Ciclo de Conferencias
El mapa de los
objetos perdidos
Comida
Práctica ritual y
poética en la literatura
—30 de agosto de 2023—
Ilustración © Soma Difusa
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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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En la historia de la literatura la relación con la comida es estrecha y poderosa. La vida presentada en los alimentos siempre lleva consigo una ceremonia, y por esa razón está presente desde el «Gilgamesh», la «Odisea», el «Nuevo Testamento» o el «Popol Vuh». No en vano una manzana guarda en su forma el secreto de uno de los mitos fundacionales más importantes en la historia universal. También existieron los «simposios», magníficos banquetes griegos de los que alguna vez se desprendió todo un género literario con ejemplos como «El banquete» de Platón, «El banquete» de Jenofonte, las «Charlas de mesa» de Plutarco o el «Banquete de los eruditos» de Ateneo. Hoy la palabra simposio llega hasta nosotros convertida en otra celebración, la del encuentro con el conocimiento. Veremos entonces cómo la literatura ha servido de espacio para desglosar las dimensiones perceptivas de un lenguaje que se expresa en texturas, colores, sabores y perfumes. Lenguaje que con frecuencia pasa desapercibido, pero que es fundamental para la construcción de una narrativa humana como práctica ritual y poética.
El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.
Expositora:
Margarita Restrepo Castrillón es estudiante de Estudios Literarios del énfasis en creación, medios y edición. Ha trabajado en proyectos de turismo rural sostenible en el suroeste antioqueño, encontrando en las posibilidades creativas de la fotografía análoga y en la cocina espacios para explorar su interés por la naturaleza.
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Invita:
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«Si no se puede sacar nada mejor del mundo, saquémosle, por lo menos, una buena comida».
Herman Melville
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«La vida es movimiento causado por los tres grandes factores llamados hambre, amor y miedo. Todos los demás están comprendidos allí».
Fernando González
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«El hambre es el primero de los conocimientos:/ tener hambre es la cosa primera que se aprende./ Y la ferocidad de nuestros sentimientos,/ allá donde el estómago se origina, se enciende./ Uno no es tan humano que no estrangule un día/ pájaros sin sentir herida en la conciencia:/ que no sea capaz de ahogar en nieve fría/ palomas que no saben si no es de la inocencia».
Miguel Hernández
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«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».
Miguel de Cervantes Saavedra
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El banquete
o del Amor
~ Fragmento ~
Por Platón
Apolodoros. —Creo que estoy bastante bien preparado para narraros lo que me pedís, porque últimamente cuando desde mi casa de Faleron regresaba a la ciudad, me vio un conocido mío que iba detrás de mí y me llamó desde lejos y bromeando: ¡Hombre de Faleron, Apolodoros! ¿No puedes acortar el paso? —Me detuve y lo esperé—. Apolodoros, me dijo, te buscaba precisamente. Quería preguntarte lo que pasó en la casa de Agatón el día en que cenaron allí Sócrates, Alcibíades y algunos otros. Se dice que toda la conversación versó sobre el Amor. Algo de ello he sabido por un hombre al que Phoinix, el hijo de Philippo, refirió parte de los discursos, pero este hombre no pudo darme detalles de la conversación; sólo me dijo que tú estabas bien enterado de todo. Cuéntame, pues; después de todo es deber tuyo dar a conocer lo que ha dicho tu amigo, pero dime antes si estuviste presente en aquella conversación. —Me parece muy natural, le respondí, que ese hombre no te haya dicho nada preciso, porque estás hablando de esta conversación como de una cosa acaecida hace poco y como si yo hubiera podido estar presente—. Sí que lo creía. —¿Cómo, le dije, no sabes, Glauco, que hace ya unos años que Agatón no ha puesto los pies en Atenas? De mí puedo decirte que no hace todavía tres que frecuento a Sócrates y que me dedico a estudiar diariamente sus palabras y todas sus acciones. Antes de este tiempo iba errante de un sitio a otro y creyendo llevar una vida razonable era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que lo último de que uno tenía que ocuparse era de la filosofía. —Vamos, déjate de burlas y dime cuándo fue esa conversación—. Tú y yo éramos muy jóvenes; fue en el tiempo en que Agatón alcanzó el premio con su primera tragedia y al día siguiente del que, en honor de su victoria, sacrificó a los dioses rodeado de sus coristas. —Hablas de algo ya lejano, me parece; pero ¿de quién tienes todo lo que sabes? ¿Del mismo Sócrates? —¡No, por Júpiter!, le contesté, de un tal Aristodemos de Kydaethenes, un hombrecito que siempre va descalzo. Ése estuvo presente, y si no estoy equivocado era entonces uno de los más fervientes admiradores de Sócrates. Algunas veces he interrogado a Sócrates acerca de algunas cosas que había oído a este Aristodemos y lo que ambos me dijeron fue siempre lo mismo. —¿Por qué tardas tanto en referirme la conversación? ¿En qué podríamos emplear mejor el camino que nos queda hasta Atenas? —Consentí y durante todo el trayecto fuimos hablando de esto. Por lo cual, como te he dicho hace un momento, estoy bastante bien preparado y cuando queráis podréis oír mi narración. Debo deciros que además de lo provechoso que es hablar u oír hablar de filosofía, no hay nada en el mundo en lo que con más gusto tome parte; en cambio me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, los que tenéis dinero, hablar de vuestros intereses. Deploro vuestra ceguedad y la de vuestros amigos, porque creéis hacer maravillas y no hacéis nada bueno. Es probable que vosotros por vuestra parte me tengáis mucha lástima y me parece que tenéis razón, pero yo no creo que se os haya de compadecer, sino que se os compadece ya.
El amigo de Apolodoros. —Siempre has de ser el mismo Apolodoros: siempre hablando mal de ti mismo y de los demás y persuadido de que todos los hombres, exceptuando a Sócrates, son unos miserables. No sé por qué no te apodan el Furioso; pero bien sé que hay algo de esto en tus discursos. Estás agriado de ti mismo y de toda la humanidad, exceptuando a Sócrates.
Apolodoros. —¿Te parece que es preciso estar furioso o privado de razón para hablar así de mí y de todos vosotros?
El amigo de Apolodoros. —No es éste el momento a propósito para disputar. Ríndete sin más tardar a mi petición y repíteme los discursos que se pronunciaron en casa de Agatón.
Apolodoros. —Voy a complacerte; pero mejor será que tomemos la cosa desde el principio, como Aristodemos me la contó.
Encontré a Sócrates, me dijo, que salía del baño y contra su costumbre llevaba sandalias. Le pregunté adónde iba tan compuesto. —Voy a cenar en casa de Agatón, me contestó. Rehusé asistir a la fiesta que dio ayer por temor al gentío, pero me comprometí a ir hoy; por esta me ves tan engalanado. Me he compuesto mucho para ir a casa de un guapo mozo. Y a ti, Aristodemos, ¿no te entran ganas de venir a cenar también, aunque no estés invitado? —Como quieras, le respondí. —Pues ven conmigo y formemos el proverbio haciendo ver que un hombre honrado puede ir a cenar a casa de otro hombre honrado sin que se lo hayan rogado. De buena gana acusaría a Homero no sólo de no haber modificado este proverbio, sino de haberse burlado de él, cuando después de habernos mostrado a Agamenón como un gran guerrero y a Menelao como un combatiente de poco empuje, le hace ir al festín de Agamenón sin estar invitado, es decir, un inferior a la mesa de un superior que está por encima de él. —Temo, dije a Sócrates, no ser como quisieras que fuese sino más bien, según Homero, el hombre adecuado que se presenta en el comedor del sabio sin estar invitado. Pero ya que eres tú quien me lleva, a ti te incumbe defenderme, porque no confesaré que voy sin invitación; diré que eres tú quien me has convidado. —Somos dos, respondió Sócrates, y uno u otro encontrará lo que habrá que decir. Vamos, pues.
Charlando amistosamente nos dirigimos a la morada de Agatón, pero durante el trayecto, Sócrates, que se había puesto pensativo, fue quedándose atrás. Me detuve para esperarle, pero me dijo que siguiera adelante. Al llegar a casa de Agatón, encontré la puerta abierta y hasta me ocurrió una aventura bastante cómica. Un esclavo de Agatón me condujo sin demora a la sala donde los comensales se habían sentado ya a la mesa esperando que se les sirviera. Apenas me vio Agatón, exclamó: Bienvenido seas, ¡oh, Aristodemos!, si vienes a cenar. Si es para otra cosa hablaremos de ella otro día. Te busqué ayer para rogarte que fueras uno de los nuestros, pero no pude encontrarte. ¿Por qué no has traído a Sócrates? —Al oírle me vuelvo y veo que Sócrates no me ha seguido. —He venido con él, que es quien me ha invitado, le dije. —Has hecho bien, repuso Agatón, pero ¿dónde está? —Me seguía y no concibo lo que puede haber sido de él. —Niño, dijo Agatón, ve a buscar a Sócrates y tráenoslo. Y tú, Aristodemos, colócate al lado de Eryximacos. Niño, que le laven los pies para que pueda ocupar su sitio. —Entretanto, anunció otro esclavo que había encontrado a Sócrates parado sobre el umbral de una casa inmediata, pero que por más que le llamaba para que viniera no quería hacerle caso. —¡Que cosa tan extraña!, dijo Agatón. Vuelve y no te separes de él mientras no venga. —No, no, dije, dejadle. Muy a menudo le ocurre detenerse donde se encuentra. Si no me engaño, muy pronto le veréis entrar. No le digáis nada, dejadle. —Si opinas así, sea como dices, replicó Agatón. ¡Niños, servidnos! Traednos lo que queráis, como si no tuvieseis aquí quien pueda daros órdenes, porque es una molestia que nunca me he tomado. Miradnos a mis amigos y a mí como si fuéramos vuestros convidados. Haced lo mejor que sepáis y haceos honor a vosotros mismos.
Comenzamos a cenar y Sócrates no venía. A cada instante quería Agatón que se le fuera a buscar, pero yo lo impedía siempre. Por fin se presentó Sócrates después de habernos hecho esperar algún tiempo, como solía, y cuando ya habíamos medio cenado, Agatón, que estaba sentado solo en un triclinio, en un extremo de la mesa, le rogó se pusiera a su lado. —Ven, dijo, Sócrates; quiero estar lo más cerca posible de ti para procurar tener mi parte de los sabios pensamientos que has encontrado cerca de aquí, porque tengo la certeza de que has encontrado lo que buscabas; si no, estarías todavía en el mismo sitio. —Cuando Sócrates hubo ocupado su puesto, dijo: ¡Ojalá pluguiera a los dioses que la sabiduría, Agatón, fuera una cosa que pudiera verterse de una inteligencia a otra cuando dos hombres están en contacto, como el agua pasa de una copa llena a otra vacía a través de una tira de lana! Si el pensamiento fuera de esta naturaleza, sería yo el que tendría que llamarse dichoso por estar cerca de ti, porque me parece que me llenaría de la buena y abundante sabiduría que posees; la mía es algo mediocre y equívoca, por decirlo así, un sueño. La tuya, al contrario, una magnífica sabiduría y rica de las esperanzas más bellas, como lo atestiguan el brillo con que luce desde tu juventud y el aplauso que más de treinta mil griegos acaban de tributarle. —Eres un burlón, contestó Agatón; ya examinaremos qué sabiduría es mejor; si la tuya o la mía, y Baco será nuestro Juez. Pero ahora no pienses más que en cenar.
Sócrates se sentó, y cuando él y los otros convidados terminaron de cenar, se hicieron las libaciones y cantó un himno en honor del dios y después de todas las otras ceremonias religiosas ordinarias, se habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:
Veamos, dijo, cómo beberemos para que no nos siente mal. Debo confesar que todavía noto los efectos de la comilona de ayer y que tengo necesidad de respirar un poco, como pienso os debe de suceder a la mayor parte de vosotros, porque ayer fuisteis de los nuestros. Tengamos, pues, cuidado de beber moderadamente. —Pausanias, dijo Aristófanes, no sabes con qué agrado escucho tu consejo para que seamos temperantes, porque soy uno de los que menos moderados estuvieron ayer. —¡Cómo me agradáis cuando estáis de tan excelente humor!, dijo Eryximacos, hijo de Acumenos. Pero todavía queda por hacer una advertencia: ¿se encuentra Agatón en disposición de beber? —No estoy muy fuerte, respondió éste, pero todavía puedo beber algo. —Para nosotros es un hallazgo, replicó Eryximacos, y al decir nosotros me refiero a Aristodemos, Phaidros y a mí, que opinéis así los buenos bebedores porque nosotros a vuestro lado somos malos bebedores. Exceptúo a Sócrates que bebe como se quiere y poco le importa el partido que se tome. Así, y puesto que no vengo animado a hacer demasiados honores a los vinos, no se me podrá tildar de inoportuno si os digo algunas verdades acerca de la embriaguez. Mi experiencia de médico me ha hecho ver perfectamente que el exceso de vino es funesto para el hombre. Yo, por mi parte, lo evitaré cuando pueda y nunca lo aconsejaré a los demás, sobre todo, cuando tengan la cabeza pesada de una orgía de la víspera. —Sabes, le dijo Phaidros de Myrrhinos, interrumpiéndole, que siempre me presto a tu opinión, principalmente cuando hablas de medicina, pero hoy tienes que reconocer que todo el mundo está muy razonable.
No hubo más que una voz; de común acuerdo se decidió que no habría excesos y que se bebería lo que cada uno comprendiese poder beber. —Puesto que así se ha convenido, dijo Eryximacos, y no se obligará a nadie a beber más que lo que le apetece, propongo que empecemos por despedir a la tocadora de flauta. Si quiere tocar lejos de aquí para distraerse, que toque, o si prefiere para las mujeres en el interior. Nosotros, si queréis hacerme caso, entablaremos una conversación y si os parece bien hasta os propondré el tema.
Todos aplaudieron, incitándole a entrar en materia. Eryximacos continuó: Empezaré por este verso de la Melanippe de Eurípides: este discurso no es mío, sino de Phaidros. Porque Phaidros me dice todos los días con una especie de indignación: ¿No es una cosa extraña, Eryximacos, que entre tantos poetas que han compuesto himnos y cánticos en honor de la mayoría de los dioses, no haya habido ni siquiera uno que haya hecho el elogio del Amor que es un dios tan grande? Mira a los hábiles sofistas, que todos los días componen sendos discursos en prosa en loor de Hércules y otros semidioses, y para no citar más que un nombre me referiré al famoso Prodikos, y no es algo que pueda sorprenderos. Hasta he visto un libro titulado: «Elogio de la sal», en el que su sabio autor exagera las maravillosas cualidades de la sal y los grandes servicios que presta al hombre. En pocas palabras: no encontrarás casi nada que no haya tenido ya su panegírico. ¿Cómo, pues, puede explicarse que en este ardor de alabar tantas cosas, nadie hasta hoy haya emprendido la tarea de celebrar dignamente al Amor y que haya olvidado a un dios tan grande? Yo, continuó Eryximacos, comparto la indignación de Phaidros; quiero pagar, pues, mi tributo al Amor y ganarme su benevolencia. Me parece al mismo tiempo que a una compañía como la nuestra no le estaría de más honrar a este dios. Si os parece no busquemos más tema para nuestra conversación. Cada uno improvisará lo mejor que pueda un discurso en elogio del Amor. Se dará la vuelta de izquierda a derecha. Phaidros, por su categoría, será el primero que hable, y yo después, por ser el autor de la proposición que os hago. Nadie se opondrá a tu voto, Eryximacos, dijo Sócrates; yo, desde luego, no, y eso que hago profesión de no saber más cosa que del Amor; ni tampoco Agatón, ni Pausanias, ni Aristófanes seguramente, que por entero está consagrado a Venus y Baco. E igualmente puedo responder del resto de la compañía, aunque, si he de decir la verdad, la partida no es igual para nosotros que estamos sentados los últimos. En todo caso, si los que nos preceden cumplen con su deber y agotan la materia, estaremos en paz dándoles nuestra aprobación. Que bajo felices auspicios comience, pues, Phaidros a hacer el elogio del Amor.
La proposición de Sócrates fue adoptada por unanimidad. No debéis esperar de mí que os repita palabra por palabra los discursos que se pronunciaron. Aristodemos, de quien tengo todas estas noticias, no me los pudo repetir perfectamente, y yo mismo me olvidaré de alguna cosa de lo que me refirió, pero os repetiré lo esencial.
Fuente:
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Cáliz-kráter de terracota de la antigua Grecia, creado entre 400 y 390 años antes de Cristo. Se conserva en el Museo Metropolitano de Nueva York.