Conversación

La crítica literaria
hispanoamericana

Una introducción histórica

—15 de julio de 2021—

Sebastián Pineda Buitrago - Foto © Ramón Tecolt

Sebastián Pineda Buitrago
Foto © Ramón Tecolt

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Sebastián Pineda Buitrago (Medellín) es doctor en Literatura de El Colegio de México con estancia de investigación en la Freie Universität Berlin (Universidad Libre de Berlín) y maestría en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Madrid. Actualmente es profesor-investigador y coordinador de la Maestría en Literatura del Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana Puebla. Ha publicado, entre otros libros de ensayo, «La musa crítica» (2007), «Breve historia de la narrativa colombiana» (2012), la antología «Comprensión de España en clave mexicana: Alfonso Reyes y la generación del 14» (2014), «Tensión de ideas: el ensayo hispanoamericano de entreguerras» (2016) y «Reyes vanguardista: técnica y fantasía» (2021). Así mismo, en 2017 escribió el prólogo y coordinó la reedición de «La Decena Roja», crónica novelada de Porfirio Barba Jacob sobre el comienzo de la Revolución Mexicana. En 2021 ganó el XII Premio Juan Andrés de Ensayo e Investigación en Ciencias Humanas que otorgan el Instituto Juan Andrés de Comparatística y Globalización y el Grupo de Investigación Humanismo-Europa de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alicante, España, por su ensayo «La crítica literaria hispanoamericana: una introducción histórica».

Conversación del autor con Santiago Pérez Zapata, doctor en Historia de la Universidad de los Andes, profesor de la Universidad Unicervantes en Bogotá e investigador de la historia intelectual colombiana, particularmente de la época conocida como Regeneración, así como del pensamiento político del periodo de entreguerras. Se hará énfasis en la obra de Fernando González Ochoa.

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Premio Juan Andrés de Ensayo e Investigación en Ciencias Humanas

Premio Juan Andrés de Ensayo e
Investigación en Ciencias Humanas

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Condensar 500 años de historia intelectual en un ensayo de cinco capítulos no es tarea sencilla; menos si se incluye un prólogo formativo con antecedentes de la Antigüedad. El Dr. Sebastián Pineda Buitrago, coordinador de la Maestría en Literatura Aplicada de la IBERO Puebla, lo hizo en la forma de La crítica literaria hispanoamericana: una introducción histórica. No existe una historia de la crítica hispanoamericana. Los estudios existentes se concentran en periodos específicos, pero abandonan el recorrido histórico debido a la creencia de que la crítica como disciplina es producto de la modernidad. Pineda Buitrago dedica sus esfuerzos a desmentir este y otros supuestos, lo que lo ha hecho acreedor del XII Premio Juan Andrés de Ensayo e Investigación en Ciencias Humanas, entregado por el Instituto Juan Andrés de Comparatística y Globalización de España. El libro, concebido en 2016 desde la comprensión y el amor intelectual, abona a la reivindicación de figuras hispanohablantes como José Lezama Lima, sor Juana Inés de la Cruz y Pedro Henríquez Ureña. Como se apreció durante la ceremonia de entrega del reconocimiento, la reconstrucción histórica del catedrático de la IBERO Puebla eleva al nivel de la cultura románica las aportaciones a la humanidad de una lengua que actualmente es hablada por cerca de 600 millones de personas.

Roberto Pichardo Ramírez

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Fernando González como crítico

Reflexiones sobre la violencia
en el periodo de entreguerras

~ Fragmento ~

Por Sebastián Pineda Buitrago

El papel de la violencia para asegurar la escisión entre el proletariado y la burguesía lo teorizó explícitamente Georges Sorel en sus Réflexions sur la violence (1908), en cuyo capítulo segundo afirmó: «Mucho trabajo cuesta comprender la violencia proletaria cuando se intenta razonar con ayuda de las ideas que la filosofía burguesa ha difundido por el mundo. Según esa filosofía, la violencia es un residuo de la barbarie, y está llamada a desaparecer bajo la influencia del progreso de la Ilustración» (p. 128). Y más adelante: «No vacilo en declarar que el socialismo no puede subsistir sin una apología de la violencia. En las huelgas es donde el proletariado afirma su violencia» (p. 371). La Tercera Internacional de 1919, al sancionar el marxismo-leninismo como la ideología oficial, se propuso propagar por todo el planeta una «guerra a muerte contra los ricos y sus acólitos» (Lenin, «Cómo organizar la competencia», Pravda, 5/1/1919). En otro texto de Sorel, La ruina del mundo antiguo: concepción materialista de la historia (1901), hay una crítica al parasitismo del talento literario como una de las causas más serias de la corrupción de las clases ilustradas. Políticos, abogados y literatos ignoran la economía. En consecuencia, se necesitan más técnicos que rétores o «intelectuales».

Fernando González (1895-1964) fue un pensador, un crítico, un ensayista del periodo de entreguerras (1914-1945). Es decir, si se quiere entender su obra, no sólo hay que ponerla en tensión con los movimientos fascistas y comunistas, sino como una profunda reflexión —crítica— sobre la Violencia. La palabra así escrita con mayúscula, Violencia, está explícita en el primer párrafo de una de las novelas colombianas más representativas de la época de entreguerras, La Vorágine (1924), de José E. Rivera. Dicho esto, es sorprendente encontrarse en Fernando González con reflexiones muy parecidas a las de Sorel en su crítica a la intelectualidad. Dice en Los negroides (1936): «En Suramérica hay marxistas, bolcheviques, izquierdismos y derechismos, nombres de absoluta vanidad en tierras que no han principiado a vivir». Fernando González reivindicaba a los provincianos antioqueños, «raza judía y trabajadora», para oponerse a los «intelectuales» decadentes de Bogotá que dominaban la política colombiana. Y en esta identificación con los más provincianos, Fernando González constituyó su fuerza retórica. ¿Asumió Fernando González una religiosidad fundada en el mito de la violencia?

«Preparémonos para predicar en las montañas antioqueñas. Esto es seguro. Habrá una dictadura sombría, de bogotanos con calzones perfumados, y la combatiremos con los himnos del loco Epifanio. Porque, ante todo, somos libres en Antioquia y reclamamos la tiranía activa. Si hubiere dictadura, que sea nuestra». (F. González, Cartas a Estanislao, 1935).

O bien:

«Verdad es que el pueblo antioqueño ama el dinero; verdad es que el antioqueño parece alindado por alambre de púas, pero ¿cómo tener la rosa sin las espinas? Todo defecto es aparente; no hay defectos sino cualidades; para un educador sólo valen los hombres que tienen energía porque precisamente el fin de la cultura es encausar aquélla. Para el maestro lo único malo es la apatía, los niños u hombres a quienes los vulgares llaman «buenos»». (F. González, Los negroides, 1936).

En 1924 Gandhi planteó lo siguiente: «Los occidentales son místicos a su modo. ¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en Occidente que la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra. Sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Pertenecen a la vida terrena y no a la vida celeste» (citado por Ferreti, p. 94). Se trata también de lo que en 1922 Carl Schmitt llamó en un libro homónimo Teología política (Politische Theologie), cuya esencia consiste en que «todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados». En este sentido, más que una mística, las reflexiones de Fernando González equivalen a una auténtica teología política. Lo interesante es que dicha teología política se inscribe, a juzgar por la fecha de la publicación del libro de Schmitt, en el contexto de las vanguardias históricas. Pues en 1922 se publicaron también dos poemarios imprescindibles de la lírica vanguardista, Trilce de César Vallejo, y The Waste Land de T. S. Elliot, sin mencionar el Ulises de Joyce.

Llegados a este punto, no hay que olvidar que el activismo, antes de ser político, fue artístico. Kart Hiller lo definió como una tendencia del Expresionismo alemán en virtud de que la rebelión psicológica se elevó a reforma práctica y social. El activismo, como culto del acto, nació como reacción a la represión del heroísmo y de la epopeya por parte de la sociedad burguesa o capitalista. Ésta solamente admitió el tipo de héroe como el del dandy y el criminal —según lo observó Baudelaire en 1846 en De l’heroisme dans la vie moderne— de modo que, para la época de las vanguardias históricas, se agudizaron las dos alternativas de rebeldía frente al mundo burgués y capitalista:

1) La disidencia aristocrática o señorial (la del dandy).

2) La transgresión plebeya o proletaria (la del criminal o el bandido).

¿En cuál de ellas encarna Fernando González? Si la disidencia del dandy o del artista decadentista expresaba una nostalgia por el mundo aristocrático, bajo la suposición de que las artes gozaban del patrocinio de la Corona o de la Iglesia, la transgresión plebeya o proletaria expresaba una nostalgia por el bandidaje romántico de la Edad Media, esto es, por quien despoja a los ricos para darles a los pobres. Ambos casos se explican como la tesis y la antítesis de la rebeldía contra el mundo burgués, cuya síntesis vendría a ser una Dialéctica de la Violencia. Es decir: una violencia que no se contenta con expresarse en el acto concreto, sino que exige además una exaltación teórica e ideológica, y que anhela no sólo llegar a ser acción, sino mito en el sentido soreliano de la palabra.

En la década de 1930, luego de escribir Viaje a pie (1929), Fernando González se trasladó a Italia en calidad de diplomático del gobierno liberal de Olaya Herrera. En este punto, fundamental para la comprensión de su obra, quizás no se haya puesto la suficiente atención en dos hechos. El primero es que el viaje a Italia es, en la literatura occidental, un auténtico género literario desde los dos Garcilaso (el español y el peruano), Quevedo, Cervantes, pasando por Goethe y Heine, hasta Stendhal, quien acuñó lo del «síndrome de Florencia» para referirse a la enfermedad de los sentidos en quien no está acostumbrado a tanta belleza arquitectónica. No hay que olvidar que en Italia está el 70% del patrimonio artístico de la humanidad. El segundo hecho es que Fernando González contempló desde Italia el nacimiento del fascismo como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y en respuesta o imitación del comunismo soviético cuando D’Annunzio redactó la Constitución de Fiume, de donde nació la «utopía del Fasci Italiano di Comattimento», es decir, el Partido Nacional Fascista que duró de 1921 a 1943. Si el fascismo italiano fue la respuesta europea contra el comunismo ruso, esto es, la de absorber los oponentes políticos en lugar de dejar que estos se expresen abiertamente y reconocieran el conflicto, el liberalismo italiano de Fernando González fue hasta cierto punto antifascista en cuanto, con sus propios medios, reconocía que la libertad se lograba a través de la lucha y el conflicto. En consecuencia, la única manera de no caer en el fascismo consistió en rechazar la educación nacionalista, adquiriendo los medios para asimilar la gran cultura europea. Se trataba de adquirir una mística revolucionaria. ¿Pero realmente la adquirió Fernando González? ¿No se opuso demasiado al intelectualismo, por un lado, y a la migración europea a Colombia, por el otro?

[…]

Si Fernando González es un «crítico» y un «ensayista», ¿qué entendemos por «Crítica» y por «Ensayo»? Vale la pena repasar los puntos centrales de la teoría del ensayo de George Lukács en cuanto es contemporánea, hasta cierto punto, del tipo de ensayística que practicó Fernando González. Lukács, antes de convertirse en marxista y de ser uno de los ideólogos o teóricos tolerados por el régimen soviético, fue neoplatónico si cabe el término. Pues, además de que su teoría del ensayo es un texto epistolar dirigido a un amigo íntimo en una actitud claramente dialógica y dialéctica, Lukács reivindicó a Platón como el más grande ensayista de todos los tiempos en franca disputa con la modernidad aristotélico-kantiana. El primer texto que abre El alma y las formas (1911) se titula «Esencia y forma del ensayo». En él, Lukács hace una operación brillante: «el tema del ensayo es la crítica como obra de arte, como género artístico» (2015, p. 92). La intelectualidad como vivencia sentimental, el punto de vista o concepción del mundo mediante las mentalidades o las ideas, en efecto, son formas que no podrían expresarse sino mediante la crítica, cuya principal forma de expresión son los géneros ensayísticos. Sólo que, en lugar de recurrir a la trama, el nudo y el desenlace de la narrativa tradicional, o de la introducción, desarrollo y conclusiones de una tesis académica, el ensayo artístico no sólo rompe con tal sincronía, sino que asume su realidad en el tono ya sea de ironía, de invectiva, de indignación o de admiración. Pues los materiales del crítico no son tanto las anécdotas o la experiencia empírica, como la experiencia literaria y la contemplación de la historia del arte. Pero los escritos de los ensayistas no son solamente para explicar libros o imágenes (crítica literaria o de arte o política o cinematográfica), sino para explicar —comprender— la realidad política del mundo. Valorar los ensayos de Fernando González bajo esta perspectiva ayudaría a comprender mejor el periodo de entreguerras (1914-1945), particularmente en Colombia, un país caracterizado por una Violencia endémica.

La época de Fernando González corresponde a la de las vanguardias históricas. Esto quiere decir que él asumió la praxis del periodismo cotidiano como una dimensión artística. La ensayística de Fernando González se hace más comprensible recurriendo a la teoría de las vanguardias históricas cuya temporalidad podría extenderse desde los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial hasta la de comienzos de la Segunda (1909-1939), temporalidad en la que, en lugar de obras de arte acabadas o con una finalidad específica, hay más bien manifestaciones fragmentarias y sin finalidad (Bürger, 2009: 72), es decir, manifiestos, panfletos o artículos de periódico. Lo verdaderamente asombroso es que los artículos periodísticos de Fernando González, desorganizados, inacabados, fragmentarios y dictados por la ocasión inmediata, reacios a encajar dentro de un cuerpo doctrinal coherente y desarrollado, adquieran a menudo la temperatura de un «poema en prosa». Este género literario, acuñado por Baudelaire, responde a una voluntad estética cuya condición se cifra en la brevedad, fragmentariedad y expresividad (Aullón de Haro, 2016, p. 134). Pues tales géneros, el poema en prosa, el fragmento o el ensayo breve, dieron cabida a la integración de contrarios y a la supresión de la finalidad, es decir, a la progresiva libertad del escritor para tocar todo tipo de temas, sin las barreras actuales de la especialidad excesiva, es decir, sin la teleología o necesidad de una tesis o conclusión.

En este sentido, los ensayos de Fernando González responden, en parte, a la definición que del poema en prosa dio Baudelaire en la dedicatoria a Arséne Houssaye de los Pequeños poemas en prosa o Le spleen de París: «el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, flexible y sacudida lo bastante para ceñirse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia» (1948, p. 3). La forma del poema en prosa responde a la vida anímica de las grandes ciudades, a la intensificación de la vida de los nervios, según lo vio George Simmel (cit. por Gutiérrez Girardot, 2005, p. 112). La obra de Fernando González se mueve entre las dos modalidades de las vanguardias históricas que Walter Benjamin planteó en su célebre ensayo de 1932, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (2003: 35):

1) Estetización de la política, es decir, el arte al servicio de los movimientos de masas sin que estos afecten las relaciones de propiedad en la medida en que las diferencias entre burguesía y proletariado se armonizan en la causa común de la defensa nacional contra la agresión extranjera, de tal modo que la violencia —tal fue el principal postulado del primer Manifiesto futurista de Marinetti— sea un goce estético de primer orden: la guerra como la mayor higiene del mundo y como moral educadora.

2) La politización del arte, es decir, estetizar la utopía marxista como la principal defensa contra la guerra imperialista bajo la suposición de que el mundo entero sucumbiría bajo el «profetismo proletario de Marx», la dictadura del proletariado, a tal punto que los indígenas, negros, mulatos y «blancos» campesinos antioqueños se abrazarían fraternalmente con los proletarios chinos, hindúes y soviéticos.

Fuente:

Comunicación personal.