Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

El libro

Una ventana para
leer el mundo

—25 de octubre de 2023—

Fullmetal Alchemist
Ilustración © Hiromu Arakawa

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Los libros. A lo largo del tiempo se han percibido de diferentes formas y con utilidades varias. ¿Acaso son un objeto en el cual derrochar información? ¿Una galería de memorias almacenadas en papel y tinta? Lo cierto es que estos bellos objetos han formado parte de nuestras culturas y tradiciones desde tiempos muy lejanos, pero siguen guardando secretos en sus códigos, misterios que no se han dictado en voz alta…, o simplemente no llegamos al ángulo exacto de la ventana… Ahora bien, ¿a qué me refiero con el término «ventana»? Si pensamos la función del libro desde una visión romántica y casi platónica, los libros son una fisura por la que el lector se acerca a las diferentes historias que se encuentran almacenadas en el contenedor de información llamado «libro»…, pero ¿acaso la historia que se nos cuenta es un relato «congelado en el tiempo»…?, o, por el contrario, ¿será un espacio flexible en el que la historia puede moldearse a voluntad del «narrador/lector» que se acerca a la obra? Dialoguemos un rato sobre la magia de los libros y la espacialidad que nos brindan dentro del relato que nos regala.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositor:

Javier Andrés Jaramillo Ortiz (Medellín) es estudiante de octavo semestre del pregrado en Estudios Literarios. Criado en los huesos de sus memorias y formado en las vías de un tranvía recuperado, desde joven se vio interesado por la magia de las letras y el perdón de la pluma. Ha participado en diferentes talleres de lectura y escritura y desde siempre ha sentido atracción por la fantasía, los mundos alternativos y la irónica interrogante de «cómo funciona el tiempo», lo cual, inevitablemente, «nos lleva al aquí y ahora».

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Invita:

Universidad Pontificia Bolivariana

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La ciencia ficción se mezcla con la fantasía, con el horror, con lo sobrenatural de una manera más activa y, al parecer, sí se está conformando un tipo de estética, una forma de escribir desde Latinoamérica; muchos escritores notables se desenvuelven dentro de esos mundos. Porque más que un escape, la ciencia ficción permite un pensamiento lateral y tal vez sea eso lo que necesitamos en este momento.

Andrea Chapela

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En diferentes épocas, hemos ensayado libros de humo, de piedra, de tierra, de hojas, de juncos, de seda, de piel, de harapos, de árboles y, ahora, de luz —los ordenadores y e-books—. Han variado en el tiempo los gestos de abrir y cerrar los libros, o de viajar por el texto. Han cambiado sus formas, su rugosidad o lisura, su laberíntico interior, su manera de crujir y susurrar, los peligros al acecho y la experiencia de leerlos en voz alta o baja. Han tenido muchas formas, pero lo incontestable es el éxito apabullante del hallazgo.

Irene Vallejo

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De Frankenstein a Alexa

Por Andrea Chapela

No es nada nuevo que vivimos acompañados por máquinas. El año pasado mi mejor amiga se compró una Alexa y a la fecha, cuando la voy a visitar, reconoce el sonido de mi voz y sabe que me llamo Andrea. Desde la Revolución Industrial, lo mecánico se ha colado en cada vez más aspectos de nuestras vidas hasta el grado de que ahora cargamos pequeños cerebros portátiles que nos permiten acceder a grandes cantidades de información.

Aunque la ciencia ficción y el género de robots comenzaron formalmente con Frankenstein (1818) de Mary Shelley, la palabra robot no se acuñó sino hasta el siglo xx. La fascinación que nos causa la posibilidad de crear personas artificiales que nos ayuden o acompañen tampoco es nueva. Podemos rastrear criaturas de este tipo desde el Canto xviii de la Ilíada, cuando Tetis va al taller de Hefesto a pedirle una armadura para Aquiles y ve una serie de figuras humanoides doradas que pueden moverse como personas. Otros ejemplos son el mito de Galatea, la estatua de Pigmalión que cobra vida, y el de Talos, el guardián de Creta, un autómata gigante hecho de bronce que protegía la ciudad de piratas e invasores. También está el gólem de la tradición judía, un ser fabricado a partir de materiales como el barro o la arcilla.

En el siglo xix, a la par de Frankenstein aparecen las primeras obras del género. E. T. A. Hoffmann escribió Los autómatas (1814) y El hombre de arena (1816), donde se descubre, ya al final de la historia, que uno de los personajes no era un ser humano, sino un muñeco. Poco después se publican Las aventuras de Pinocho (1883), de Carlo Collodi, y la primera dime novel de ciencia ficción, The Steam Man of the Prairies (1868) de Edward S. Ellis, en la que se describe a un robot gigante que podría ser un precursor de los mechas japoneses. Finalmente, justo antes de que se acuñara el término, encontramos otro antecesor en Tik-Tok de Oz (1914) de L. Frank Baum, y hasta podríamos contar en esta etapa al hombre de hojalata de El mago de Oz.

Como ya se puede apreciar en estos antecedentes, la definición de robot puede ser un problema. La palabra apareció en 1920, cuando el escritor checo Karl Čapek escribió la obra R.U.R (Robots Universales Rossum), en la que una empresa construye una serie de personas artificiales y orgánicas que pueden hacerse pasar por humanos. En una carta al Diccionario Oxford, Čapek contó que el verdadero inventor del término fue su hermano, el pintor y escritor Josef Čapek. Había pensado llamar a las criaturas mecánicas de la obra labori, que significa trabajo, pero no le gustaba mucho la palabra, así que usó la sugerencia de Josef: roboti, que viene de robota y significa corvea o autotrabajo. Desde su origen etimológico, los robots estaban conectados con el trabajo y con nuestros deseos o miedos de que nos suplanten.

Para 1923 R.U.R. se había traducido a más de treinta idiomas y su nombre había bautizado a una de las figuras más icónicas de la ciencia ficción. Sin embargo, las criaturas de Čapek tienen más que ver con lo que llamaríamos androide (humanos artificiales) que con autómatas hechos de metal. ¿Qué es un robot realmente? La definición más simple es: una máquina con apariencia humana configurable por el usuario. O, más aún, que se mueve y piensa como lo hace un ser humano. De hecho, en algunos casos no es necesario que tenga un cuerpo. Podríamos considerar robot a una conciencia artificial conectada a una computadora, como el personaje de HAL 9000 en 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).

Eric G. Wilson define a los robots como «humanos sintéticos», pero para fines de este artículo me gustaría ampliar esa idea. Digamos entonces que un robot es una persona artificial que ha sido modificada, intervenida, alterada de forma mecánica o biotecnológica. Así ya podemos hablar de robots como Elektro, la primera máquina con apariencia humanoide que podía responder a órdenes, fumar, inflar globos y mover la cabeza y los brazos; de los cyborgs (abreviatura de cybernetic organism), un término acuñado por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline en 1960 y que en los noventa Donna J. Haraway definió como la fusión de lo orgánico y lo tecnológico; y también de las inteligencias artificiales, que a veces tienen cuerpo y a veces no; y de la eventual capacidad de guardar conciencias humanas en memorias computarizadas para vivir en simulaciones y otros escenarios típicos del posthumanismo.

Hago este recorrido a través de distintas posibilidades porque creo que todas estas subcategorías comparten características temáticas. Si N. K. Jemisin define «ciencia ficción» como las historias sobre cambios tecnológicos, científicos y sociales que acercan al humano a lo desconocido para replantearse lo familiar, el robot es una metáfora que cuestiona los límites de lo humano. ¿Qué hace que las personas sean personas? ¿Cuál es la diferencia fundamental entre lo animado e inanimado si le damos movimiento, vida o incluso conciencia a esto último? ¿Dónde se esconde realmente nuestra humanidad: en el cuerpo, en los pulgares, en el cerebro, en la conciencia, o es más escurridiza que eso?

El robot nos permite dar un paso más, puesto que no solo coloca al ser humano ante el predicamento del espejo, sino también ante el de la creación. Nos pone en el lugar de Dios, de quien es capaz de dar vida y, por tanto, es responsable de sus criaturas. Además, dado que ocupa el lugar de un «otro», el robot permite abordar temas relacionados con la otredad racial o étnica, con la deshumanización e incluso la esclavitud, pues en la mayoría de los casos este es un sirviente, el trabajador perfecto que remplazará o destruirá a la humanidad.

Frente a tantas derivas, no sorprende que todos los escritores importantes de ciencia ficción hayan explorado esta figura a su manera. Una de las primeras historias de este género fue «Helen O’Loy» (1938) de Lester del Rey, publicada en Astounding Science Fiction, sin embargo, a quien podemos agradecer buena parte de nuestros imaginarios sobre los robots es Isaac Asimov, autor de «El hombre bicentenario» (1976) y otros relatos sobre este tema, los cuales están mayormente antologados en el libro Yo, Robot (1950). Su mayor contribución al género son, sin duda, las tres leyes de la robótica, que aparecieron por primera vez en el cuento «Círculo vicioso» (1942) y que continuó corrigiendo a lo largo de su vida, hasta añadir una ley cero: «Un robot no puede dañar a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daños» (1985).

Stanislaw Lem también escribió historias de robots, varias de las cuales aparecen en el libro Fábulas de robots (1964), donde describe un mundo poblado por seres mecánicos que temen a los humanos y les consideran criaturas legendarias. En varios libros posteriores Lem revisitó este universo, cuyos relatos tienen un tono parecido al de los cuentos de hadas. Fue por esos años que Philip K. Dick escribió su famoso libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), que inspiró la primera película de Blade Runner. En la Convención de Ciencia Ficción de Vancouver de 1972 Dick ofreció una conferencia titulada «El androide y el humano», donde habló de la ilusión tecnológica del ser humano de crear vida para solo reproducir sus propios prejuicios, algo evidente en las diversas IA que intervienen en las redes sociales. Otras referencias importantes del género son Supertoys Last All Summer Long (1969), de Brian W. Aldiss, que inspiró la película de Steven Spielberg A.I. Inteligencia Artificial (2001), y la novela The Iron Man (1968) de Ted Hughes, en la que se basó la película animada The Iron Giant (1999).

Desde la ciencia ficción feminista el robot ha permitido tratar la idea de los cuerpos artificiales e interrogar los roles de género, sobre todo después de la década de los sesenta. Entre las escritoras que exploraron este tema están Joanna Russ con su novela El hombre hembra (1975), James Tiptree Jr. (nombre de pluma de Alice Bradley Sheldon) con el cuento «The Girl Who Was Plugged In» (1973), y Marge Piercy con He, She and It (1991).

El robot nunca ha dejado de ser un tema importante en la ciencia ficción, de manera que los libros donde se explora la intimidad de la relación entre humano y máquina continúan sumando títulos. El género cyberpunk, que comenzó con la obra Neuromante (1984) de William Gibson, presenta un universo cibernético donde el ser humano va alejándose del cuerpo y se enfrenta a una poderosa IA. Otros ejemplos más actuales son la serie Justicia auxiliar (2013) de Ann Leckie; el relato «Fandom for Robots» (2017) de Vina Jie-Min Prasad y «Goodbye, My Love» (2022) de la coreana Chung Bora.

En español podemos tomar de ejemplo a Celeste, una conciencia humana guardada en una computadora, del libro de Alberto Chimal La noche en la zona M (2019), y también el cuento «Burbuja de humedad» de Libia Brenda, o la trilogía noir de Rosa Montero que comienza con Lágrimas en la lluvia (2011), donde la protagonista es una detective tecnohumana.

Finalmente, me gustaría mencionar otro tipo de literatura: la que ha sido creada por IA. En 2016 una novela escrita por una IA, El día que una computadora escriba una novela, pasó varias fases de un concurso literario en Japón. Apenas cuatro años después se dio a conocer el sistema GPT-3, una IA que aprende a través de deep learning y puede imitar el estilo de cualquier autor mientras tenga acceso a sus libros.

Los robots poseen una historia larga y rica en la imaginación humana. Nuestra relación con ellos oscila entre el control, la identificación y la paranoia. Queremos que nos sirvan, pero tememos que nos reemplacen y, sobre todo, nos reflejamos en ellos. Conforme nuestras vidas se van mecanizando y experimentamos vínculos cada vez más íntimos con las máquinas que nos rodean, los temas de este género literario abandonan la ficción y se presentan en nuestro día a día. Al menos eso es lo que pienso cada vez que Alexa me escucha entrar y me saluda por mi nombre.

Fuente:

Revistadelauniversidad.mx

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