Lectura y Conversación
Evelio Rosero
—Junio 23 de 2011—
Evelio José Rosero (Letralia.com)
Premio The Independent
Foreign Fiction 2009
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Evelio José Rosero (Bogotá, 1958). Hizo estudios de Comunicación Social en la Universidad Externado de Colombia. En 1979 obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Gobernación del Quindío” por su relato “Ausentes”, publicado por el Instituto Colombiano de Cultura en el volumen “17 Cuentos Colombianos”. Es autor de la trilogía novelística “Primera vez”, integrada por las obras “Mateo solo” (Editorial Entreletras, Villavicencio, 1984), “Juliana los mira” (Editorial Anagrama, Barcelona, 1986, traducida al sueco, noruego, danés, finlandés y alemán) y “El incendiado” (Editorial Planeta, Bogotá, 1988, premio “Pedro Gómez Valderrama” a la mejor novela colombiana publicada en el quinquenio 1988-1993).
Posteriormente ha publicado el libro de cuentos urbanos “Las esquinas más largas”, y las novelas “Señor que no conoce la luna”, “Las muertes de fiesta”, “Plutón” (las tres por la editorial Planeta), “En el lejero” (Norma, 2003), “Los almuerzos” (Editorial Universidad de Antioquia, 2000, que ha sido traducida recientemente al inglés por la editorial londinense Maclehose Press, preparándose su lanzamiento en Londres para septiembre de 2011) y “Los ejércitos”, que obtuvo el Premio Internacional de Novela Editorial Tusquets 2006 y en Inglaterra el Foreign Fiction Prize, otorgado por el diario The Independent a la mejor obra de ficción traducida al inglés en 2008. Así mismo, obtuvo en 2011 el Premio ALOA, concedido en Dinamarca por escritores y editores a la mejor obra traducida al danés, 2011. Ha sido traducida a 19 idiomas.
Publicó el libro de ensayo “Literatura y comunicación” (Universidad del Sur, 1996), y es autor además de obras para jóvenes y niños, entre las que destacan “El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo”, “Pelea en el parque”, “La duenda” (Premio Internacional Enka), “Cuchilla” (Premio Internacional Norma-Fundalectura), “El hombre que quería escribir una carta” y “Los escapados” (Premio Nacional del Ministerio de Cultura 2006).
Cuentos suyos han participado en diversas antologías nacionales e internacionales, como la “Erzahlungen aus Spanisch Amerika: Kolumbien”, “The Flight of the Condor (stories of violence and war from Colombia)”, “Minigeschichten aus Lateinamerika”, “Und Traumten Von Leben”, “Horen Wie Die Hennen Krahen” y la “Anthologie de la nouvelle latino-américaine”. Sus novelas son motivo de estudio y tesis universitarias. El Instituto Cervantes de Berlín le invitó a dictar una conferencia sobre su obra en 2008, así como la Casa América de Cataluña, la organización “Las bellas letras extranjeras” de París, la Universidad de México y la Casa América de Madrid.
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Los ejércitos es una novela de amor, guerra y dolor elaborada con suma belleza y contada con dulzura, que no sólo lamenta la tragedia del pueblo colombiano sino que celebra al mismo tiempo las universales pero siempre frágiles virtudes de la vida cotidiana.
Boyd Tonkin
The Independent
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Cuentos de Evelio Rosero
Miedo
Una vez llamó a su casa, por teléfono, y se contestó él mismo. No pudo creerlo, y colgó. Volvió a intentarlo y nuevamente volvió a escuchar su propia voz, respondiendo. Entonces tuvo el coraje de preguntar por él mismo y su propia voz le dijo que no siguiera insistiendo porque él mismo nunca más iba a volver. “Con quién hablo”, preguntó, por fin, y escuchó, anonadado, lo que nunca debió oír. ¿Qué escuchó? Nadie lo sabe, pero debió ser algo terrible porque él no pudo controlar la carcajada creciente, asfixiándolo. Al día siguiente los periódicos no registraron la noticia, cosa lamentable si se tiene en cuenta que todo periodismo de verdad consiste en ir más allá de lo aparente, hasta la verdad total, y más si el hecho tiene que ver acaso con un problema de orden metafísico en la compañía de teléfonos. Usted mismo podría indagar la realidad de este suceso, exponiéndose —eso sí, por su propio riesgo— a que todos los teléfonos se confabulen una tarde contra usted y lo silencien, definitivamente.
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La casa
He aquí una casa loca, cuyas escaleras no conducen a nada. Uno abre la puerta y cree entrar y en realidad ha salido. Pero cuando uno cree salir sucede lo contrario: uno ha entrado. Y la mayoría de las veces uno no se explica a dónde ha llegado, o qué ha sido del cuerpo de uno en esta casa. Las ventanas tienen la peculiaridad de no mirar hacia afuera sino hacia adentro. Todos los muebles cuelgan a medio metro del techo principal. De manera que para llegar a ellos es necesaria la imposibilidad de volar, o un salto largo y elástico que le permita a uno aferrarse de una silla, por ejemplo, y luego escalarla y sentarse en ella, como en un peligroso columpio. Y lo peor ocurre cuando cada uno de los movimientos oscilantes de los muebles tiende a vencer el equilibrio de los ocupantes, de manera que muchos se han despedazado intentando resistir más de una hora sentados en el mismo sitio. Todos los muebles confabulan sus movimientos para desbaratar a sus ocupantes, y ya se sabe que los muebles flotantes procuran sobre todo que los cuerpos sean derrotados de cabeza; nadie ha podido saltar incólume. Siempre, en la caída, hay otro mueble oscilante que se las arregla para que el cuerpo en condena se estrelle de cabeza contra el suelo.
A pesar de estas aparentes incomodidades, se escuchan, en la casa, cuando cae la noche, muchas voces y risas, y chocar de copas (y muebles). Nadie ve llegar a los invitados, y tampoco salir, y eso se debe seguramente a la otra originalidad de la puerta, que da la sensación de permitir entrar y salir al mismo tiempo, sin que verdaderamente se haya salido o entrado. Nadie sabe, además, quién es el dueño o quiénes habitan la casa permanentemente. Alguien nos cuenta que vive una pareja de niños. Otros aseguran que no son niños, sino enanos: de lo contrario no se justificarían las fiestas de siempre, escandalizadas por las exclamaciones más obscenas que sea posible imaginar. Hay quienes afirman que nadie vive en la casa, y que en caso contrario no serían niños y tampoco enanos sus habitantes, sino dos jorobadas dementes. Ni unos ni otros dicen la verdad. No han acabado de entender que todos son en realidad mis habitantes, que están dentro de mí como también yo estoy dentro de ellos, que yo soy algo vivo, y que a pesar de todas las vueltas que puedan dar por el mundo quizá nunca les sea posible abandonar mi tiranía para siempre, porque también yo estoy dentro de mí.
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Bajo la lluvia
Le preguntamos qué hacía ahí, flotando en la calle, bajo la lluvia, y él respondió que nada, que lo único que hizo fue saltar un poco, para evitar un charco, con la extraña suerte de que no volvió a caer. “Y aquí estoy, como pueden ver”, dijo. Tenía los ojos aguados, como alguien sorprendido por la emoción más inaudita, como alguien a punto de llorar silenciosamente. Su corbata colgaba ondulante, parecía lo único de él que pretendía continuar atándolo realmente a la tierra. Y, sin embargo, también él parecía aceptar su situación, porque reconoció, estupefacto: “Debo ser uno de los tantos casos raros que hoy existen en el mundo”. Nos contó que al principio fue agradable. “Esto es como los pájaros”, contó que había pensado, pero más tarde todo eso empezó a preocuparlo porque se elevó un metro y después dos más y de pronto comenzó a decirnos que sentía que otra vez iba a seguir elevándose, que lo ayudáramos. “¡Pronto, pronto!”, gritaba.
“Su situación es peligrosa”, reconoció alguien, “si sigue elevándose a ese ritmo un avión podría quitarle la vida”. “Sería lo mejor”, sonrieron dos mujeres, “a quién se le ocurre saltar un charco para no volver a caer”. “Esto hay que publicarlo”, pensaron otros, “de lo contrario nadie va a creerlo”.
“Qué podemos hacer”, le dijimos, “podríamos amarrarlo”.
“¡No, no!”, respondió él, esforzando la voz —porque ya se había elevado cuatro o cinco metros más, de un solo tirón—, “no quisiera hacer el ridículo, perdería mi puesto en el banco”. Se estuvo pensativo unos segundos.
“¿Entonces?”, le gritamos.
“Díganle a mi novia que hoy no pasaré por ella”, respondió él, más resignado que impaciente. Decir aquello fue como arrojar el último lastre de su vida. De un sacudón empezó a elevarse con la lentitud de un zepelín.
“Pero, dónde vive ella”, le preguntamos. Él nos gritaba una y otra vez, repitiendo la dirección. Distinguimos cómo gesticulaba, desesperado. Ninguno de nosotros alcanzó a escuchar dónde vivía su novia. Además, al verlo desaparecer, nos pareció que su destino tenía tal viso de sospechosa fantasía que ya a nadie realmente le importaba justificar su ausencia ante el mundo.
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Crónica de un viaje por Chile
En ese viaje por Chile tuve la ocurrencia de tocar la dulzaina. Íbamos tres en el camión, sentados sobre costales. Atardecía. Me oían Antonio y Ramiro, que bebían vino de una cantimplora. Nos conocimos en Cuzco, y decidimos continuar el viaje a la Argentina. En la cabina del camión conducía un hombre viejo, pero recio, en compañía de su mujer y su hijo. Nos detuvimos en un pueblo fantasma, en la mitad de las arenas, para buscar agua. Un corrillo de hombres y mujeres aguardaba. “¿Alguno de ustedes tiene una dulzaina?”, preguntaron.
Después de un silencio estupefacto, Antonio les dijo que no con la cabeza. Ramiro, sin embargo, no tuvo inconveniente en señalarme: “Éste lleva una dulzaina”.
Habló uno de los hombres. “Mire, compadre —explicó—, mi hija se muere, y se le ha ocurrido que quiere escuchar una dulzaina mientras muere. Le hemos cantado con guitarras, y ella es terca, ha dicho que quiere morir oyendo sonar una dulzaina. Aquí no tenemos dulzainas. Muchos compadres no saben qué bendita cosa es una dulzaina. Si usted quiere acompañarnos… usted toca la dulzaina, y ella escucha, y se muere, y usted sigue su viaje”.
Yo lo escuchaba atónito. Apenas pude entender de qué se trataba. Fuimos a casa de la agonizante. En vano intenté buscar una canción en la memoria. ¿Qué tocaría? Entramos por fin a una casa fría, vacía de muebles. Fue como si de pronto anocheciera.
Y vi a la hija. Una muchacha.
La descubrí acostada entre luces de cirios, olor de leña quemada, como si ya estuviera muerta. Pero sus ojos alumbraban, grandes, claros, místicos. Era la muchacha más bella de la vida, en mi camino, muriéndose. Era una gran sombra amarilla. Me resquebrajé por ella, cuando lloró. En mi mano la dulzaina tembló. Sus labios parecieron alentarme con una ancha sonrisa. Yo dudaba en soplar la dulzaina. Yo dudaba. ¿Qué canción? Comprendí de pronto que para tocar una dulzaina hace falta aspirar, y expirar.
“Un día soñé con usted”, me dijo la muerta. Sí, la muerta, con voz de muerta. Alguien me ofreció una copa de aguardiente. Bebí con sed, y después el aguardiente mojó la dulzaina. Elegí, entre aquella perdida pampa chilena, y sin saber por qué, una canción de los Beatles. Y sonó bien, porque ella sonrió, agradecida. Amante complacida. Sus ojos seguían absortos, contemplándome. No podía mirarla, de modo que cerré mis ojos, y seguí tocando, hasta que alguien puso una mano en mi hombro. Entonces vi que ella había cerrado los ojos. Me dijeron que ya no era necesario que tocara, la muerta había muerto, y sólo ella quería oír una dulzaina. Sólo ella.
Fuente:
Rosero, Evelio. Cuento para matar un perro (y otros cuentos). Carlos Valencia Editores, Colección Nueva Narrativa, Bogotá, 1988.