Presentación
Gonzalo Arango
el de Andes
—Noviembre 26 de 2009—
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Juan Carlos Vélez Escobar (Andes, Antioquia, 1964) es investigador de la vida y obra de Gonzalo Arango. En 1993 consiguió la repatriación de sus restos a Andes, municipio donde el poeta vivió 16 años desde su nacimiento en 1931. Ha publicado “Pubenza Restrepo de Hoyos, limo y estrellas” (recopilación con Lucía Hoyos, 2000), “Gonzalo Arango, pensamiento vivo” (compilación y edición, 2000), “Después del hombre” (transcripción y texto introductorio, 2002), “Gonzalo Arango, de Andes a Tocancipá” (2003), “Revista Centenario Liceo Juan de Dios Uribe” (edición, 2005) y “Gonzalo Arango el de Andes” (2009).
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De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde sólo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de tus paredes.
Bajo estos cielos divinos me obligaste a vivir en el infierno de la desilusión. Pero no podía abandonarte a los mercaderes que ofician en templos de vidrio a dioses sin espíritu.
Te confieso que no me gustaba tu filosofía de la acción, y elegí para mí la poesía. Este era el precio de mi orgullo y mi desprendimiento.
Tus mañanas son las más bellas que han amanecido en ciudad alguna. Pero me negaba a perder su contemplación por tus oficinas burocráticas. No, Medellín: prefería esperar tus mañanas en un bar, o en un parque solitario para que te vomitaras plena de libertad y radiante de sol sobre mi corazón borracho.
Por eso me decías “vago”, porque nunca fui avaro con tu belleza. En cambio tú nunca fuiste generosa con mi locura. Yo te daba mucho amor y te adoraba. Pero de tanto amarte casi me destruyes.
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Capítulo “La mirada”
Por Juan Carlos Vélez Escobar
—¡Ya a doña Magdalena le están dando dolores muy seguidos, doña Juanita! Yo creo que ya va a tener. Esperemos que no vaya a haber ninguna novedad, que la criaturita nazca bien. Bendito sea mi Dios.
La voz de la joven empleada de la casa sonaba alarmada, nunca le había tocado vivir tan de cerca un acontecimiento de esa naturaleza.
—Encomiéndese a mi Dios, mija, pa’ que le vaya bien a Nena. —Contestó doña Juanita. —Mándele decir a Paco, con uno de los muchachos, que está por ser papá otra vez…
“Pa’ que vea —pensó la venerable anciana—, van diez hijos de este matrimonio y todos parecen ir por buen camino. Esperemos que éste que va a nacer no vaya a ser muy escandaloso, ni dé mucho de qué hablar”.
—¡Mande por dos peones pa’ que la lleven pa’l hospital! —le gritó a la empleada.
La mente de doña Juanita Vélez Uribe se pobló de recuerdos. Era extraño, pero en todos aparecía Manuel María su hermano menor, que estaba corriendo una de sus eternas aventuras por el mundo. Esperaba que la criatura que iba a nacer no se pareciera en nada a él. Gracias a Dios, pensaba doña Juanita, su hermano estaba lejos de Andes, por allá, al sur del País, abrazado por la fiebre del caucho, por la que había abandonado cargos políticos importantes en otros países y en otros continentes; estaba por allá en el Amazonas navegando inmensos ríos, en territorios de indios; abriendo con su peonada, a punta de machete y hacha, grandes heridas a la selva para sembrarlas de caucho; enfrentado a otros grandes productores del látex… La mente de doña Juanita estaba absorta en su hermano Manuel y en la criatura que estaba naciendo. No se explicaba cuál era la relación.
La casa se activó en torno al acontecimiento. Los hijos más grandes entendían que habría un nuevo miembro en la familia, lo esperaban y querían conocerlo; muy a medias entendían qué era lo que ocurría en el cuarto de los padres, pero estaban en ascuas: ¿sería un hermanito o una hermanita? Los pequeños disfrutaban la ruptura de la rutina diaria y buscaban llamar la atención: gritaban, corrían por los amplios corredores y los patios de la inmensa casona, se perseguían, peleaban entre ellos, lloraban, en fin, casi enloquecen a doña Juanita.
De repente, tres fuertes golpes resonaron en toda la casa haciendo sobresaltar a todo el mundo cuando ya salían de la habitación con la parturienta. La casa quedó en absoluto silencio, todos quedaron como paralizados en el sitio donde se encontraban. Sin dar tiempo de nada sonaron nuevamente otros tres fortísimos golpes. Jorge corrió a abrir.
Durante lo que pareció una eternidad, sólo hubo silencio.
—¡Es que se le van a salir los ojos a este culicagao! ¡¿Por qué me mira como si yo fuera un espanto?!
Las palabras estremecieron toda la casa, hasta el ser que estaba a punto de nacer detuvo su carrera. Fueron pronunciadas por un vozarrón profundamente grave; su volumen era anormalmente elevado; era una voz de mando, clara, potente, segura. Era la voz de Manuel María Vélez Uribe, el hermano menor de doña Juanita, que llegaba a Andes, justo en el momento en que Magdalena Arias Vélez, su sobrina, iba a ser madre nuevamente. Era la voz del tío Manuel. Del que tantas historias se contaban en la familia. El tío aventurero. Del que todos decían que estaba loco y del cual los mayores del pueblo contaban fantásticas aventuras.
A doña Juanita le saltó el corazón, su impresión era abrumadora, todo había sido como un presagio, sus pensamientos habían presentido a su hermano, a quien realmente adoraba.
Nadie salía del asombro. Todos se reunieron ante el inesperado visitante, que había entrado hasta el patio central. Incluso aquellos que nunca lo habían visto, sabían que ése era el tío Manuel: con mil historias para contar, rico, loco, aventurero. A todos les asombró lo arrugado de las partes del rostro que dejaban ver la espesa y blanca barba y el gran sombrero que todavía no se había quitado; su piel era como un cuero de vaca que se ha mojado y secado muchas veces al sol, estaba surcado por finísimas líneas. El hombre parecía de otro material distinto al de los humanos. Tenía 75 años, había recorrido el mundo, luchado contra la selva, y su cuerpo se veía duro, fibroso y flexible. El tío Manuel María parecía hecho de comino crespo.
—¡¿Qué pasa en esta casa?! —tronó con su vozarrón. —¡¿Quién va en esa parihuela?! —dijo dirigiéndose al improvisado vehículo. —¡Ahh! ¡Ya veo: vamos a tener un nuevo “Paquito”! A ver qué cara tiene la futura mamá. Hola Magdalena, mi encantadora sobrina. ¿Conque le va a dar un nuevo hijo a esta Patria? ¡Bien hecho! Por esta recua que veo, me parece que cumplen usted y Paco cabalmente con las obligaciones del matrimonio. Espero que le vaya bien, mija.
Al decirle estas palabras, descargó una de sus grandes manos en la frente de Nena, y le regaló una de sus escasas sonrisas; ella sintió por su cuerpo una corriente que la estremeció. Y parece que el futuro hijo también la sintió, porque el pequeño cuerpo se sacudió en el vientre de la mamá.
Diez horas después la casa estaba invadida por los atroces chillidos de la criatura y por el alboroto de vecinos y amigos de la familia que celebraban el nacimiento del nuevo miembro de la familia, quien inmediatamente seria bautizado por el padre Efrén Montoya.
Pero antes del bautizo, el tío Manuel quiso “hablar” con el niño. Así que, contraviniendo toda usanza, tomó a la criatura en sus brazos y se alejó hacia el solar de la gran casona. Nadie supo qué le dijo, nadie se atrevió a decir nada. Ni siquiera Paco, el papá del bebé; sólo observaban. Únicamente doña Juanita, mirando la escena de lejos, se percató de una extraña y brillante mirada que lanzó Manuel María al recién nacido. Ella sabía que esa mirada cargada de fuego penetraría en el alma y sería comprendida y correspondida por los ciegos ojos del bebé. Esa mirada le mostró a doña Juanita que ese no sería igual a los otros hijos de Paco y de Nena. Esa mirada llevaba la herencia de su estirpe, plagada de grandes nombres, pero consumida por fuegos interiores que devoraban y seguirían devorando las almas de los que llevaban esa sangre. La mirada de la que en ese momento se desprendía Manuel María era un destino, él la había recibido, ahora la entregaba y podía quedarse tranquilo lo que le restara de vida.
Doña Juanita encomendó la vida del bebé a la Divina Providencia y pidió que al crecer se convirtiera en ministro de Dios, que esa mirada no hiciera de él un ser ajeno a la fe y a la Santa Madre Iglesia.
Gracias al cielo, doña Juanita no vivió para ver que sus súplicas habían sido escuchadas tal vez, pero mal entendidas: de todo fue Gonzalo Adolfo de Jesús Arango Arias, su nieto, el hijo número once de Paco y Nena, se puede decir que casi fue un ministro de Dios, pero no como hubiese querido ella, su abuela materna.
Fuente:
Vélez Escobar, Juan Carlos. Gonzalo Arango el de Andes. Primera edición, Andes (Antioquia), 2009, p.p. 27 – 31.
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