Ciclo de Conferencias
El mapa de los
objetos perdidos
Viviendo en el smog
La belleza de la crisis ambiental
—Abril 30 de 2019—
Giovanni Papini
(1881 – 1956)
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Durante marzo y abril, Medellín descubre uno de sus rostros menos halagadores: el de la contaminación. El horizonte se cubre con una pátina de smog que desdibuja el contorno de los edificios y de las montañas y, en ocasiones, incluso llega a ocultarlos. Internet explota en llamados al cuidado ambiental y la alcaldía toma medidas para contrarrestar la crisis, sin nunca obtener verdaderos resultados. Al final, es el tiempo el que aclara el paisaje. Este hecho, como el de los ríos contaminados, los derrames de petróleo o la isla de desechos que se ha ido formando en mitad del Pacífico son realidades a las que hay que combatir, pero ¿acaso no guardan una belleza particular? ¿No es posible hallar en ellas un placer estético, contemplativo? Al fin y al cabo, se trata de espectáculos a los que solo hemos tenido acceso nosotros, los ciudadanos de la modernidad. Esta conferencia propone un recorrido por algunas de las propuestas artísticas que han decidido enfrentar el problema de una estética de la crisis ambiental.
El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.
Expositor:
Miguel Aguirre es estudiante de Estudios Literarios. En 2016 ganó el premio Andrés Bello y en 2017 quedó de finalista en el Concurso de Cuento Andrés Caicedo, razón por la cual aparece en la antología 8 cuentos. Ha publicado en las revistas digitales Palabrerías y La Sirena Varada y actualmente trabaja como guionista en la empresa de videojuegos Indie Level Studio.
Organiza:
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La reconstrucción de la Tierra
Por Giovanni Papini
Cuando oigo hablar del dominio del hombre sobre la Naturaleza, casi siento rabia. Imaginad un muchacho, abandonado en un parque, que después de tres o cuatro horas haya conseguido aprisionar algunas docenas de hormigas y de luciérnagas, trazar un nuevo sendero en la hierba, crear una cascada artificial en el arroyuelo y coger los frutos más maduros de los árboles: esta es, aproximadamente, teniendo en cuenta las proporciones, nuestra potencia sobre la Tierra. Nos hallamos, según parece, al principio.
Hemos sabido utilizar el viento de la atmósfera y el agua de los ríos, pero no hemos conseguido adueñarnos de la fuerza de las mareas ni utilizar el fuego de los volcanes. Cuando lleguemos a transformar en energía motriz los terremotos, entonces, pero no antes, podremos comenzar a enorgullecernos.
Entretanto, nuestra pasividad ante la Naturaleza es vergonzosa y ridícula. Esperamos casi siempre la voluntad del cielo y de la Tierra. Nuestra alabada ciencia y nuestra ensalzada técnica no han sabido todavía dominar las estaciones, cambiarlas según nuestra voluntad. No podemos atenuar el frío del invierno, reducir el calor del verano. Aceptarnos los temporales cuando vienen y no sabemos alejar la tempestad; soportamos pacientemente la nieve y somos impotentes contra la sequía.
¿Por qué, por ejemplo, no sabemos producir tempestades y ciclones artificiales, lluvias a voluntad, terremotos a capricho? ¿Cómo es que nunca somos capaces de crear, para los países brumosos, un gran sol artificial que ilumine y caliente toda una provincia? Me gustaría, si tuviese tiempo, crear en la Groenlandia un vasto jardín tropical donde creciesen en invernaderos caldeados por termosifones, las plantas del Ecuador. Desearía fabricarme, en pleno Sáhara, una ville con tres o cuatro frigoríficos, de manera que en todas las habitaciones hubiese la temperatura de la Laponia.
Huir de la monótona tiranía del día y de la noche, sería, me parece, facilísimo: bastarían enormes reflectores colocados sobre las montañas para iluminar toda la Tierra después del crepúsculo, y durante el día gigantescas emisiones de humo denso para impedir que la luz del Sol llegase hasta nosotros.
Pero lo peor es que nos adaptamos estúpidamente, como los campesinos de los tiempos antiguos, a la irritante lentitud de la Tierra. Hoy, en el triunfo de la velocidad, aun los más modernos farmers esperan meses y meses la germinación del trigo, del maíz, de los frutos, y no saben hacer nada ni nada intentan para abreviar la duración de la fabricación agrícola. ¡Es como si en la cuestión de los transportes se contentasen todavía con los pies! ¡Y se dice que somos los dueños de la Tierra! Dueños que deben esperar el beneplácito de su esclava para obtener de ella, y a su debido tiempo, un poco de comida.
Además, dominio implica posibilidad de modelar, de transformar, y poco más o menos hemos dejado la Tierra como la hemos encontrado, con todas sus irregularidades, sus asimetrías, sus obstáculos, sus defectos de construcción. Fuera de la despoblación de los bosques, del corte de un istmo y de los túneles para los ferrocarriles, hemos alterado muy poco la estructura del minúsculo planeta donde nos hallamos encerrados. La gloria y el distintivo del genio humano es el espíritu geométrico, pero no hemos siquiera empezado a reducir more geométrico la escandalosa veleidad de la Tierra.
Si verdaderamente fuésemos esos déspotas de la Naturaleza que nos vanagloriamos de ser, a esta hora habríamos transformado los lagos en estanques cuadrados o en forma de cruz o estrella, los ríos en canales rectilíneos, y las montañas —escarnio y reto de nuestro poder— en cubos, pirámides, conos o paralelepípedos de contornos precisos. Ni siquiera hemos demolido con valor una gibosidad.
No hablo porque sí ni para ejercitar la fantasía. En el planeta hay demasiado mar: tres quintas partes de la superficie terrestre están ocupadas por las aguas. Y la población crece continuamente. Hay dos mil millones de hombres y cada uno tiene 4 metros de intestinos. Cada día es preciso llenar 8 mil millones de kilómetros de tripas. Y muchos países producen poco y las montañas son, por lo general, estériles. Sería necesario, pues —si el hombre es verdaderamente el potentísimo rey del mundo—, deshacer las montañas y servirse de los miles de toneladas de material así extraído para construir islas artificiales en los océanos. Se obtendrían de ese modo dos resultados excelentes para el aprovisionamiento de la Humanidad: todos los continentes serían transformados en cómodas y fructíferas llanuras y se extendería, con la creación de las nuevas islas, la superficie seca y cultivable.
Empresa, sin duda, gigantesca, pero que no debería parecer imposible a la ingeniería de nuestro tiempo, que se vanagloria cada día más de los progresos de la mecánica y se da importancia de poder rehacer el Universo con sus invencibles maquinarias. La Tierra es, en cierto sentido, la posesión del género humano. ¿Y qué propietario de una posesión no se esfuerza en mejorarla y engrandecerla? O somos dominadores o no lo somos, y si verdaderamente queremos ser los autócratas de este grumo de fuego enfriado, ¿nos contentaremos con rascar la corteza y abrir aquí y allá algún agujero o algún surco?
Los estetas dirán que de este modo la Tierra se convertiría en algo espantosamente monótono. Pero con la estética no se multiplican los panes y cuando la tierra hospede a 4 ó 5 mil millones de hombres, será necesario resignarse a hacer lo que yo propongo, a menos de volver a la antropofagia.
Además soportamos muchas otras monotonías. Aunque no fuese nada más que la pobreza de los colores humanos. Nuestra piel no tiene más que tres tintes: el blanco, el negro y el amarillo. Y ni siquiera son las coloraciones más bellas; recuerdan demasiado la cera, la oscuridad y la ictericia. Una vez, para salir de esta pobreza, hice teñir a uno de mis camareros de un bello color verde; otro de encarnado puro, y de cobalto a una muchacha del servicio. ¡Pero los visitantes me trataron de loco y los criados me amenazaron con marcharse!
Hace algún tiempo obtuve un riachuelo de leche que corría entre riberas negrísimas, esparciendo masas de cal en la fuente y polvo de carbón en las orillas, y todos se rieron de mí.
Otra vez, siempre para rebelarme contra la monotonía, hice tirar al río que atraviesa mi parque muchos quintales de cinabrio para ver, finalmente, el agua de un bello color rojo, y entonces también protestaron.
Los hombres, pues, soportan perfectísimamente la uniformidad y todavía no están cansados de ver de color verde todas las hojas y eternamente amarillo un pedazo de oro. Se resignarán, por necesidad también, a la desaparición de las montañas, que constituirá, entre otras cosas, la victoria visible de uno de los ideales más queridos de la modernidad: la universal nivelación.
Fuente:
Papini, Giovanni. Gog, 1931. Texto tomado del blog Espacio en blanco.