todas las mañanas llego a mi oficina a las ocho en punto, sirvo un tinto y me clavo en el escritorio a machacar objetivos generales y específicos. Para que el lector lego en estos asuntos se haga una idea de lo que es un objetivo pasaré a dar un ejemplo:
Objetivo General
Elaborar un diagnóstico que dé cuenta de los ítems que configuran el contexto social dentro del cual se inscribe la problemática específica de las comunidades involucradas en las dinámicas transaccionales de la cultura popular.
Pues bien, eso es lo que yo escribo todos los días desde las ocho de la mañana hasta las seis, siete, ocho, nueve o diez de la noche. Pero no sólo eso escribo. También redacto Justificaciones, que son cosas parecidas a un objetivo, pero mucho más largas, con un estilo más coloquial y un toque más publicitario. Y Marcos Teóricos, que son parecidos a las Justificaciones pero mucho más largos y con frases encerradas entre comillas que yo saco de los documentos escritos por esas personas inteligentes que admiro tanto. Pero de todos modos los más absorbentes son los Objetivos. Me he pasado un día completo buscando la palabra precisa para empezar a darle vida a uno de ellos. Empiezo escribiendo «fomentar» y luego lo cambio por «promover», tacho y anoto «motivar», aplico el corrector del frasquito blanco y pongo encima «estimular» y después borro y pongo otra y otra y otra palabra terminada en «ar», «er» o «ir», hasta que me recorro todo el Pequeño Larousse y termino llorando recostado sobre el escritorio y compruebo lo doloroso que es trabajar por la construcción de un país mejor.
Anoche, después de abandonar la oficina a las diez de la noche, llegué a mi casa con una gran preocupación porque a esas alturas debía tener listos cinco montoncitos con su portada y su clip, y sólo había podido terminar tres. Mi mujer, que a veces se cansa de no verme en casa, me dijo, poniéndose un poco roja y tirando al suelo las boletas que tenía reservadas para el concierto de la Orquesta Sinfónica, que estaba bien que llegara tarde, pero que encima de eso llegara haciendo malacara y sin hablarle ni a los hijos, ya era el colmo.
—En el contexto —le contesté— de nuestra relación, querida, habíamos preestablecido desde el principio unos espacios de autonomía relativa. Fue una decisión producto del consenso, socializamos nuestros respectivos puntos de vista y definimos, dejando de lado presupuestos machistas, feministas o de cualquier tipo de dominación, que cada uno contaría con su segmento de libertad. Además —seguí diciéndole mientras la miraba con ternura— tu reacción beligerante, intolerante, ante el conflicto, cierra las posibilidades del diálogo y la negociación.
Luego rematé diciendo: «Por eso este país está como está» y con la mirada al frente me dirigí directamente a nuestra cama matrimonial, donde caí como una piedra. Soñé que andaba por una calle oscura en una noche lluviosa. Caminaba preocupado, tenso, pero no sabía por qué. De pronto al voltear una esquina apareció una figura pesada y oscura, con las manos puestas en jarra y mirándome fijamente con gesto de reproche. No tuve que hacer esfuerzos para reconocerlo: Era un Objetivo General. El pánico se apoderó de mí y antes de emprender carrera alcancé a oír que me decía: «Me planteaste mal». Tenía piernas largas y mucha más agilidad que yo. Crucé calles y avenidas con toda la velocidad de mis piernas enclenques y el Objetivo General cada vez estaba más cerca de mi espalda.
De pronto, al entrar en un callejón estrecho vi un nicho en la pared y allí me refugié. El Objetivo General pasó de largo y cuando lo vi perderse al final de la calle respiré profundo y salí del escondite. Pero, ¡destino cruel!, una vez afuera el Objetivo General volvió a aparecer, esta vez acompañado por una horda de seres enjutos y con voces chillonas. Era un batallón de Objetivos Específicos. La jauría me persiguió por toda la ciudad. Recuerdo que pasé por mi oficina, por mi apartamento, por el club, por la casa de mi mamá y en todos los lugares los Objetivos Generales y Específicos me acosaban y me obligaban a seguir corriendo. Al final de la noche decidí rendirme y caí exhausto en una acera de la Avenida Oriental. Los Objetivos General y Específicos formaron a mi alrededor un círculo que se iba estrechando cada segundo.
Cuando empezaba a ahogarme mi mujer me despertó. Desayuné sin decir una sola palabra. Estaba cansado y temeroso por el complot de los Objetivos. Afortunadamente mi mujer y mis hijos respetaron mi espacio de autonomía relativa y no me preguntaron nada. Como todos los días, después de desayunar bajé al garaje y me dispuse a encender el carro para calentar motores mientras mi hija Clemencia se cepillaba los dientes. Al darle switche el carro no encendió. Tuve que hacer por lo menos cinco intentos hasta que el motor por fin se puso en marcha. Esto nunca me había sucedido y el sueño de la noche anterior volvió a mi cabeza. Dejé a Clemencia en el colegio y continué mi ruta cotidiana hasta la oficina.
Más adelante, en el semáforo de la Oriental con La Playa, le subí volumen a la música. Estaban tocando una canción alegre y con ritmo juguetón. Recosté la cabeza en el espaldar, tamborileé con los dedos sobre la cabrilla y me puse a mirar a los peatones que cruzaban la calle frente a mí. Muchos de ellos eran pobres que se dirigían a sus quehaceres diarios. Mientras oía la música y veía pasar frente al parabrisas esos rostros de mi tierra tuve un acceso de ternura. Estaba contemplando esas caras sufridas que eran la razón de mi vida, cuando lo vi. Era él. Caminaba entre un grupo de personas apresuradas. Volteó la cabeza y me miró de frente. Me estremecí. Pensé que podría ser una alucinación mía, pero en una segunda mirada comprobé que no podía haber duda: era un Objetivo General. Tenía ese mismo aspecto rígido y prepotente que tienen los Objetivos Generales, la misma mirada de ambición insensata, el mismo optimismo dictatorial.
Cuando el semáforo cambió empujé la palanca bruscamente produciendo un desagradable traquido en la caja de cambios. Arranqué a toda velocidad y llegué a mi oficina. No saludé a nadie y fui directamente a mi escritorio. Antes de empezar mi labor del día y acabar con los montoncitos que tenía retrasados di una última mirada por la ventana. Abajo, de un bus recién estacionado vi bajar varios, muchos seres pequeños sin identidad, que sólo parecían existir como parte del grupo. Me volví a estremecer. Corrí el vidrio y saque la cabeza para ver mejor. Tampoco había duda: todos tenían el mismo caminado tímido, la actitud apocada y el aspecto de vieja cositera de los Objetivos Específicos. Se dirigían a la entrada de mi edificio con sus pasitos cortos y constantes. Entonces cerré la ventana y corrí a mi escritorio. Era evidente: el mundo empezaba a ser invadido por los Objetivos Generales y Específicos. Decidí resistir acabando por lo menos con los que estaban a mi alcance. Rompí todos los montoncitos con clip y portada archivados en mis cajones y los que reposaban sobre mi escritorio. Rasgué todas las hojas con información de la COCOCOCO. Al terminar la operación pensé que una invasión de tal magnitud no incluiría solamente a lo Objetivos. Sabía que si volvía a mirar por la ventana seguramente me encontraría con la presencia de un paquidérmico Marco Teórico y que tras las montañas, en pocas horas, empezarían a aparecer batallones de Presupuestos, Cronogramas, Justificaciones… Sabía que la cosa era seria y que hoy en la tarde o mañana en la mañana podría aparecer sobrevolando el cielo de nuestra ciudad un Diagnóstico Comunitario y luego otro y otro más hasta conformar un escuadrón dispuesto a bombardearnos.
Entonces dejé mi escritorio y me dirigí al ascensor pasando frente a mis compañeros que permanecían sentados sobre sus escritorios, ignorantes del peligro que corríamos los trabajadores comunitarios y también ignorantes de la heroica acción que iba yo a ejecutar, ya no en pro de los pobres directamente sino a favor, cosa todavía más importante, de quienes trabajaban para que los pobres dejaran de ser pobres. Tomé el ascensor y subí seis pisos pensando que quizá por el otro ascensor en ese mismo momento estaban subiendo los Objetivos Específicos. Me bajé en el piso dieciocho y fui directamente a la base de sistemas de nuestra Corporación. Borré palabra por palabra cada Objetivo, cada Justificación, cada Cronograma, cada Marco Teórico que aparecía registrado en la memoria y para cerciorarme borré todos y cada uno de los verbos que aparecían registrados con sus terminaciones «ar», «er» o «ir». Terminada mi misión, supuse que a esas alturas los Objetivos ya se habrían tomado la oficina. Entonces decidí quedarme aquí en el piso dieciocho. Me senté frente a una pantalla y empecé a digitar rápidamente estas palabras para que quede constancia de que una vez más un hombre ha sucumbido como mártir, luego de entregar su vida completa a la lucha por los más necesitados.
Fuente:
Rivas Granada, Luis Miguel. Los amigos míos se viven muriendo (y otros relatos). Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, abril de 2007.