Ciclo de Conferencias
El mapa de los
objetos perdidos
Pantallas
—26 de abril de 2021—
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Ver grabación del evento:
YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Levemente lo intuíamos. La ciencia ficción, la vida cotidiana, adelantaban la presencia de las pantallas como el centro de la vida. Narrábamos escenarios posibles, imaginábamos hipérboles que poco a poco no eran tan hipérboles, a medida que los celulares se volvían cada vez más rápidos, más útiles, más indispensables. Pero seguía siendo un escenario ficticio. Salíamos a correr. Íbamos a la universidad. Nos encontrábamos para comer los domingos en la casa de la abuela. Entonces: una pandemia. Entonces: aislamientos, acordeones. Entonces: la hipérbole dejó de ser hipérbole. Las pantallas se convirtieron en amas y señoras del hogar. Teletrabajo, teleamistades, telefamilias, telepresencias. En este nuevo encuentro de «El mapa de los objetos perdidos» hablaremos de las pantallas en la literatura, desde Delfos hasta Colombia. Será, por supuesto, una charla virtual, y será, también por supuesto, interactiva.
El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.
Expositor:
Lucas Vargas Sierra es profesional en Estudios Literarios de la Universidad Pontificia Bolivariana. Docente. Lector. Escritor. Autor del libro de cuentos Esas personas que se ignoran (Tragaluz, 2017). Vive con María y Galilea. A veces boxean por las noches.
Invita:
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Cira duerme en los brazos de su padre bajo los robles holográficos que titilan a medias en algunas zonas de la ciudad. Los arcos traslúcidos de las calles retienen las pantallas y los paneles fotosensibles en donde se proyectan imágenes sin descanso. Cada día, una promoción de las nuevas residencias tech inaugura el hilo de contenidos.
El comercial muestra un modelado en 10K de los cuartos: los muebles, paisajes, personas (vivas o muertas), animales y un amplio etcétera, son recreados a través de impresoras de luz en un espacio de 8 a 10 metros cuadrados, publicitado como «la perfecta medida de hiperrealidad». El diseño y la ubicación de los aparatos es un misterio para los ocupantes, quienes solo cuentan con un control manual y un asistente en la nube que previene errores de visualización —y el consecuente terror al vacío—. Entre las únicas restricciones de la realidad aumentada se encuentran la programación de las comidas o complementos inyectables. Todos los edificios son insonoros y cuentan con ascensores individuales para garantizar el nulo contacto con los vecinos.
Karen Andrea Reyes
Zen’ no
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Cuánto se divertían
Por Isaac Asimov
Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: «¡Hoy Tommy ha encontrado un libro de verdad!».
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
—Caray —dijo Tommy—, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
—Lo mismo digo —contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía trece—. ¿En dónde lo encontraste?
—En mi casa —Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo—. En el ático.
—¿De qué trata?
—De la escuela.
—¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
—No es culpa de la niña, señora Jones —le dijo a la madre—. Creo que el sector de geografía estaba demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio —y acarició de nuevo la cabeza de Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.
Así que le dijo a Tommy:
—¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
—Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años —y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente—: siglos.
Margie se sintió dolida.
—Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo —leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió—: De cualquier modo, tenían maestro.
—Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
—¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
—Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
—Un hombre no es lo bastante listo.
—Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
—No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
—Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
—Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
—Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban allí.
—¿Y todos aprendían lo mismo?
—Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
—Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
—Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
—No he dicho que no me gustara —se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:
—¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
—Todavía no, mamá.
—¡Ahora! —chilló la señora Jones—. Y también debe de ser la hora de Tommy.
—¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? —le preguntó Margie a Tommy.
—Tal vez —dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba iluminada.
—La lección de aritmética de hoy —habló el maestro— se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
—Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se divertían.
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