Presentación
Krakatoa
—Abril 5 de 2018—
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Jonatan Echeverri Londoño (Caldas, Antioquia, 1989) recibió en 2014 el Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía por su libro “La corbata de Nerval”, y el año siguiente ganó el Estímulo al Talento Creativo en Cuento de la Gobernación de Antioquia por “Consideraciones del polvo”, luego de lo cual comenzó a escribir los relatos que componen “Krakatoa” (2017). El anonimato, el absurdo, la ausencia, son los temas más frecuentes en sus páginas. Los seres que giran en torno a un mundo inarticulado constituyen aquello que para el autor decide la escritura misma: el asunto de la marginalidad.
Presentación del autor y su obra
por Carlos Andrés Jaramillo.
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Nos limitaremos a señalar una idea que, a nuestros ojos, atraviesa este espacio de la imaginación. Los personajes están sometidos a un proceso de deconstrucción de la subjetividad social. La trama de las relaciones ordinarias del hombre social se ha roto debido al tedioso peso de los días, dando como resultado una oscura caída en la que cada personaje, paradójicamente, se pierde para encontrarse. En el mundo-Krakatoa los personajes soportan dicha ruptura social y, en consecuencia, son arrojados lejos de casa a una continua búsqueda y espera. ¿Qué buscan?, ¿qué esperan? Nada; es decir, no hay respuesta que sacie el hambre infinita e indefinida que los gobierna. […] En este proceso deconstructivo han perdido el nombre, viven en el anonimato, son los recién nacidos de un mundo angustiosamente abierto, delineado por calles enfermas y por una interminable noche espesa. Las paredes se agrietan: Krakatoa es la eclosión de un nuevo orden, la interjección bautismal del primer día.
Diego H. Torres O.
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Jonatan Echeverri Londoño
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Las noches de Lichtenberg
Señores, soy vigilante, velador, guardia nocturno, lo que ustedes quieran. Soy un hombre con una sombra oblicua, una linterna y un mazo. Tengo un puñal, pero eso es otra cosa. No les temo a los pálidos. Ya saben ustedes: los pálidos viven en las grietas, en las zanjas, en los resquicios, en los huecos de la ciudad. Voy con Fausto hasta los rincones donde solo se puede oler, donde se incuba el miedo: no crean que es poesía, no se dejen engañar. No hay otra forma de decirlo, señores: el miedo es una criatura, igual que lo es un reptil, un crustáceo o esos peces que cargan las edades del mundo en los abismos del mar. Sí, el miedo, Fausto es quien me lo dice en sus ojos; siento todo el peso de la amenaza a través de él.
Se me ha llamado hipocondriaco, lo sé. Y puedo nombrar las 13 enfermedades que padezco. Lo que me exaspera cuando hablan de esto es que nadie reconoce el valor esencial de mis dolencias, y mi fidelidad a la noche, a pesar de ello.
Hoy quiero desnudar este cuerpo hecho para el escarnio y la bicicleta. Quiero que comprendan el origen de una profesión, el origen de una “metafísica”, si permiten esta palabra en un hombre que, poseído, enfrenta la oscuridad con su perro.
Soy una cosa de día y otra de noche; de día siempre estoy enfermo. Sin embargo, la noche, señores, despierta en mí a una criatura capaz de ensayar, en menos de cinco minutos, 62 maneras de sostener el rostro con la mano. No presumo. Soy de temperamento nervioso; miren mis manos, aprecien toda mi figura y nada les parecerá más nervioso, más excitado. Pero no hablo de un mal, hablo de una voluntad.
Sí, señores, mis enfermedades me han obligado a pensar. La úlcera en el hígado, por ejemplo, habla de un pasado alcohólico que nunca tuve, y no dejé de anhelar. Mi peor enfermedad ha sido la abstinencia. Quise tener vicios, pero mi timidez me encerró en un cuerpo vacío, que poco a poco llené con nombres amenazantes como hidropesía, marasmus senilis, asma convulsiva, ictericia, agua en la cabeza…
Conozco taxistas y vendedores ambulantes; sé de los lugares donde se ocultan los pálidos; trato con jíbaros y proxenetas; en las esquinas y deformaciones de la calle siento el pulso de cada hora transitada… La noche… —perdón—, la noche tiene sus filos. Recibí dos puñaladas: una casi me vale un ojo y la otra me condenó varios días a una camilla y a la miopía de una enfermera. Nadie, entre mis colegas y familiares, celebró mi arrojo. Aún se burlan. Dicen que me gusta pelear por harapientas.
Vine a proponerles la “metafísica” de un oficio, pero solo he dado vueltas. Esa “metafísica” tiene que ver con el cambio imprevisto de mi carácter. Un ser en la noche, otro en el día; un hombre con su linterna poseído por una extraña voluntad, y un enfermo, cuyas dolencias imaginarias tienen pasado y porvenir. Me gustaría hablarles, sobre todo —el tiempo se agota—, del ser nocturno. De día esta figura macilenta vive en el temblor. Le temo al mundo, a mi esposa, a mis hijos; recibo poco dinero y todo lo entrego. Apenas reconozco a Fausto, y nunca me le acerco; tampoco me atrevo a montar en bicicleta. De calores y fríos está hecho este cuerpo incapaz de dejar la cama. Pero, aunque no crean, señores, llega una hora —sin darme cuenta estoy vestido—, una hora donde todo es alivio y pulsación. Llevo el mazo, la linterna y mi sombra oblicua por calles anónimas, implacables. La tensión es permanente. No soy en la noche, no pienso; sin embargo, lo penetro todo y todo me penetra. Bajo la máscara de vigilante se contorsiona un animal extraño.
Debo concluir a secas, pues no he venido a defender nada. Vine a exhibir un cuerpo, fruto de la imaginación, la luz y la noche. Eso es todo, señores, muchas gracias.
Fuente:
Comunicación personal.