Presentación
Locos por las
Amazonas
—Octubre 6 de 2005—
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Con la participación de Faber Cuervo, investigador y economista. Ha publicado ensayos en el suplemento literario de El Colombiano, en las revistas Lecturas de Economía, Estudios Políticos, Oikos y Debates, de la Universidad de Antioquia, y en el periódico La Piedra de la ciudad de Envigado. Investigaciones: Recreación histórica de Envigado alrededor de la quebrada La Ayurá (1993 – 1994), Justicia Distributiva y Liberalismo Político en John Rawls (1997), El desarrollo local desde la Economía de las Realizaciones Humanas – Los casos de Envigado, Caldas, Segovia y Betulia (1998 – 1999), Historia del periodismo envigadeño (2000) y La prehistoria de Fernando González (2001 – Ver sección Vida en Otraparte.org). Autor de “¿Cómo nos ve el mundo animal?” (cuentos, 2001), “La frágil tolerancia de Occidente” (ensayos, 2003), “El Sol nació de la Luna” (ensayos, 2003) y “Locos por las amazonas” (novela, 2005). La lectura y el encuentro con el autor se centrarán en este último trabajo, publicado el pasado mes de agosto.
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Buscando a las Amazonas
—Fragmento—
“El mar casi muere de sed el año pasado, / los ríos quedaron dolientes con tanto veneno. / De frente a la economía, quién piensa en ecología, / si el dólar es verde y más / fuerte que el verde que había”.
Canción brasileña
Por Faber Cuervo
Calor y más calor. Selva y más selva. Agua y más agua. Navegamos sobre zonas extensas en las que sólo se veía líquido. Estábamos a merced del cielo y del agua. En cualquier momento se desencadenaba una tormenta. Nos sorprendía hasta en las noches que se volvían largas e intensas. La humedad y el calor nos pegaban las ropas a la piel como se adhiere el musgo a los árboles. Los mosquiteros no atajaban ni los bichos más grandes. Mosquitos y zancudos penetraban furtivamente y nos arruinaban el sueño. Rubén se palmoteaba constantemente. Su piel blanca atraía los insectos como las flores a los colibríes, a pesar de que era el más cubierto de todos. Cachucha, gafas, pañuelo raboegallo y camiseta amansalocos, le daban el aspecto de un turista americano. Su desespero lo llevaba a preguntar con frecuencia ¿Está lejos Manaos?
El hombre de pelo azul de Prusia se cubrió su cabeza con un turbante de los que usan los hombres en los desiertos. Parecía un egipcio de la antigüedad. Su aspecto era el de un faraón. La imperturbabilidad de ese hombre irradiaba una extraña atracción; un par de hermosas mulatas que viajaban llevando canastos con víveres, lo miraban con coquetería.
Los pueblos ubicados a orillas del Amazonas parecían pesebritos puestos para ser vistos desde las embarcaciones. Las fachadas de las iglesias y de las casas miraban hacia el río. Estas últimas, bien pintadas y sencillamente adornadas, parecían decir: ¡Miren! ¡Aquí estamos! ¡Existimos para la vida!
Bambúes, palmeras, miles de árboles gruesos y delgados, altos y enanos, arbustos, espinas, follaje espeso. En cada hoja microscópicas vidas. En cada tronco viejo, centenares de animalitos. Una coqueta mariposa con los colores más galantes, difíciles de imitar para un experto acuarelista, pasó por encima de nuestra embarcación y se dirigió hacia una playa aparentemente limpia, cuyo horizonte estaba cortado por un bosque uniforme, terriblemente bello por su incitante penumbra. El hombre peliazul cogió su jaula con la perra y se quedó en aquella playa.
—¡Quedémonos aquí!—nos gritó Pachito, agazapado a estribor mirando fijamente la ribera.
—¿Qué has visto?—contestó el negro quien estaba encaramado en unos bultos, desde donde contemplaba unos micos que parloteaban en la arboleda.
—Intuición. Allí, detrás de esa playa debe haber una tribu milenaria, unos conocimientos… siento la energía—explicó Pachito.
—¿Te cogió la fiebre?—le dijo Rubén con tono de burla.
—No. Es verdad. Recuerden que las amazonas se escondieron en lugares muy apartados. Si queremos conocerlas, debemos explorar. ¿Para qué llegar hasta Manaos? Allá no hay siquiera indios.
Pachito hablaba con convicción. Nos miramos, tácitamente nos dijimos que era el momento de arriesgar. La presencia del viajero peliazul en esos contornos nos aprovisionaron de una suerte de seguridad, tal era la atracción que esa misteriosa figura había ejercido sobre nosotros.
—Nos quedamos en esa playa—le informé al capitán. Este me miró asombrado.
—¿Sin Guía? ¡Allá sólo hay helechos gigantes y uno que otro caboclo—farfulló, en señal de que le desagradaba dejarnos en ese lugar. No quería ser responsable de lo que pudiera ocurrirnos.
—Capitán, ¿demora mucho la próxima gaiola?—pregunté para cerciorarme de que teníamos salvavidas en caso extremo.
—En una hora pasa otra más grande. Esta va hasta Belem do Pará. Pero, casi siempre van al tope de pasajeros y ya no recogen en las riberas.
—¿Y las embarcaciones que le siguen?
—Son pequeñas lanchas con algunos puestos libres, están dejando y recogiendo pasajeros a lo largo del río.
—Gracias, capitán. Entonces, ¡nos deja en esta playa, por favor!
—¡Vamos!
El hombre con su perra, vadeó rápidamente la playa inundada y desapareció en la espesura. Esa playa que observamos desde el centro del río, resultó ser un pantano de mediana profundidad. No comprendimos cómo aquel caboclo lo había caminado como si pisara terreno firme.
—¡Quítense las botas!, muchachos. ¡Se les llenan de barro y los hunde!—nos gritó el capitán desde la cabina de máquinas. Alcanzamos a ver que se rascaba la cabeza como queriendo decir “estos se lanzan a la aventura sin precauciones”.
—¿Llevan brújula?—fue lo último que le escuchamos. Ya íbamos con las botas en las manos y un morral de sesenta kilos en la espalda. Evitamos contestar para no arrepentirnos de haber saltado al agua.
Nos internamos por un bosque acogedor. Rubén se rayó un brazo en un tronco espinoso que no vio por andar con el ojo clavado al piso. Ya había manifestado que lo que más temía eran las víboras. No vimos una sola durante toda nuestra permanencia en el corazón de la selva. ¿Dónde andaban las serpientes? Seguramente, de vacaciones como nosotros.
En dos horas de excursión por entre ese bosque tupido, no nos encontramos con ningún animal grande. Nos abrumó la abundancia de clorofilas y savias, de hojas en cualquier variedad de textura, tamaño y color; lianas, troncos de todos los calibres; ramas y enredaderas; hongos, arbustos, hierbas y fruticos, que no nos atrevimos a recoger para alimentarnos, pues desconocíamos si eran comestibles o venenosos. Este primer reconocimiento del terreno resultó casi un juego para nosotros, pues avanzábamos sin obstáculos por un suelo mullido que nos convertía en unos aficionados amazonautas. En el piso, un entrevero de lianas y raíces, el apelmazamiento de hojas secas con helechos en descomposición, forman un colchón. Temíamos hundirnos en un hueco, debajo de ese piso falso. Todo huele a humedad y a podrido. El olor es de antigüedad, de vetustez, pero a la vez es de frescura, de vida en ebullición. Asistimos allí, a un ritual de fermentación donde todo está pereciendo para poder entregar alimento a los millones de vidas que están germinando. Hay una lucha a muerte entre plantas, hierbas y capullos, para capturar un rayito de sol. Es la guerra por la sobrevivencia en un territorio donde bulle la vida en un extenso laboratorio natural. Plantas parasitarias se aprovechan de los troncos de los árboles para chupar la sangre que circula por sus paredes. Bromelias y platanillos hacen asomar sus puntas de hermosos colores cabalgando sobre las cortezas de ciclópeos árboles. Plantas útiles, perseguidas por estudiosos de las propiedades curativas, crecen henchidas de salud entre los doseles de los árboles. Los perezosos bajan de los totumos gigantes a defecar en el suelo como un pacto de agradecimiento con la madre tierra. En un santiamén desaparecen los bollitos dejados por estos animales caritristes. De modo similar, apenas aparecía un rayo de luz en el piso, acudían varias planticas para ganarse sus beneficios. Recorrimos sitios donde la mirada chocaba con bloques de verdes y más verdes, el azul del cielo estaba totalmente ausente. El negro miró hacia arriba, a través de un claro en los copos de los árboles y comentó:
—¡Nubarrones a la vista!
El cielo empezaba a tomar un color grisáceo vaporoso acompañado de un aire melancólico. Una ráfaga de viento helado se coló por entre los maderos de la arboleda y nos envolvió sobrecogiéndonos de pavor. Qué desazón y angustia desata una tormenta en medio de la selva. Armamos las carpas aprovechando los troncos de unas palmeras que permanecían incólumes con las ventiscas. Con bambúes levantamos una especie de empalizada alrededor de la carpa para que no la arrastrara la masa de helecho que empezaba a correr por entre los árboles como una pequeña avalancha. Unas hojas gigantes de victoria regia, que le arrebatamos al lecho del río, nos sirvieron para levantar una sobrecarpa a media agua y proteger de ese modo, el techo de nuestra vivienda, pues amenazaba caer de los copos de los árboles una tempestad de hojas secas y viejas.