Presentación
Geografías del teatro
en América Latina
Un relato histórico
—Marzo 22 de 2011—
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Marina Lamus Obregón es una destacada investigadora colombiana. Realizó estudios universitarios en lingüística y literatura y es magíster en literatura hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo, Seminario Andrés Bello. Entre sus libros publicados se cuentan “Teatro en Colombia: 1831-1886. Práctica teatral y sociedad” (1998), “Bibliografía del teatro colombiano, siglo XIX: índice analítico de publicaciones periódicas – Tomo I” (1998), “Estudios sobre la historia del teatro en Colombia. Estado actual de la investigación” (2000), “Bibliografía anotada del teatro colombiano” (2003), “Teatro siglo XIX: compañías nacionales y viajeras” (2004), “Índice analítico de publicaciones periódicas. Siglo XIX – Tomo II” (2004). Ha escrito artículos para publicaciones periódicas culturales y especializadas y libros colectivos. Desde 1993 es reseñista de libros de teatro para el “Boletín cultural y bibliográfico” de la Biblioteca Luis Ángel Arango. En 2001 fue becaria del Ministerio de Cultura de Colombia, en la modalidad de investigación en artes escénicas.
Conversación de la autora con Cristóbal Peláez, director del Colectivo Teatral Matacandelas.
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Este libro presenta un relato histórico de prácticas teatrales en América Latina, desde la Colonia hasta el presente; las más relevantes y otras que se han considerado marginales o pasaron inadvertidas, sin las cuales sería más complejo entender la pluralidad del teatro en el continente. Así mismo, se ocupa de los intercambios, préstamos, influencias y relaciones establecidos entre países por medio de dramaturgos, obras, compañías y agrupaciones que han creado lazos reales y simbólicos.
En su exhaustiva revisión bibliográfica, la autora tuvo en cuenta las propuestas teóricas de intelectuales y artistas que propiciaron el desarrollo del arte dramático y han acompañado las diversas formas de hacer teatro en América Latina. La historia está compuesta por breves y específicos relatos temáticos, que dan un carácter divulgativo al texto y lo convierten además en entretenida lectura.
Los editores
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Marina Lamus Obregón
Fotografía por Carlos Mario Lema
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Capítulo I
Lo indígena desde la
Colonia hasta el presente
Acto I: La colisión
Llega un barco cargado de…
Cuando los ibéricos desembarcaron en estas tierras, conocidas después con el nombre de América, estaban habitadas por una formidable cantidad de naciones indígenas con diversas lenguas, culturas y ricas tradiciones rituales, en armonía con sus sistemas de pensamiento y maneras de compartir el tiempo y el espacio con dioses ancestrales. Después de la sorpresa y de los subsiguientes hechos violentos para sojuzgar a los nativos, las coronas hispánica y lusitana se empeñaron en borrar cualquier vestigio de los órdenes simbólicos que cohesionaban las identidades de esas naciones; de esta manera podían implantar eficazmente un nuevo sistema religioso y cultural, y un nuevo estatuto social: el del sometimiento. Para conseguir tal empeño se servirían inicialmente de sacerdotes misioneros, quienes después de aprender las lenguas aborígenes estudiaron ideas, creencias y sentimientos de los indígenas. Los conquistadores y luego los colonos desconocieron lo existente y nominaron, calificaron e interpretaron lo tangible e intangible. No importaron los sentimientos de los nativos en relación con su situación o con la pérdida paulatina de muchas de sus tradiciones, largamente elaboradas durante milenios de existencia.
Los ibéricos trajeron a América imaginarios, creencias y costumbres; entre ellas las religiosas con sus fundamentos simbólicos, prácticas rituales, ceremonias litúrgicas (misas, oficios religiosos) y esquemas paralitúrgicos (procesiones, por ejemplo). Es imposible desdeñar las supersticiones, fantasías o premoniciones propias de los marinos; leyendas mitológicas, fábulas antiguas y toda una serie de noticias y rumores acerca del Oriente, extendidas por los cruzados. Así mismo, trajeron mundos literarios heredados del medioevo, coplas, canciones, romances sobre los hechos históricos acaecidos durante la larga campaña de Reconquista llevada a cabo por los Reyes Católicos, que culminó con la toma de Granada en 1492. Romances donde se exalta a los cristianos por sus actos heroicos y de armas, y también la valentía de sus enemigos, los moros; narraciones sobre aventuras, sobre mundos fantásticos fabulados en los libros de caballería, donde con frecuencia aparecía un “caballero salvaje”, que bien podía ser herencia de la literatura grecorromana, o eco de las exploraciones portuguesas en el África. Brasil heredó también una rica literatura de viajes, agrupada bajo el rótulo de: ciclo de navegaciones portuguesas (Barca, Ñau Catarineta, Fandango). Todo lo anterior formaba parte del equipaje y del acervo de códigos con los cuales militares, artesanos, aventureros y tripulaciones interpretaron a los nativos, con quienes de pronto se toparon. ¿Era la ficción convertida en realidad?
Entre las modalidades del espectáculo que también desembarcaron, se hallaban dos vertientes del teatro: el religioso y el profano (por llamarlo de alguna manera). De acuerdo con las costumbres, el primero era representado en ciertas épocas del año, en especial en el Corpus Christi, festividad de proporciones espectaculares, que cubría las iglesias y las plazas de ciudades y aldeas. Este teatro estaba íntimamente ligado al rito católico por la forma de la actuación (de manera hierática), los argumentos, la escasa acción dramática, la participación del pueblo, mediante la cual se difuminaba la línea divisoria entre público y actores. Todo lo que el actor decía y gesticulaba pertenecía a códigos convencionales reconocibles. De la segunda corriente —la del teatro profano— se pueden distinguir los espectáculos de juglares y los de carácter cortesano. En la península ibérica, juglares y juglaresas —descendientes de trovadores y segreres medievales— eran palabras polisémicas que designaban a individuos que ejecutaban diferentes artes: los había poetas y músicos, prestidigitadores, contorsionistas, titiriteros y otros más cercanos a los actuales histriones, quienes hacían espectáculos en las calles de villas y ciudades. Su público era variado, desde la gente de las plazas y caminos hasta los nobles de las cortes. Algunos basaban sus funciones en movimientos y “contorsiones lascivas y gestos obscenos”, como el clero los calificaba, utilizaban disfraces y fingían “todo tipo de locuras”, reían y lloraban de “manera desmesurada” y en sus diálogos y piezas abordaban temas amorosos, políticos, o actualizaban los de los romances y cancioneros.
Seguramente las tripulaciones iniciales apenas debían de tener una mínima noción sobre la existencia del teatro cortesano, pues éste se realizaba en el recinto palaciego de los nobles como parte de sus diversiones; era un teatro basado en coplas, diálogos, églogas, entremeses, momos, ya de carácter amoroso, ya político. En expediciones posteriores arribarían quienes sí lo conocían y practicaban: virreyes y personas ligadas a su entorno.
Escena de “Luisa o El desagravio”, comedia en dos actos. Barcelona, José Torres, 1832. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Traían también prácticas teatrales para solemnizar la entrada o salida del rey o de los altos miembros de las cortes, la consagración de un obispo o alguna fecha memorable de la vida peninsular; mascaradas y juegos caballerescos que hundían sus raíces en la Edad Media, y estaban extendidas en España, Portugal (Cheganga de mouros) y otros países europeos. En dichos juegos se enfrentaban dos bandos: el cristiano y el sarraceno; estos últimos naturalmente eran derrotados. Por las fechas de la llegada a América, la Reconquista había contribuido a modificar dichos juegos que ya incluían un argumento y una serie de pantomimas de lucha que comenzaban con el desafío, seguían con la batalla y la rendición de los moros ante los cristianos, y terminaban con su conversión a la fe cristiana. De esta forma, los colonos fueron transplantando otras prácticas teatrales y los desarrollos propios del teatro peninsular, los cuales se arraigaron y produjeron, a su vez, interpretaciones originales que involucraban a un público cada vez más amplio, diferente del devoto y el burocrático. Dentro de esa amplia gama de teatro transplantado, se encontraba el teatro áureo de los siglos XVI y XVII, el universitario con géneros propios de los estudiantes, las comedias dirigidas a una amalgama de espectadores, los títeres y una cantidad considerable de formas espectaculares con música, más o menos culta, hasta los populares volatineros, acróbatas y saltimbanquis.
Por su parte, los monjes de las congregaciones religiosas también trajeron métodos peculiares de transmitir su doctrina y de practicar su religión, como la de echar mano del teatro y de las formas espectaculares. El teatro mezclaba géneros heredados del medioevo (misterios y moralidades) y otros estéticamente evolucionados (autos sacramentales). A medida que los curas arribaban a los centros urbanos, iban introduciendo las grandes y profundas controversias teológicas, las cuales no dejaban de reflejarse en la doctrina, en el ardor de la práctica y en cierto recelo existente entre miembros de distintas comunidades, y entre estos y el clero secular. Los franciscanos, quienes fueron los primeros monjes en llegar a América, habían sido promotores entusiastas (aunque no los únicos) del teatro religioso durante las festividades españolas, como la del Corpus Christi. La bibliografía consultada resalta la innumerable cantidad de autos sacramentales puestos en escena en los templos, durante dicha celebración, entre los años 1493 y 1510. Los franciscanos, además, tenían una interesante producción de piezas para conmemorar la Navidad y la Pascua, que analistas literarios y teatrales han clasificado bajo los distintivos de ciclos de Navidad y de Pascua. El primero —el de Navidad— constaba de autos de pastores, referidos al tema de la anunciación, con parlamentos y escenas de marcado costumbrismo; autos sobre el nacimiento del niño Jesús, y autos sobre la visita de los Reyes Magos. En el nordeste brasileño se encuentran, igualmente de este mismo ciclo, el pastoril familiar y la Lapinha. Al segundo ciclo —el Pascual— pertenecían los autos de la Pasión de Cristo, que se escenificaban sobre carretas en medio de las procesiones. Algunas de las representaciones del ciclo navideño también se realizaban en recintos cerrados: conventos o salas cortesanas, con escenografías sencillas que correspondían, a su vez, a una escasa acción, dividida por villancicos. Como se podrá ir deduciendo desde ahora, estos géneros comenzarán a arraigarse tempranamente, dado que parlamentos y escenas podían adaptarse fácilmente a las situaciones de la nueva sociedad. Y como también se podrá ir deduciendo, en el choque cultural se perderán distintos ritos y costumbres de los nativos, mientras que otros se amalgamarán.
Fuente:
Lamus Obregón, Marina. Geografías del teatro en América Latina – Un relato histórico, Editorial Luna Libros, Bogotá, 2010, p.p.: 1 – 4.