Presentación
Extraditados por error
—Julio 24 de 2014—
* * *
José Guarnizo (Ibagué, 1980) es autor de “La patrona de Pablo Escobar” (Planeta), obra que fue adaptada para la televisión y transmitida en Estados Unidos por Univisión. Sus crónicas han sido publicadas en El País de España y en la revista Don Juan de Colombia. Es comunicador social de la Universidad de Antioquia. Ganador del Premio Rey de España de periodismo (2011) y del Premio del Círculo de Periodistas de Antioquia (2012). Ha sido tres veces finalista del Premio de Periodismo Colprensa y finalista del CPB en 2014. Inició su carrera de reportero en el periódico El Mundo, de Medellín. Luego se ha desempeñado como jefe de investigación en El Colombiano y corresponsal en Medellín de la revista Semana.
Presentación del autor por
Ana C. Restrepo y Alonso Salazar
* * *
* * *
Gabriel Consuegra y su hijo, Margarita Salinas y Carlos Ortega no se conocían. Es posible que hoy no se conozcan todavía. Sus vidas transcurrían como la de cualquier colombiano que lucha por salir adelante, pero sus destinos se cruzaron el día que por cuenta del azar terminaron en cárceles de Estados Unidos, acusados de narcotráfico y lavado de activos. Un vendedor de plátanos, su hijo, una comisionista de bolsa y un expiloto comercial permanecieron varios años tras las rejas. Fueron extraditados por error.
José Guarnizo sumerge al lector en el infierno de estos cuatro inocentes, en relatos llenos de amor, traición, pobreza y no pocas veces humor negro.
Los Editores
* * *
José Guarnizo
Foto El Espectador
* * *
Extraditados por error
Capítulo I
La noche en la que iba a conocer a la mala suerte, Gabriel Consuegra Martínez se quedó dormido en calzoncillos, estirado barriga al aire como una lagartija sobre el sillón de la sala que daba a la ventana de la calle. Al amparo de su pecho descubierto y huesudo, Consuegra había querido asegurarse de que en la madrugada ni los ladrones ni el aguacero bíblico que caía a esa hora sobre Barranquilla fueran a meterse por entre el vidrio roto de la ventana. Pero a eso de las cinco de la mañana, sobre la punta despicada del cristal que Consuegra celaba con sus ronquidos, no aparecieron ni la lluvia ni la mano ladrona, sino el cañón de una pistola nueve milímetros que comenzó a buscar con su ojo algún movimiento en la penumbra.
Quién sabe en qué sueño se encontraba atascado Consuegra esa noche del 12 de junio de 2005, ni qué habrá pensado en el momento en el que, al escuchar las primeras patadas a la puerta, asomó la cabeza y vio cómo la mira de la pistola enfocaba su cara aterrorizada.
Ya era domingo. Consuegra estaba a esa hora en casa con su mujer y con Ñoño, un hijo también llamado Gabriel que por aquella época cursaba tercer semestre de enfermería. El barrio Villanueva de Barranquilla, acostumbrado al intolerable hedor de las alcantarillas, que como esa noche vomitaban agua como si las tuberías se hubiesen indigestado con la mierda que baja por las cañerías, fue escenario de un operativo en el que también hizo presencia un helicóptero.
Ñoño se adelantó y abrió la puerta. Varios agentes del DAS y dos gringos que dijeron trabajar con la DEA irrumpieron en la sala. En el acto procedieron a amarrarle las muñecas por la espalda, con unas esposas de plástico con corredera.
Los agentes también esposaron a Consuegra padre y lo sentaron en una silla, junto a su hijo, mientras otros hombres esculcaban los rincones de la casa, como buscando algo muy importante que no les era dado revelar. Las requisas continuaron hasta el patio, donde estaba parqueada la carreta de madera que Consuegra debía arrastrar al día siguiente hasta la plaza de mercado de Barranquilla, para vender plátanos, ñames, y alguna que otra yuca. Parecía haber una fijación especial de los agentes sobre los plátanos, puesto que los revisaron uno a uno, agitándolos y pelándolos indistintamente, luego de lo cual los tiraron para seguir buscando.
Uno de los hombres de la DEA les dijo, con un acento que se asemejaba al de los puertorriqueños, que tanto Gabriel padre como Gabriel hijo estaban siendo capturados con fines de extradición. Ñoño soltó una carcajada.
Petrona Arroyo, esposa de Gabriel, una mujer cuyo rostro pareciera haber sido el molde de una máscara indígena zenú, lloraba delante de un agente que le insistía en que no se preocupara, que si su esposo y su hijo aclaraban la situación —si es que había algo que aclarar—, inmediatamente los dejaban libres.
Sentado en el sillón, esposado, Consuegra padre parecía más viejo de lo que realmente era. Si bien en diez días cumpliría 55 años, las arrugas ya marcaban zanjas alrededor de sus ojos y de su frente, parecido a lo que ocurre cuando un río se seca y sobre el lodo no quedan más que grietas sinuosas y delgadas. Con los años, la boca de Consuegra se había ido quedando sin dientes. Apenas dos piezas amarillentas pendían de la encía superior, mientras que algunas cuantas astillas desordenadas brotaban abajo, asidas de la carne quizá ya casi a punto de caerse. Pero lo más notorio de la vejez apresurada de Consuegra era esa pelusa blanca que le había comenzado a tupir la cabeza, redonda y picuda como los huevos duros que en las calles de Uribia venden para matar el hambre.
Antes de que se los llevaran, uno de los agentes del DAS le dijo a Margarita que les alistara ropa para el frío. Era difícil en ese momento caer en cuenta de que ni Consuegra ni Ñoño habían salido jamás de los límites de la costa Atlántica. A lo más lejos que el viejo había llegado en su época de pescador era por allá por Magangué, por Talaiga Nuevo, Cicuco, esos pueblitos del sur de Bolívar mojados por la ciénaga, donde una chaqueta o una ruana tendrían el mismo sentido que una atarraya o una chalupa en la avenida séptima de Bogotá.
Antes de que lo subieran a la camioneta, Consuegra le alcanzó a clavar un beso a Petrona, que seguía en estado de shock. El carro arrancó y detrás, las motocicletas. Dentro de la jaula, Consuegra recordó que aquellos lamentos de Petrona eran los mismos que le había escuchado treinta años atrás, el día que se les perdió Albertina, su primera hija.
Por esa época, Consuegra era pescador en Pinillos, un municipio de Bolívar rodeado de ciénagas, por cuyo costado derecho baja impetuoso el río Magdalena. Era 1976 y Albertina, que tenía nueve años, se fue con una ollita en la mano a sacar agua del río para regar unas matas que Petrona, recién parida de otro muchachito llamado Jiño, le había ayudado a sembrar. En total, Consuegra tuvo ocho hijos, siete con Petrona, más una niña que cierto día y como por arte de magia trajo una cigüeña. Eso sí, una cigüeña de buenas piernas por la que Consuegra, en un error no calculado, se dejó tentar.
Faltaban veinte minutos para las cinco de la tarde cuando Consuegra regresó de su faena de pesca y preguntó por Albertina, pero nadie le dio razón. El cielo comenzaba a cerrarse. Desde la otra orilla, es decir, desde Conyongal, que viene siendo ya un corregimiento de Magangué, vino un pescador a decir que horas antes había visto a una niña acercarse a la ribera del río, pero que de un momento a otro no la vio más. Albertina ese día estaba vestida con un short azul y una camisa beige. Así recordaba Consuegra haber visto a su niña en la mañana, acurrucada en el patio de la casa, jugando a que bañaba a Jiño en una vasija de plástico.
Tuvieron que esperar hasta el día siguiente para comenzar a buscar río abajo. Y Petrona no hacía más que llorar.
—Búscala ahí, qué ahí está —me decían—. Y yo salía en la chalupa desesperado, remando a lo que pudiera, pero no veía sino agua y más agua, compadre. Y Albertina no aparecía.
Consuegra regresó ese primer día derrotado. Estaba tan desesperado que fue corriendo a buscar a una bruja de Pinillos para que le viera la suerte. La mujer lo dejó pasar a su casa, y él se le arrodilló para suplicarle que le trajera noticias del futuro, cualesquiera que ellas fueran.
La señora le dijo que Albertina iba a aparecer, pero que anduviera pendiente de un perro blanco y collarejo de pintas negras, que le serviría como señal.
Quién sabe si Consuegra se creyó totalmente el cuento, el caso es que antes de las seis de la mañana del día siguiente salió con sus amigos en una canoa arrastrada por un motor fuera de borda que habían conseguido prestado. Sin apagar el ojo, pasaron por Sitio Nuevo, Palmarito, Santa Cruz, Piñalito, Magangué, Tacamochito, Acadó y Santa Lucía, pero ni rastros de Albertina.
Habían transcurrido cuatro días en tiempo y veinticuatro leguas en distancia cuando fueron a parar a El Plato, en el departamento del Magdalena. Eran como las dos de la tarde.
—Mira hacia la playa, compa, ¿ese no es el perro que decía la bruja? —preguntó uno de los pescadores que acompañaban a Consuegra.
Voltearon a mirar y entonces comenzaron a saltar y a abrazarse haciendo tambalear la barca. En efecto, un perro sato, como diría Consuegra, merodeaba alrededor de un aboyado, que son esos enredos de troncos y malezas que se forman en la mitad o en las orillas de los ríos.
—Joda compa, allá en la punta se ve una golera, vamos pa’ allá —gritó alguno.
Mientras se acercaban apareció una zanja dentro de la cual se fue haciendo evidente la presencia del torso de una niña justo en la boca de la orilla, como si la corriente la hubiese soltado en la noche. La que llamaban golera no era más que un ave de carroña que intentaba acercarse al cuerpo.
Consuegra se tiró al agua y comenzó a nadar y a remover palos y maleza hasta que llegó a tierra firme y pudo agarrar a su hija. Sus compañeros sostuvieron la chalupa, mientras Consuegra examinaba el cuerpo de Albertina, ya violáceo y rígido como consecuencia de tantas horas en el agua. Pese a la evidencia de algunas contusiones, el cuerpo de la niña estaba casi completo. Solo le faltaba un dedito que los animales del agua se habían devorado. Consuegra se tomó su tiempo para subir a su hija a la barca. Primero la sostuvo en sus brazos sin saber qué decir o cómo obrar y luego, con los dedos, le dibujó cruces sobre la frente y le rezó.
Luego de poner el cadáver adentro de la chalupa, Consuegra comenzó a buscar al perro para llevárselo para la casa, queriéndose quedar con un recuerdo de cómo había podido encontrar, en semejante inmensidad, el cuerpo de Albertina, pero ya no lo vio. El animal que minutos antes había estado rodeando al cadáver no apareció más. Y la lancha arrancó de regreso a Pinillos en un silencio que solo era interrumpido cuando alguien volvía a comentar la insólita aparición de aquel perro al que Consuegra, de haber podido traerlo, lo hubiese bautizado con el nombre de Ángel de la guarda.
—Ya llegamos —la voz seca de uno de los agentes del DAS sacó de su letargo a Consuegra, quien viajaba incómodo dentro de la camioneta.
—¿A dónde? —preguntó Consuegra.
—Al aeropuerto militar, en Malambo; ustedes van derechito para Bogotá —contestó el tipo.
Si Consuegra y Ñoño no habían montado nunca en avión, este era el día.
Fuente:
Guarnizo, José. Extraditados por error. Editorial Planeta, Bogotá, 2014.