Presentación
El Cuarto Secreto
—28 de agosto de 2008—
* * *
Claudia Ivonne Giraldo Gómez (Medellín, 1956). Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Pontificia Bolivariana y una especialización en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Medellín. Se ha dedicado a la docencia, a la dirección de Talleres de Creación Literaria y a la investigación sobre la escritura de las mujeres y sobre la psicología jungiana. Es codirectora de la revista «Odradek, el cuento», en donde han aparecido algunos de sus trabajos. Obtuvo en 2007 la Beca de Creación Literaria Ciudad de Medellín con la novela «El Cuarto Secreto».
* * *
* * *
Esa voz íntima, lograda desde una focalización impecable que sigue sólo a las protagonistas, desde esa tercera persona que las hace vivir y hablar, me parece uno de los mejores logros de la novela porque produce la sensación de una primera persona, de que estamos metidos en los eventos y pensamientos de los personajes. Ese narrador nunca comete el error de desviarse, de seguir a otros personajes, a no ser que lo haga a través de Irene o del ama, y nos produce la exquisita sensación de estar en la piel de estas mujeres de ficción, de vivirlas, de sentirlas, de entenderlas.
Harold Kremer
*
Aquí se cuenta como si las circunstancias, los episodios y los lugares hubieran sido inventados para dibujarlos ante nosotros. Y así, lo conocido parece tan nuevo que recuperamos la sensación inicial del hastío, el desamor y el dolor por los hijos, los amores, la soledad, como si por primera vez miráramos y sintiéramos tantas cosas que las mujeres hemos siempre mirado y sentido. Toda la novela presenta una voz muy íntima en donde reside mucha de la fuerza de esta narración que se siente tan verdadera y que parece escrita con el alma, la cabeza y las entrañas, y que tal vez por eso se lee con los cinco sentidos y con la espina dorsal erizada, como diría Nabokov.
Consuelo Posada
*
El cuarto secreto es como un sistema de puertas. La primera, evidente, ya está abierta: es la que tiene que ver con el alegato de Irene por un lugar en el mundo, pero uno propio, concebido desde su condición de mujer en medio de sutiles y culturales opresiones. La segunda, entreabierta, retiene una represa cada vez más agrietada: Irene, la protagonista, se sugiere, es editora y escritora; cómo hacer que el propio oficio se sostenga entre un espacio de libertad y obligación, que el sustento material no consuma las elecciones espirituales. La tercera, cerrada, aunque no clausurada, encubre otro alegato, silencioso y esquivo, uno que no pierde vigencia: más allá de los géneros, o justamente a partir de ellos, qué significa fundarse como persona; resistir y sobrevivir a las convenciones sociales y políticas, poder elegir y vivir esas elecciones. El cuarto secreto, como los cuentos de El hijo del dragón, propone un tejido narrativo, inteligente y maduro, que además es una reflexión sobre la escritura y la literatura como forma de vida.
Felipe Restrepo David
* * *
El Cuarto Secreto
~ Capítulo 3 ~
La habitación se llena de luz; sin embargo, aún es temprano. El sol que pega sobre la ventana se queda atrapado en la cortina pero penetra por los resquicios. Hoy siente, como hace mucho no lo hace, ganas de levantarse. La noche con su tormenta y la lluvia interminable parecieron lavarla por dentro, alejarle las sombras. Se demora unos minutos más, estirándose dentro de las cobijas, inusitadamente feliz. Javier ha salido hace rato, el rastro está frío.
Como es sábado, tiene tiempo para ella, para las niñas. El balcón la llama con su rayo de sol. Prepara café y se lo bebe, sorbo a sorbo, mientras contempla la montaña lejana, aún envuelta en la neblina. Martha también ha madrugado esta mañana y la oye canturrear quedamente en la cocina, mientras ordena y rebluja, su manera de anunciar su presencia.
Los sábados tienen otro ritmo, en ellos regresa a ella misma después del torbellino de la semana y del trabajo en el que a veces se pierde. Se mira los pies descalzos, las manos quietas, sin oficio; recuerda la misma escena, a sus catorce años, sentada en la tumbona de la finca, expectante, mirándose las manos, reconociéndose como la que era, allí, viva. Tal vez, mirarse las manos la devuelva al camino, al tejido de su vida elaborado con largas puntadas que la unan, al mirar sus manos la última vez, cuando todo acabe.
Como las niñas aún duermen, el apartamento está envuelto también en la calma de su sueño. Y como un corazón alegre, el canario blanco canta su diminuto acontecimiento.
El sonido del teléfono la saca de sus manos para atender a un Javier amable, culposo, que se disculpa por no haberse despedido, que indaga sobre su estado de ánimo, que le anuncia luego que tendrá que trabajar toda la tarde, y que por tanto, busque algo qué hacer con Anita y Laura, para que no se queden en casa todo el día.
Que está bien, sí, bien, Javier, no te preocupes, trabaja tranquilo, por aquí, a cien años luz de tu corazón, todo está bien, y estará mejor, te lo aseguro.
Recuerda entonces la invitación de las mujeres la otra tarde en el centro comercial. Irá, necesita ir, ocupar las manos, unas manos que ahora junta, la derecha con la izquierda y se da un apretón a ella misma, el valor y el calor que le hacen falta. Y un rato así, cerrando los ojos, a ella misma atada, recuperada, la hace sonreír, risa de adentro. A Laura le hará bien. Sus hijas también han estado solas, lo presiente, necesitan atarse y desatarse con hilos que calienten, que alimenten.
La salida de casa siempre es un remolino de cosas tiradas, de oficios y tareas que se quedan sin hacer, pero hoy no importa; otra vez, cantando, llevará a sus hijas de paseo, aunque en principio sea tarea ardua lograr que Laura se interese por algo, se entusiasme y sonría. Va a regañadientes, envuelta en el saco enorme que la calienta, porque siempre está tan fría; Irene contiene el llanto mientras la mira desvestirse antes de darse un baño, un dolor que es como si le anunciaran la muerte cuando ve ese cuerpo amado convertido en una imagen del desamparo, su huesos que sobresalen por todas partes, la columna vertebral como una camándula enorme recorriéndole la espalda, el pelo antes reluciente y frondoso, ahora seco y escaso, su bella niña, su adorada hija; al parecer su amor no es suficiente, Irene no entiende nada más que el dolor que la destroza, impotente ante el demonio que se quiere llevar lejos lo que más ama.
Cuando llegan al taller, las mujeres alborotadas trabajan cada una en un proyecto diferente. Lo primero será saber qué quieren hacer: si un tejido, una muñeca de madera para adornar el cuarto, un cojín, algún bordado, dice amable la profesora. Anita quiere fabricar, de inmediato, una muñeca que lleva vestido de girasoles y canasta. Irene quiere regalarle a su madre un mantel bordado por ella, qué importa que tarde, no importa; Laura, aburrida, se sienta en un rincón, incómoda por las miradas que la escudriñan, pero la profesora, una mujer cálida y voluminosa, que se mueve despacio, la alienta para que elabore también ella una muñeca; Laura al fin escoge un ángel con alas de latón, y por primera vez sonríe. Así la tarde se pasa rápido, las tres acogidas en ese recinto que parece alejado del tiempo, del bullicio de la ciudad, de esa ciudad atestada de tráfico enloquecido, que ruge indiferente al dolor en la que se construyen cada vez más edificios, avenidas, monumentos a la vanidad y a la soberbia mientras el río oscuro corre embravecido como una cicatriz que la atraviesa, avisando de la herida, de las aguas que se acumulan en el norte en donde pareciera haber otra ciudad, la ciudad pobre que crece en desorden, que trepa en construcciones imposibles de ladrillo y madera por las laderas de las montañas que circundan el valle; sus habitantes vigilan las relucientes luces de abajo y pueden dar al traste con la aparente calma ciega que se maquilla al sur, en esa otra ciudad, vanidosa y fatua.
Fuente:
Giraldo, Claudia Ivonne. El Cuarto Secreto. Hombre Nuevo Editores, Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín, Colección Madremonte (Novela), 2008.