Presentación
Los falsificadores
de Borges
—Febrero 28 de 2014—
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Jaime Correas (Mendoza, Argentina, 1961) es profesor y licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo. Actualmente se desempeña como director periodístico del Diario Uno en su provincia, donde dirigió el equipo que obtuvo la mención especial en el concurso Creatividad 2010 de la Academia Nacional de Periodismo por “Diario del Bicentenario”. En 2007 recibió el Premio Konex en la categoría Edición Periodística. Es autor de ensayos acerca de médicos exiliados de la Guerra Civil española y de la presencia de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, así como del libro “Historias de familias”, prologado por Félix Luna (1992/1997). Editó y es autor de un texto sobre el bandolero Santos Guayama en “Mitos y leyendas cuyanos” (Alfaguara, 1998). Escribió la historia del fraile general José Félix Aldao en “Historias de caudillos argentinos” (Alfaguara, 1999, edición de Jorge Lafforgue y estudio preliminar de Tulio Halperín Donghi) y sobre Pascual Ruiz Huidobro en “Revolución en el Plata – Protagonistas de Mayo de 1810” (2010). Publicó “Cortázar, profesor universitario: Su paso por la Universidad de Cuyo en los inicios del peronismo” (Aguilar, 2004).
Presentación del autor
por Héctor Abad Faciolince
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Una lista de condenados por los paramilitares colombianos y un poema que lleva la firma de Borges son hallados en el bolsillo de un hombre acribillado por sicarios. El muerto es el padre del escritor Héctor Abad Faciolince, que hace grabar el soneto de Borges en la lápida. Veinte años después de los hechos publica un libro sobre su padre asesinado, El olvido que seremos, cuyo título reproduce un verso del poema encontrado. Cuando el poeta y crítico Harold Alvarado Tenorio cuestiona la autenticidad del soneto, una polémica feroz se desata en Colombia.
Como si se tratara de una broma urdida por Borges, las versiones sobre la autoría del poema proliferan y se contraponen. ¿Quién lo escribió?, ¿cuándo?, ¿cómo llegó al bolsillo del muerto? Obsesionado por develar la verdad y encontrar la respuesta, Héctor Abad Faciolince inicia una investigación y se pone en contacto con Jaime Correas, periodista y escritor mendocino. Con la misma pasión que el colombiano, Correas se lanza en la búsqueda de documentos, papeles y personas para reconstruir los hechos que dan lugar a esta novela.
Con los recursos propios de la ficción, Los falsificadores de Borges cuenta una historia real que continúa el juego borgeano de la autenticidad, el plagio, los apócrifos y las falsificaciones. Una novela apasionante que atraviesa países y continentes y en la que las casualidades, correspondencias, simetrías y leves distorsiones desdibujan las fronteras entre la realidad y la ficción.
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Dos rasgos notables caracterizan el libro: uno, sin duda, su capacidad de transformar un rastreo erudito en una intriga literaria y cuasi policial que modifica las vidas de los personajes, construye una entrañable amistad (la de Correas y Faciolince) y un vínculo de filiación (de ambos con Borges, a través del inmolado Héctor Abad Gómez); el otro es la mostración, indirecta pero recurrente, de la compleja historia de la violencia política en América Latina. Convertida en clima atrozmente “natural”, no impide, sin embargo, la persistente búsqueda de la belleza perfecta, que, como los sonetos, sobrevive obstinada contra todas las desdichas.
María Rosa Lojo
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Jaime Correas
Foto por Paloma Correas
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Los falsificadores
de Borges
—Fragmento—
El padre de Héctor sabía que lo iban a matar y por eso guardó con cuidado los dos papeles en su camisa. La prenda era blanca, impecable, atildada como siempre había sido él. Estaba limpia y planchada. Olía bien antes de que los balazos la dejaran a la miseria y su hijo encontrara un poema en el bolsillo.
Uno de los papeles, el más grande, era la lista de los condenados a muerte por los paramilitares para esos días en Medellín y el otro registraba un soneto transcripto con su propia letra. Lo había tomado de una revista caída en sus manos en mayo de 1987. Estaba firmado al pie con las iniciales J.L.B. Después del entierro, su hijo hizo tallar el poema palabra por palabra en la lápida del cementerio. Entre los gritos de dolor de su madre ante el cadáver tendido en el piso y su propio llanto pudo rescatar de los despojos el papelucho con el texto.
Aturdido en el remolino de algunas de sus hermanas desesperadas, sólo eso se llevó del amado cuerpo ya sin vida. No recuerda si estaba ensangrentado. Luego lo perdió en difusas circunstancias. Pero retuvo los versos, los guardó en la memoria y los transcribió para no extraviarlos también. De aquel desastre, junto a los amargos retazos entrecortados que conservó, apenas le quedó el poema como testimonio y unas fotos tomadas por un fotógrafo de un diario.
Veinte años después, recién llegado tras una larga ausencia, el hijo volvería ansioso un anochecer a rastrear la lápida. Debió engañar a los sepultureros para que lo dejaran entrar, cuando ya las puertas del campo santo se estaban cerrando. Quería comprobar si todavía esa música inerte grabada en la piedra permanecía allí, resistiendo al tiempo, a la lluvia y al olvido, o sólo se trataba de otro falso recuerdo. Por eso tomó apurado una foto, sin mayores cuidados, sólo para llevarse esa imagen y no dudar de su realidad. Me la envió de inmediato para que le creyera su historia a miles de kilómetros de distancia.
Pero además, el mármol mantendría la perfección dada por el poeta a su soneto, que los sucesivos falsificadores o meros copiadores intentaríamos, sin éxito, alterar. ¿Fueron deliberados los cambios o resultaron del apuro, del descuido o de la simple abulia? A la vuelta de los años, el epitafio del muerto sería el único lugar donde el poema conservaría su redacción original, porque hasta los primeros en difundirlo habíamos deslizado un error inadvertido, pero evidente.
Cuando comparo por primera vez todas las versiones, recién después de meses de tenerlas frente a mí, compruebo que la lápida restituye el texto a su instante virginal, lo fija. Incluso nuestra versión, la de aquellos jóvenes convencidos en la fuerza de los homenajes, tiene una errata, rara, porque revisamos una y otra vez aquel texto y no la detectamos. Lo copiamos tal como nos había llegado, confiados, aunque el pequeño cambio, apenas un punto mal ubicado, saltara a la vista de cualquier lector de poesía avisado. Cuando logre ver el poema pasado en limpio a máquina a partir del entregado por el autor confirmaré el yerro.
Pero la piedra no, la lápida no se dejó engañar por esa falla imperdonable y conservó la perfección. ¿El mismo asesinado le habrá devuelto al escrito su estado original, convencido de que su propia muerte lo merecía, que a esos hijos de puta que lo iban a matar al menos debía lanzarles perfecta la belleza sonora del poema a la cara? Aunque no tuvieran rostro, porque sólo dejarían el olor de sus pistolas automáticas y los cartuchos servidos en el pavimento de la avenida Argentina de Medellín.
El muerto sabía que no sería suficiente coraza ese entramado de palabras para detener las balas y entonces suspiró resignado. Pero no se dio por vencido y concluyó su tarea. Ya se había persuadido de la necesidad de su misión, aunque la supiera vana. Estaba dolido y triste, pues se resistía a ser visto así, como lo encontraron al fin su mujer y su hijo, bañado en sangre y sin respiración, derrotado y solo.
Fuente:
Correas, Jaime. Los falsificadores de Borges. Alfaguara, Buenos Aires, 2011.