Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

Brebajes y ungüentos

Hojas, tallos y frutos contra
el dolor en la literatura

—2 de agosto de 2024—

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Los seres humanos somos seres frágiles. Nos llenamos el cuerpo de heridas, nos enfermamos y padecemos. Pero el instinto de apaciguar dicho dolor nos ha hecho supersticiosos, mágicos y curiosos acerca de los secretos que nos ofrecen las plantas para nuestro bien. Desde buscar desesperadamente en nuestras montañas las plantas sagradas hasta las boticas, las bibliotecas de plantas para hacer remedios se han vuelto los primeros recursos para combatir los males. Las machacamos, masticamos, infusionamos, maceramos y convertimos en ungüentos. Pero también nos envenenan.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios (@estudiosliterarios) debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositora:

Valentina Velásquez Pulgarín (@val_velasquezp) es estudiante de octavo semestre del pregrado en Estudios Literarios en la Universidad Pontificia Bolivariana y de primer semestre en la Tecnología en Ilustración para Productos Editoriales y Multimediales en el Tecnológico de Artes Débora Arango. Es también vocalista de la banda Bolívar si tenía Bigote, investiga las prácticas terapéuticas tanto tradicionales como modernas y regresa siempre que puede a sus libros favoritos.

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Invita:

Universidad Pontificia Bolivariana

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No fue fácil ser hijo de mi madre. Junto a ella viví una infancia de ungüentos, brebajes, monstruos y cantos. Los que subían la montaña le agradecían sus servicios con flores y plantas que ella cultivaba en su jardín, pero esto cambió de un día para otro. Un perro desenterró un feto del bosque. Junto a la pequeña fosa encontraron piedras pintadas, cabellos y uñas de mi madre, ojos podridos de llama. ¡Bruja!, le gritaron, pero mi madre no se defendió.

Mónica Ojeda

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Pueda ser que este año sea feliz para todos nosotros; que te vaya bien en tus estudios y que te alivies de ese mal de las picadas en el corazón: averigua allá por un médico homeópata y vete a verlo; esos médicos son muy baratos y los remedios son muy buenos. […] Bueno, Moncho: averigua si allá en tu pueblo hay una farmacia homeopática y si la hubiere vas y me compras un frasquito de unas cuatro onzas de Tintura de Thuja (Thuja tincture) y me lo mandas en un paquetico por el correo. Si no hubiere en Lafayette, pídela a esta dirección: Homeopathic Pharmacy of Boericke & Tafel, 1011 Arch Street, Philadelphia, PA. Y les pides también unas cuatro o cinco onzas de aceite de Thuja.

Fernando González

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La isla bajo el mar

~ El baile del intendente ~

Por Isabel Allende

Los extenuados viajeros de Saint-Lazare llegaron a Le Cap el día anterior a la ejecución de los cimarrones, cuando la ciudad palpitaba de expectación y se había juntado tanta gente, que el aire hedía a muchedumbre y estiércol de caballos. No había dónde alojarse. Valmorain había enviado a un adelantado al galope para reservar un barracón para su gente, pero llegó tarde y sólo pudo alquilar espacio en el vientre de una goleta anclada frente al puerto. No resultó fácil subir a los esclavos a los botes y de allí al barco, porque se tiraron al suelo chillando de pavor, convencidos de que se repetiría el viaje macabro que los había traído de África. Prosper Cambray y los commandeurs los arrearon a la fuerza y los encadenaron en la cala para evitar que se lanzaran al mar. Los hoteles para blancos estaban llenos, habían llegado con un día de atraso y los amos no tenían habitación. Valmorain no podía llevar a Eugenia a una pensión de affranchis. Si hubiera estado solo no habría dudado en acudir a Violette Boisier, quien le debía algunos favores. Ya no eran amantes, pero su amistad se había fortalecido con la decoración de la casa en Saint-Lazare y un par de donaciones que él le había hecho para ayudarla a salir de sus deudas. Violette se divertía comprando a crédito sin calcular los gastos, hasta que las reprimendas de Loula y Étienne Relais la habían obligado a vivir con más prudencia.

Esa noche el intendente ofrecía una cena a lo más selecto de la sociedad civil, mientras a pocas cuadras el gobernador recibía a la plana mayor del ejército para celebrar por anticipado el fin de los cimarrones. En vista de las apremiantes circunstancias, Valmorain se presentó en la mansión del intendente a pedir albergue. Faltaban tres horas para la recepción y reinaba el ánimo apresurado que precede a un huracán: los esclavos corrían con botellas de licor, jarrones de flores, muebles de última hora, lámparas y candelabros, mientras los músicos, todos mulatos, instalaban sus instrumentos bajo las órdenes de un director francés, y el mayordomo, lista en mano, contaba los cubiertos de oro para la mesa. La infeliz Eugenia llegó medio desmayada en su litera, seguida por Tété con un frasco de sales y una bacinilla. Una vez que el intendente se repuso de la sorpresa de verlos tan temprano ante su puerta, les dio la bienvenida, aunque apenas los conocía, ablandado por el prestigioso nombre de Valmorain y el lamentable estado de su mujer. El hombre había envejecido prematuramente, debía de tener cincuenta y tantos años, pero mal llevados. La panza le impedía verse los pies, caminaba con las piernas tiesas y separadas, los brazos le quedaban cortos para abrocharse la chaquetilla, resoplaba como un fuelle y su aristocrático perfil estaba perdido entre cachetes colorados y una nariz bulbosa de buen vividor, pero su esposa había cambiado poco. Estaba lista para la recepción, ataviada a la última moda de París, con una peluca adornada de mariposas y un vestido lleno de lazos y cascadas de encajes, en cuyo escote profundo se insinuaban sus pechos de niña. Seguía siendo el mismo gorrión insignificante que era a los diecinueve años, cuando asistió en un palco de honor a la quema de Macandal. Desde entonces había presenciado suficientes tormentos como para alimentar de pesadillas el resto de sus noches. Arrastrando el peso del vestido guio a sus huéspedes al segundo piso, instaló a Eugenia en una habitación y ordenó que le prepararan un baño, pero su huésped sólo deseaba descansar.

Un par de horas más tarde comenzaron a llegar los invitados y pronto la mansión se animó de música y voces que a Eugenia, tendida en la cama, le llegaban en sordina. Las náuseas le impedían moverse, mientras Tété le aplicaba compresas de agua fría en la frente y la abanicaba. Sobre un sofá la esperaban su complicado atavío de brocado, que una esclava de la casa había planchado, sus medias de seda blanca y sus escarpines de tafetán negro con tacones altos. En el primer piso las damas bebían champán de pie, porque la amplitud de las faldas y la estrechez del corpiño les dificultaba sentarse, y los caballeros comentaban el espectáculo del día siguiente en tono mesurado, ya que no era de buen gusto excitarse en demasía con el suplicio de unos negros sublevados. Al poco rato los músicos interrumpieron la conversación con un llamado de corneta y el intendente hizo un brindis por el retorno de la normalidad a la colonia. Todos levantaron las copas y Valmorain bebió de la suya preguntándose qué diablos significaba normalidad: blancos y negros, libres y esclavos, todos vivían enfermos de miedo.

El mayordomo, con un teatral uniforme de almirante, golpeó tres veces el suelo con un bastón de oro para anunciar la cena con la pompa debida. A los veinticinco años ese hombre era demasiado joven para un puesto de tanta responsabilidad y lucimiento. Tampoco era francés, como cabía esperar, sino un hermoso esclavo africano de dientes perfectos, a quien algunas damas ya le habían guiñado el ojo. Y cómo no iban a fijarse en él… Medía casi dos metros y se conducía con más donaire y autoridad que el más encumbrado de los invitados. Después del brindis la concurrencia se deslizó hacia el fastuoso comedor, iluminado por cientos de bujías. Afuera la noche había refrescado, pero adentro el calor iba en aumento. Valmorain, atosigado por el olor pegajoso de sudor y perfumes, vio las largas mesas, refulgentes de oro y plata, cristalería de Baccarat y porcelana de Sèvres, a los esclavos de librea, uno detrás de cada silla y otros alineados contra las paredes para escanciar vino, pasar las fuentes y llevarse los platos, y calculó que sería una noche muy larga; la excesiva etiqueta le producía tanta impaciencia como la conversación banal. Tal vez era cierto que se estaba convirtiendo en un caníbal, como lo acusaba su mujer. Los invitados tardaban en acomodarse en medio de un barullo de sillas arrastradas, crujir de sedas, conversación y música. Por fin entró una doble hilera de sirvientes con el primero de los quince platos anunciados en el menú con letras de oro: minúsculas codornices rellenas con ciruelas y presentadas entre las llamas azules de coñac ardiente. Valmorain no había terminado de escarbar entre los huesitos de su pájaro cuando se le acercó el admirable mayordomo y le susurró que su esposa se encontraba indispuesta. Lo mismo le anunció en ese instante otro criado a la anfitriona, quien le hizo una seña desde el lado opuesto de la mesa. Ambos se levantaron sin llamar la atención en el cotilleo de voces y el bullicio de cubiertos contra la porcelana, y subieron al segundo piso.

Eugenia estaba verde y la habitación hedía a vómito y excremento. La mujer del intendente sugirió que la atendiera el doctor Parmentier, quien por fortuna se encontraba en el comedor, y de inmediato el esclavo de guardia ante la puerta partió a buscarlo. El médico, de unos cuarenta años, pequeño, delgado, con facciones casi femeninas, era el hombre de confianza de los grands blancs de Le Cap por su discreción y sus aciertos profesionales, aunque sus métodos no eran los más ortodoxos: prefería utilizar el herbario de los pobres en vez de purgantes, sangrías, enemas, cataplasmas y remedios de fantasía de la medicina europea. Parmentier había logrado desacreditar al elixir de lagarto con polvos de oro, que tenía reputación de curar la fiebre amarilla de los ricos solamente, ya que los demás no lo podían costear. Pudo probar que ese brebaje era tan tóxico que, si el paciente sobrevivía al mal de Siam, moría envenenado. No se hizo de rogar para subir a ver a madame Valmorain; al menos podría respirar un par de bocanadas de aire menos denso que el del comedor. La encontró exangüe entre los almohadones del lecho y procedió a examinarla, mientras Tété retiraba las jofainas y los trapos que había usado para limpiarla.

—Hemos viajado tres días para la función de mañana y mire el estado en que está mi esposa —comentó Valmorain desde el umbral, con un pañuelo en la nariz.

—Madame no podrá asistir a la ejecución, deberá guardar reposo por una o dos semanas —anunció Parmentier.

—¿Otra vez sus nervios? —preguntó el marido, irritado.

—Necesita descansar para evitar complicaciones. Está encinta —dijo el doctor, cubriendo a Eugenia con la sábana.

—¡Un hijo! —exclamó Valmorain, adelantándose para acariciar las manos inertes de su mujer. Nos quedaremos aquí todo el tiempo que usted disponga, doctor. Alquilaré una casa para no imponer nuestra presencia al señor intendente y su gentil esposa.

Al oírlo, Eugenia abrió los ojos y se incorporó con inesperada energía.

—¡Nos iremos ahora mismo! —chilló.

—Imposible, ma chérie, usted no puede viajar en estas condiciones. Después de la ejecución, Cambray se llevará a los esclavos a Saint-Lazare y yo me quedaré aquí para cuidarla.

—¡Tété, ayúdame a vestirme! —gritó, echando a un lado la sábana.

Toulouse trató de sujetarla, pero ella le dio un empujón y con los ojos en llamas le exigió que huyeran de inmediato, porque los ejércitos de Macandal ya estaban en marcha para rescatar a los cimarrones del calabozo y vengarse de los blancos. Su marido le rogó que bajara la voz para que no la oyeran en el resto de la casa, pero siguió aullando. El intendente acudió a averiguar qué sucedía y encontró a su huésped casi desnuda luchando con su marido. El doctor Parmentier sacó de su maletín un frasco y entre los tres hombres la obligaron a tragar una dosis de láudano capaz de dormir a un bucanero. Diecisiete horas más tarde el olor a chamusquina que entraba por la ventana despertó a Eugenia Valmorain. Su ropa y la cama estaban ensangrentadas; así terminó la ilusión del primer hijo. Y así se libró Tété de presenciar la ejecución de los condenados, que perecieron en la hoguera, como Macandal.

Fuente:

Allende, Isabel. La isla bajo el mar. Random House Mondadori, Barcelona, agosto de 2009.

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