Lectura y Conversación
Juan Diego Mejía
—Agosto 11 de 2005—
Juan Diego Mejía (Medellín, 1952) es uno de los escritores colombianos más representativos de la segunda mitad del siglo veinte. Con la paciencia y precisión de su formación matemática (Universidad Nacional) ha logrado construir una obra sólida que ya es referencia obligada a la hora de hablar de los novelistas posteriores a García Márquez. Su novela “El cine era mejor que la vida”, ganadora del premio Colcultura en 1996, lo proyectó como un narrador dueño de una palabra poética y un mundo que refleja la vida de seres anónimos y felices. Sus personajes se mueven por las calles de la ciudad, a las que llama por su nombre como una manera de despertar del sueño y volver a sentir la agitación de otros años. Mejía se caracteriza por cultivar una escritura fresca y profunda que logra describir el mundo de los jóvenes que irrumpieron con sus sueños y utopías en los años 70. Productor de cine y televisión, se desempeñó como director del Canal Universitario (Canal U) y actualmente es el Secretario de Cultura Ciudadana de Medellín. Ha publicado “Rumor de muerte” (cuentos, 1982), “Sobrevivientes” (cuentos, 1985), “A cierto lado de la sangre” (1991), “El cine era mejor que la vida” (1997), “Camila todos los fuegos” (2001) y “El dedo índice de Mao” (2003).
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El cine era
mejor que la vida
—Capítulo Uno—
Por Juan Diego Mejía
Por aquellos días, Mejía y yo estábamos unidos por el cine. Empecé a entenderlo esa tarde cuando fuimos a ver El gran escape en el Junín, y ahora, tanto tiempo después, pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar conmigo, sonriendo a veces, y sacando como un mago de sus bolsillos colombinas y otros dulces que me mantenían ocupado.
Para mí es toda una maravilla estar aquí un día de semana a las cuatro de la tarde. No hay gritos de otros niños como en los matinales, tampoco intercambio de revistas de vaqueros en la puerta de entrada, ni se sienten las respiraciones ansiosas y los pasos torpes corriendo por los pasillos.
Estoy en un cine de adultos, a una hora en que Mejía debería estar trabajando como cualquiera de los padres de mis compañeros de clase. Adentro se vive una oscuridad a medias, con un telón grande y de un terciopelo entre morado y negro que se mece levemente en las cercanías del piso.
Lo empuja el viento del pasillo que viene de la salida de emergencia por donde no hace mucho salieron los de la función anterior. Han entrado sólo unos cuantos espectadores que conversan en voz baja por temor al eco de sus palabras en el teatro vacío. Miro a todos los lados sin descuidar cualquier posible movimiento del telón. Saboreo en silencio la colombina de frambuesa y de vez en cuando le echo una mirada a Mejía como asegurándome de que todo esté bien en él. Ya bastante ha hecho trayéndome a ver esta película en función matiné, y más que esto, valoro su acción heroica de esta tarde en el colegio cuando el hermano prefecto pensó que yo iba a estar entre los avergonzados de fin de año que no pudieron pagar sus mensualidades atrasadas. Esta vez vi en la sonrisa del prefecto un brillo que no era el de su diente plateado que asomaba siempre en el momento de sermonear a toda la división primaria. Se arrimó cuanto pudo a mi pequeño traje azul de paño y puso su mano oscura sobre mi espalda de gala. Sentí su aliento de murciélago que dibujó en mi horizonte asustado un aviso: “¿Habló con su papá?”, me dijo. Entonces todo fue oscuro como el telón que todavía cubre la pantalla del teatro. Mejía cruza las piernas y se suelta los botones de su saco. El vestido me huele al clóset donde Laura guarda sus trajes y sus tacones de aguja larga. Este olor me recuerda con claridad los espacios donde me gusta esconderme a soñar con mis vaqueros tardes enteras, y recuerdo que hoy en el colegio sólo quería que todo terminara para irme a tirar el ridículo corbatín, volver a mis blujins y mis botas, y entonces quedarme en el armario muchas horas para olvidar el miedo a esa sonrisa color plata. Me duele pensar que Mejía quizá no esté completamente feliz como sí lo estoy yo. Lo de esta tarde es suficiente motivo de celebración, no lo de mis calificaciones, sino su llegada triunfal a la oficina del hermano tesorero, que ocurrió en el momento preciso en que ya me derrumbaba sin atreverme a intentar la entrada al salón auditorio donde todos estaban en sus puestos. Pero Mejía lo había logrado. Llegó con un sobre lleno de billetes con el que limpió el honor y apagó la sonrisa gris del prefecto. Ahora quiero corresponderle en alguna forma a Mejía ese momento al finalizar el acto de entrega de resultados cuando sentí su mano redonda sobre mi hombro y escuché la voz que claramente, y sin condiciones, dijo: “Vámonos para cine de cuatro”. No importaban la película, ni el teatro, ni la hora. Había dicho “cine”, cine, cine, pensaba casi en voz alta, y empecé a imaginar a la vendedora de boletas, y al señor uniformado que las parte en dos y se guarda la mitad, y los afiches de otras películas que algún día veré.
Ambos, Mejía y yo, estamos unidos por el cine. Él lo sabe desde los tiempos en que jugábamos con recortes de cintas en donde se veían indios, soldados de caballería, rubias y paisajes. Mejía ha dado muestras de algún interés en aquellos pedazos de película y durante horas enteras apuesta conmigo dejándolos caer al piso desde un taburete hasta cuando algún cuadrito pise a 2 otros, lo que significa ganarlos. En realidad le tengo cierto rencor por su habilidad para llevarse los míos, pero también lo he sentido cómplice, como ahora, cuando está a punto de correrse el telón. Las luces han empezado a apagarse y las voces de los asistentes también. Miro de nuevo a Mejía y me acomodo bien en el fondo de mi silla mientras él parece despertar de un largo sueño y saca de su bolsillo un dulce que me entrega sin mirarme, con un movimiento suave de su brazo, que se cruza sobre la barriga hasta llegar a la trayectoria de mi mirada.
El apagón de las luces y la aparición en la pantalla de los avances de próximas películas son apenas una manta que lo cubre y disimula su preocupación. Ahora se siente a salvo del mundo, que hasta hace poco lo acosaba, y va a pasar dos horas en tinieblas y en silencio, sólo escuchando las voces de Steve McQueen y James Gardner tratando de escapar de los nazis.
Sentirá mi respiración junto a la suya y se dará cuenta de la intensidad con que miro la pantalla.
Afuera está la calle con los vendedores ambulantes que ofrecen de todo. En la esquina de la carrera Junín con la avenida La Playa puede conseguirse cualquier cosa con los comerciantes nómadas que instalan sus negocios en las mañanas cuando el aire todavía es frío y se puede contar las pisadas de los primeros transeúntes. Le parece escuchar sus gritos anunciando unas tijeras de segunda, una manguera en buen estado, anteojos para miopes, binoculares de explorador, discos de Gardel, radios viejos, tornillos usados, grifos, pomos con residuos de perfumes, libros de Vargas Vila, ruanas limpias, chancletas de color fosforescente, biblias y coranes, herramientas mutiladas, llaves que abren puertas de fincas viejas, y ve sus rostros cuarteados por cientos de tardes con sol, sus dientes partidos, sus ojos vivos, despiertos, alerta.
Mejía respira con fuerza y se arrellana en su butaca porque el título de la película es sugestivo: El gran escape. Inconscientemente ha estado dándole vueltas al nombre y piensa automáticamente en el mar. Durante los últimos meses lo ha tenido presente y casi podría sentir sus efluvios y adivinar los brillos del sol en el horizonte. Sonríe cuando evoca sus largas caminadas por la playa en las noches mirando los barcos moviéndose lentos y enviando señales luminosas al puerto. Piensa que tal vez ha llegado el momento de probar suerte lejos de Medellín, que se ha vuelto una ciudad tacaña y áspera. Ya casi son siete meses desempleado, agotando los ahorros, feriando las joyas de Laura, bebiendo casi todos los días en los graneros donde en voz alta sueña con un golpe de suerte que está por llegar. Bebe, sueña y canta. Piensa que lo hace por Laura y por mí. Pero la verdad es que cada vez siente más fuerte ese ruido de olas golpeando la playa que le habla de Evalú. Infla las narices con el aire de cantina y le parece estar sorbiendo aroma de salitre y escuchando el sonido de clarinetes en fiesta. Entonces recuerda a la cantante de porros que muchos años atrás había conocido y que desde entonces adoptó como el símbolo de la libertad. Sin darse cuenta ha estado acariciando las palabras que le dan el título a la película y vuelve a pisar los frágiles terrenos de esa fantasía llamada Evalú. Le gusta pensar en ella porque le sabe a sonrisa de dientes blancos y a pelo negro revuelto. Pero, sobre todo, le sabe libre. Mejía me mira agarrarme con fuerza a los brazos de la butaca. Ya estoy metido en la historia de la película y por ahora dejo de preocuparme por su felicidad.
Estoy feliz con su heroísmo, con la invitación a cine, pero ya sólo pienso en la fuga de Steve McQueen en esa motocicleta que por momentos también consigue robarse a Mejía de los brazos de Evalú. Son las cinco, piensa Mejía en el intermedio de la cinta. Y se le ocurre que a esa hora Evalú debe estar bañándose en su casa del puerto con el agua que cae sin fuerza desde el tubito de su ducha, acariciándose con jabón perfumado en el baño de paredes despintadas. Desde allá puede oír los loros del patio en su algarabía antes del anochecer y siente el viento fresco mezclado con olor a café que se filtra por la puerta del baño.
Mejía tiene la sensación de que se están entrando algunas luces al teatro. Steve McQueen no puede burlar la rígida vigilancia de los nazis. Siento frío y he relajado un poco la respiración y mi mirada ya no es tan dura. Dentro de pocos minutos vamos a estar caminando por Junín, donde los vendedores abren sus bocas para sentir el viento fresco de la noche, y para cuando lleguemos a casa las luces de la calle estarán totalmente encendidas. Laura nos siente desde la cocina. Corre a su cuarto a echarse un poco de perfume en el cuello y en las manos para ocultar el olor a guisos. En el barrio ya es de noche. Veo cortinas corridas y caras asomadas por las ventanas en las casas vecinas que seguramente quieren saber si Mejía está otra vez borracho, pero llega sobrio sin detenerse a tomar en el granero y se estremece al oír los ruidos domésticos de esa hora: el rosario en la radio, el silencio de los corredores de la casa, la oscuridad del mundo, mi voz y mis movimientos tratando de imitar a Steve McQueen en la motocicleta.
Ahora Mejía no tiene deseos de comer. Le pide a Laura que lo acompañe a sentarse en la sala mientras se toma un trago. “Sólo uno, Laura”, le dice, y ella le pasa el brazo por la cintura. Me acuesto pensando en El gran escape. Desde mi cuarto veo el patio central de la casa sobre el cual cae una llovizna triste. En el otro extremo, separado de mi dormitorio por el rectángulo húmedo del patio, veo a Mejía con Laura junto a la luz de la lámpara. Una naranja partida en ocho cascos refleja su color en el frasco de aguardiente. Mejía canta mirando a Laura, que sonríe un poco forzada. En la radiola suena el disco de Siboney, y a esa hora Evalú también canta en el baile del puerto.
Fuente:
El cine era mejor que la vida, Norma, Bogotá, 2003.