Presentación Entrecasa
La princesa y el cuervo
Amores efímeros que se
recuerdan para siempre
—26 de abril de 2023—
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Marlon Enrique Soto Sánchez (Barrancabermeja, 1996) sintió fascinación por la literatura desde su infancia gracias a los cuentos infantiles que le obsequiaba su madre y los libros disponibles en una biblioteca cercana. Ya en la adolescencia se interesó por la escritura, inicialmente la poesía, luego el cuento y actualmente aspira a ser novelista. Tras terminar sus estudios de Trabajo Social en la Universidad de la Paz de Barrancabermeja se mudó a Itagüí, Antioquia, y actualmente forma parte del equipo de trabajo de El Café de Otraparte.
Presentación «Entrecasa», franja cultural en la que la Corporación Otraparte celebra el talento de sus empleados y colaboradores.
Artista invitado:
Andrés Palacio
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¿Imaginan conocer el amor a través de la tragedia? Es el caso de Alicia García, una mujer de gran atractivo y heredera de una familia aristocrática, pero quien carece de la aprobación y afecto familiar siendo así víctima de un abandono emocional, y Sebastián Cuervo, un joven que busca desesperadamente la muerte en luchas callejeras, lleva una vida rebelde y promiscua y se siente abandonado en el mundo. Ambos comparten demonios en común: soledad y depresión. Son estos factores los que favorecen una atracción entre ambos que al principio les es difícil asimilar, pero, cuando finalmente lo hacen y se deciden a ser felices, tragedias pasadas los alcanzan y resultan tener en común mucha más historia y demonios de los que imaginaban. Dramas y mentiras les aguardan en el camino. ¿Será acaso el amor entre ambos una utopía?
El Autor
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Marlon Enrique Soto Sánchez
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La princesa y el cuervo
~ Capítulo 1: Alicia ~
Soy una maldita princesa caprichosa o al menos eso dicen los que tienen la mala suerte de conocerme. Es mi virtud ser hermosa, como es natural en una mujer, sin embargo, mi estética va más allá de los parámetros naturales del aspecto femenino, llámese bendición o maldición, a la vista resultó ser bastante agradable, como una obra de arte, una cabellera dorada que brilla como el sol, unos ojos esmeralda, una cutis tan delicada y blanca como la de Cleopatra y una cintura esculpida como guitarra, pero… eso es solo vista, fuera de mi privilegiada genética no puedo presumir de ningún otro talento más allá del arte de seducir y manipular hombres para hacer realidad cada uno de mis caprichos.
¿Por qué me refiero a mí misma de ese modo? Si acaso deseas darte aires de Sigmund Freud y psicoanalizarme o crees que necesito hacer catarsis y al leer estas letras estarás haciendo tu acción filantrópica del día, pues bien, lo primero que debes saber es que mi autodenominada «crisis existencial» se origina desde antes de mi existencia; no fui concebida con amor y la verdad ni idea de qué signifique ser amada, no recuerdo un momento en mi vida en que me haya sentido así, los hombres me desean, son fogosos, no anhelan otra cosa de mi más allá de mi cuerpo, es decir, no me aman. Ninguno. Sólo mienten al respecto.
Ocurrió con mi madre, la desearon, ella se entregó, sembraron una semilla en ella y hecho ya el daño aquel extraño la abandonó. Mis abuelos, descendientes de emprendedores aristocráticos cuyo pasatiempo favorito es menospreciar a los demás, no podían tolerar una deshonra de esa dimensión. Su única hija, embarazada de un vulgar plebeyo. Buscaron entonces al más tonto para hacerse cargo del paquete. Ese tonto es el hombre que toda mi infancia consideré mi padre hasta que la verdad se presentó ante mí de una manera brutal y despiadada.
Era octubre del 2008 en la ciudad de Bogotá. Tenía para entonces once años cuando me desperté en medio de la noche a causa de la sed y escuché accidentalmente a mis padres discutir en la cocina de forma intensa. Ellos nunca se llevaron bien desde que tenía memoria, hasta esa noche entendí el porqué. Mi padre protestaba acerca de lo infeliz que era y que lo único que podía rescatar de bueno en aquel teatro de relación era mi hermana menor, Alba, lo demás era sólo evocaciones de una perpetua condena en el infierno. Mi madre se defendía argumentando que no había sido su decisión y que de hecho jamás había solicitado su ayuda, que fueron sus padres quienes habían resuelto un matrimonio que sólo significó firmar su propia sentencia. Y finalmente una mortal puñalada salió de boca de mi padre:
—¡Esa mocosa ni siquiera es mi hija! No sé cómo la he soportado por toda una década. Confundida, entre las lágrimas y el pánico, no logré hacer más que asomarme en la cocina para que me vieran y rindieran ante mí una anhelada explicación. Lo único que recibí fue más desprecio. Mi antes llamado padre sólo me miró con una sonrisa burlona mientras expresaba:
—Hasta que te enteras.
¿Y mi madre? Ella suspiró como si de pronto se hubiera quitado un peso de encima. Debí sospecharlo; la negación de mis padres y abuelos a asistir a mis actividades del colegio, enviar a la empleada doméstica a recibir mis calificaciones, mis berrinches ignorados, las horas en casa completamente sola, las actividades familiares que observaba desde algún rincón, los insultos, las mofas, el favoritismo hacia mi hermana; ahora todo tenía sentido, antes de nacer ya estaba escrito que sería infeliz y que mi belleza sólo era una compensación por la falta de amor y dicha que me hacían falta.
Resulta que mi supuesto padre fue comprado. Cuando la única hija de la honorable familia Urrutia, oriunda de la ciudad de Medellín, fue mancillada por un vulgar extraño, la solución fue ofrecer una alianza empresarial a una familia dueña de una compañía en Bogotá que lamentablemente estaba a unos pasos de la quiebra, así surgió la constructora más influyente de la región, Urrutia García Ltda. Haciendo referencia a los apellidos de las familias que conformaban la organización, lo que públicamente se desconocía es que a cambio de esta unión empresarial, los García debían ofrecer a su hijo mayor en matrimonio para que se hiciera cargo de la joven e irresponsable heredera de los Urrutia. Los García aceptaron la oferta y la felicidad de ambos herederos fue víctima de un trueque siniestro.
Tras enterarme de la verdad mis padres se divorciaron y yo fui enviada a un convento de Medellín donde me sentí desechada. Yo, cuyo único error había sido ganarles la carrera a los demás espermatozoides, ser concebida y traída al mundo, aunque esto último fue más bien error de mi madre.
Para completar mi desgracia, a la edad de catorce años fui raptada por un intruso que logró furtivamente en la noche adentrarse en las instalaciones, infiltrarse a mi alcoba, dormirme con quien sabe qué clase de narcótico y trasladarme a un apartamento de mala muerte en el que desperté sin poder defenderme por encontrarme amordazada, amarrada y semidesnuda mientras aquel pedófilo deleitaba su vista con mi cuerpo. Se acercó, susurro algo que no entendí, tal vez por el ataque de pánico que tenía en el momento, luego puso el índice de su mano derecha en uno de mis pechos, sonrió y unas lágrimas brotaron de sus ojos, posiblemente le hacía feliz el sólo imaginar tomar mi virginidad. Se escuchó entonces una puerta cerrarse violentamente, el pedófilo volvió su mirada hacia atrás, se trataba de un chico, posiblemente coetáneo a mí. Llevaba puesta una gorra que me impedía ver en totalidad su rostro, vestía con harapos y llevaba en una de sus manos una bolsa de leche y en la otra un paquete de pan, al ver la escena soltó susodichos productos y entró en confrontación con quien parecía ser su padre. Por lo visto ser el primogénito de un desgraciado no le restaba humanidad al muchacho quien con su diminuto cuerpo intentaba a toda costa alejar al abusador de mí.
En medio de la algarabía el pedófilo arrastró al chico a la cocina donde continuaron la contienda, lo que sea que se decían con tanta histeria no consigo evocarlo porque estaba más preocupada por escapar de aquel manicomio al que fui invocada sin mi aprobación. En lo que me sacudía y trataba de liberarme de las sogas escuché un estruendo en la cocina, algo había caído al suelo, luego un aullido de dolor paralizó mi cuerpo, aunque estaba oscuro pude verlo, un pequeño charco de sangre emergiendo de la baldosa blanca de la cocina. Momentos después el chico se asomó sigilosamente, temblando, se recostó contra el umbral de la puerta y dejó que su cuerpo se deslizara por la pared hasta terminar sentado en el suelo. Miraba hacia arriba con lágrimas empañando sus ojos, lo supe porque se limpió el rostro con el costado de una de sus manos. Segundos después se reincorporó tomando el cuchillo en sus manos y se acercó a mí, no podía ver su expresión, de seguro era de duelo.
Aun cuando el afilado cuchillo acarició mi piel y sentí su consternada respiración, no tuve miedo. Fue la primera vez que confíe en alguien. Cortó la soga, más no retiró la mordaza de mi boca, intérprete que no quería que yo le hablara, así que ni intenté hacerlo, acercó sus labios a mi oído y susurró:
—Hoy ha muerto una parte de mi para que tú vivas, así que vive. Si me quieres agradecer de algún modo… sólo… vive.
Lo siento, te fallé héroe mío, quisiera cumplir tu petición, pero para empezar no sé qué significa vivir, mucho menos sé cuál es mi propósito en el mundo. Así que a ti será el único a quien dedicaré estas palabras: ¡perdón!
Fuente:
Soto Sánchez, Marlon Enrique. La princesa y el cuervo. Autoreseditores.com, 2023.