Presentación

El valle invocado
La senda del puma

—27 de noviembre de 2024—

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Pablo Ayora Serna (1988) (@pabloayora17) es filósofo de la Universidad Pontificia Bolivariana. Según sus propias palabras, «nació en el valle de los aburraes, ahí, justo en La Playa, junto a la Oriental, en la clínica Soma, lindando con la Casa Barrientos, donde el dueño dijo que la clínica le estorbaba para ver el atardecer. Nacer en el corazón de la ciudad, cerca de Junín y de la Metropolitana, le da derecho a sentir el valle en su estirpe y linaje; hablarle, dialogarle y hacer el viaje por algunos de sus barrios ancestrales».

Presentación del autor y su obra por
el poeta y pintor Luis Fernando Quiroz.

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Editorial Grámmata. Clic en el logo para visitar su página web.

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Las palabras, a modo de tejido, van insertando versos y barajas y aparecen retazos de ciudad, de barrio, de mujer casquivana, de obreros. Hay un volver a otros días: de fábricas, de plazas de mercado, de oro en polvo, de antiguos contrabandos. La ciudad se muestra en diversos aspectos y desde insólitas perspectivas de la historia, del chisme, del tumulto. Discurren personajes clave, que alcanzaron a procrear leyendas populares, como Coriolano Amador, como el avaro Pepe Sierra. Desde algún cerro tutelar podemos no solo ver la luna, sino también escuchar la sentencia categórica de Marañas, quien mandó al mejor farol del cielo a alumbrar a los pueblos.

Viajamos en vagones muertos, en extintos tranvías que luego resucitan, en una vieja flota de taxis de principios de un siglo de luces y oscuridades. Medellín poetizada, así también sucede con partes de Antioquia. Un buey en Palacé, un palacio con un joven sifilítico que se quema en leches, la figura borrosa de una madame de Lovaina. Un viaje de banda a banda, con la mítica quebrada de Aná atravesada por luces de diciembres muertos. Son rasgos (y rasguños) de esta tonada de ciudad.

Reinaldo Spitaletta

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La naturaleza con sus múltiples voces de aire, tierra, fuego y agua, habita en estos poemas. Sus fuerzas y sus debilidades se hacen símbolos para reconocer el amor que también crece y se derrama en nuestros cuerpos y en nuestras almas.

Dos sabores se sienten en este texto: el sabor de la tierra ancestral, de la naturaleza virgen de los primeros años del mundo, y el sabor de la presencia humana trabajando con humildes oficios todo ese paisaje que, para las ceremonias del amor y del dolor, nos regalan los símbolos con que la tierra y sus elementos nos hablan (pumas, caballos, yerbas, árboles, agua, semillas…).

El silencio, la palabra, la imaginación abrazan siempre las experiencias de la poesía que luego se convierten en el poema que solamente sugiere, desde el misterio, caminos por donde la condición humana y sus diversas emociones siempre viajan.

Inés Posada

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Pablo Ayora Serna

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El valle invocado

~ Guayaquil ~

La primera vez que pisó la plaza de mercado ya no existía ningún carnal relato que lo atara a estos paisajes montañeros. En el aire un olor a frutas lo hacía levitar por todo Cisneros; sudaba, y solo escuchaba las copiosas voces de los herbolarios que feriaban la fauna, se esculcaba los bolsillos, se miraba las manos, y se sumergía en el culto primario de integrarse a la naturaleza con un par de monedas a cambio de guayabas, lo cual parecía un buen pacto con la vida.

El hombre se trababa igual que todos, efímero y mutable caminando por la Alhambra, donde dos niños cargaban una parihuela, y un arriero se escondía tras las bestias atadas a las antiguas ventanas de madera.

Pasando por El Pedrero, ya nada lo deslumbraba, entendía que todo era lo mismo según el color de su traba, de su sabiduría, de todo, salvo el simple néctar de la borrachera, esa dulce embriaguez que lo hacía participar de cada cosa y de sí mismo, y que parecía ser la lucidez particular de lo absoluto.

Cuando entraba a esas cantinas del Carre y el Vázquez a tomarse unos aguardientes al son de nada, pero estando con lo propio, con lo suyo, en una imagen natural de caminos de herradura, se sentía descubriendo la veta de la conciencia, la raíz del placer hambriento por la meta.

En la fuerza agrícola de su mirada, al conquistar el oasis de Medellín con su carga y un atado de vacas para la divina tarea del ordeño, por fin podía pagarle, como siempre, el tributo a las ánimas, pues sucedía que el que no les echaba el chorrito con frecuencia perecía en un duelo a machete.

En cada viaje lo cogía la noche en las tabernas de Guayaquil y con un lenguaje diluido propio del amor, se le arrebataban los bríos del cuerpo para desbocarse en un sorbo lento de mujer, que desembocaba en una de las pensiones de la plaza Cisneros.

Cisneros, esa cuenca de los instintos de todos los pueblos, esa confluencia de arrieros, yerbateros rezanderos, animeros y culebreros, imán de riquezas, putas y rufianes que daban la impresión de fundar una patria nueva ahí donde antes quedaban los humedales de los que bebían las mulas y donde están enterrados los caciques; ahí en ese pantano nacía una nueva agua, pa’ repartir ese chorrito de guaro brillante desde el principio de las plazas.

Un pueblo dedicado al comercio del amor, del tabaco, de los aguacates, de la chirimoya y del destilado de la caña.

Todo traído desde lejos por los hacedores de trochas, que mascan el pucho para hipnotizar las fieras interiores y calman la espera con fiambres amarrados con cabuyas.

Se bajan de las coloridas chivas que llevan a todos los creyentes y camanduleros.

Ahí está otra vez el hombre de los mercados y las montañas, se adentra en la farmacia Molina pa’ compra la salvia, la ruda y hacerles la limpia a los suyos, pero como todo, lo sacro también se acaba.

Guayaquil fue cambiando, y los hombres fueron otros en busca del ánima de una plaza baldía.

Fuente:

Ayora Serna, Pablo. El valle invocado. Editorial Grámmata, Medellín, 2024.