Presentación

El camino
que abrimos

—4 de octubre de 2021—

Portada del libro «El camino que abrimos» de María Emma Mejía

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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María Emma Mejía (Medellín, 1953) es periodista, política, gestora cultural y diplomática. Se ha desempeñado, entre otros cargos, como embajadora de Colombia ante la ONU en Nueva York (2014-2018), secretaria general de UNASUR (2011-2012), directora de la Fundación Pies Descalzos de Shakira (2003-2013), ministra de Relaciones Exteriores (1996-1998), ministra de Educación (1995-1996), embajadora de Colombia en España (1993-1995), alta consejera presidencial para Medellín (1990-1993) y directora de Focine (1984-1987). Participó en diversas campañas políticas a la Alcaldía de Bogotá y —como primera mujer candidata vicepresidencial— a la Presidencia de la República. Ha dedicado parte de su carrera a las negociaciones de paz, particularmente en el Caguán y con la Comisión de la Sociedad Civil en el proceso con el ELN. Adelantó estudios de Periodismo y Comunicación Social en la Universidad Pontificia Bolivariana, luego viajó a Londres, donde se formó como cineasta en la BBC, y culminó su carrera en la Universidad del Valle. Actualmente es conferencista y columnista invitada del periódico El Tiempo y dirige el programa «A fondo con María Emma» de Noticias Caracol Ahora.

Conversación de la autora con Luz María Sierra, exjefe de redacción de El Tiempo y actual directora del periódico El Colombiano en Medellín.

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Penguin Random House Grupo Editorial

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Cuando María Emma Mejía se abrió paso en la vida política colombiana, el país transitaba por uno de los periodos más violentos de su historia. Conoció de cerca una guerra en la que perdieron la vida la periodista Diana Turbay, su amiga, y Luis Carlos Galán, su jefe político. En aquellos difíciles años, en su ciudad, Medellín, lideró el programa Arriba mi barrio, referente de inclusión social en las comunas por medio del reconocimiento, la identidad y el arte, donde fue testigo del trasfondo de una sociedad dividida.

En un mundo político convulso, dominado por hombres, María Emma fue una pionera. Su vida es una lección de pragmatismo, de un poder que nace de la dificultad y que crea puentes entre fuerzas antagónicas. Como ministra, canciller, embajadora, candidata, diplomática en organismos internacionales y directora en actividades filantrópicas, ha defendido la equidad social y de género y posicionado al país en el panorama mundial. A la manera de alguien que hace un alto en el camino y vuelve la vista atrás, María Emma Mejía relata su vida y presenta su versión de acontecimientos que marcaron el rumbo de Colombia y que la convirtieron en pieza clave del poder público de las últimas décadas.

Los Editores

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María Emma Mejía

María Emma Mejía

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El camino que abrimos

~ Fragmento ~

Puse sus manos entre las mías, mientras trataba de que no se me notaran las lágrimas, pues, aunque estaba inconsciente, tal vez podría presentir que la estaba despidiendo. Los médicos habían hecho lo posible para mantenerla con vida, pero al final tuvieron que aceptar que el impacto de la bala explosiva de alta velocidad le había fracturado la columna vertebral y le había perforado el riñón y el hígado. Diana Turbay fue trasladada en helicóptero del municipio de Copacabana al aeropuerto Olaya Herrera en Medellín, y luego en ambulancia hasta el Hospital General. Para entonces, había perdido mucha sangre. Llegó ya inconsciente y nunca más iba a despertar y, aunque los médicos lo intentaron todo, ya no había nada que hacer.

No pude dejar de recordar cómo casi un año atrás, el 26 de abril de 1990, estando juntas escuchamos por la radio el atentado en pleno vuelo contra el candidato presidencial por la Alianza Democrática M-19, Carlos Pizarro Leongómez. Diana Turbay Quintero había quedado pasmada. Como secretaria privada de su padre, el expresidente Julio César Turbay, y como periodista, conocía a Pizarro y había desempeñado un papel importante en el proceso de desmovilización del M-19. Eran muy amigos, por lo que me pidió que la acompañara a la clínica de la Caja Nacional de Previsión, en el CAN. Las afueras de urgencias estaban abarrotadas; seguidores y militantes del M-19, prensa nacional e internacional por todas partes temiendo la dramática situación en que se confirmara un nuevo asesinato contra un candidato presidencial.

Bernardo Jaramillo Ossa, de la UP (Unión Patriótica), había sido asesinado apenas treinta y cuatro días antes. El 18 de agosto de 1989 también habían matado a Luis Carlos Galán, por quien nos conocimos Diana y yo: nos motivaba la esperanza de llevarlo a la presidencia. Y dos años atrás también había sido ultimado, por los mismos perpetradores, Jaime Pardo Leal.

Diana no detuvo sus pasos frente a los medios y entró rápidamente a la sala de cirugía a acompañarlo hasta sus últimos momentos. No olvidaré cómo, de regreso, me decía que alcanzó a tomar su mano y que estaba segura de que en esos momentos, y a pesar de su estado crítico, seguramente esperaba ese contacto cálido que le llegaría al alma.

Y eso fue lo que hice en ese día aciago: acompañarla en los minutos finales. Darle un último adiós a la espera de que mis manos le transmitieran un poco de calor humano, el que no había tenido en sus últimos días, pues estaba por cumplir cinco meses de estar secuestrada por los extraditables. Había sido engañada con la posibilidad de entrevistar al cura Pérez, líder del Eln. Diana Turbay había sido una víctima más de ese conflicto sangriento e interminable que ha asolado a Colombia, pero no la mató la confrontación política violenta sino la guerra despiadada y sin cuartel que libraba el país contra el narcotráfico.

Luego se supo que la bala mortal había sido disparada mientras unos helicópteros artillados de la Policía hostigaban a un grupo de individuos armados. El Gobierno dijo que estaba allí persiguiendo a Pablo Escobar Gaviria, aunque la familia Turbay siempre sostuvo que estaban en una operación de rescate de secuestrados. En esos momentos me encontraba en Medellín atendiendo mis funciones de consejera presidencial. La última vez que hablé con Diana fue el día de la posesión de César Gaviria Trujillo, el 7 de agosto de 1990, y apenas veinte días más tarde sus captores la habían hecho viajar al Magdalena Medio y, luego de varios días en los que no se supo su paradero, nos llegó la noticia funesta de que estaba en manos de los extraditables.

Ese día había empezado con un mal presentimiento. Un amanecer frío y gris. Como parte de mi rutina había madrugado al gimnasio y a las seis y cuarto de la mañana ya subía al Mazda blindado que conducía don Héctor Avendaño, quien me regresaría a casa de mi tía Yolanda, donde vivía en Medellín. De un momento a otro sentimos un gran ruido encima de nosotros. Don Héctor paró el carro y vimos un escuadrón de helicópteros que pasaron bajos y raudos rumbo al nororiente. El estruendo de los motores y las hélices me aturdió completamente y me dejó de mal ánimo, del mismo color de ese cielo plomizo y estrecho. Una vez en casa me arreglé para salir.

De camino a la oficina en la Alcaldía de Medellín, recibí la llamada de Gilberto Echeverri Mejía, gobernador de Antioquia y mi «consejero mayor», como lo llamaba desde que llegué, en la que me pedía que nos reuniéramos de inmediato en su despacho. Entramos por el sótano y me dirigí al piso 12, y en silencio comenzamos a prepararnos para lo que se vislumbraba sería otro largo día de violencia que nos preparaba Escobar.

Poco después del mediodía hubo un gran revuelo. En medio de una reunión del Consejo de Seguridad fuimos informados de que habían dado con el lugar de cautiverio de Diana Turbay en el municipio de Copacabana, y que ya la regresarían a Medellín. Lamentablemente reportaron que en medio del operativo Diana fue obligada a huir, y mientras corría loma arriba sin ninguna protección, ni de sus captores ni de las fuerzas de seguridad del Estado que pretendían liberarla, cayó gravemente herida.

Durante todo ese tiempo, el conmutador del Palacio de Nariño no paró. Constantes comunicaciones con el presidente Gaviria y su consejero de seguridad, Rafael Pardo Rueda, a quien el presidente encomendó el seguimiento de lo que ya se presentía como una tragedia. Gilberto y yo salimos a toda velocidad hacia el aeropuerto, pero nos enteramos de que Diana ya venía en camino hacia el Hospital General. Al acercarnos a Urgencias, vimos que se aglomeraba gran cantidad de periodistas. Gilberto, sabiamente, se ubicó a las afueras de la clínica y organizó una improvisada rueda de prensa, Gilberto subió y me informó que el presidente Gaviria había habilitado el avión presidencial para traer a doña Nydia Quintero y al expresidente Julio César Turbay, padres de Diana. Nos dirigimos al aeropuerto Olaya Herrera a recibirlos en medio de intensa lluvia y en completo silencio.

En la mente repasaba mi vida hasta ese momento. Había regresado a Medellín después de pensar que nunca volvería. Tampoco imaginaba que ese tiempo marcaría para siempre mi futuro hacia una carrera pública. La guerra atroz que desangraba al país nos había arrebatado a tanta gente valiosa, entre ellos a Galán y ahora a Diana, y a tantos colombianos inocentes.

Mi función en la capital antioqueña era uno de los aspectos fundamentales de la estrategia del presidente Gaviria para enfrentar la influencia nefasta del narcotráfico en la sociedad, y yo había asumido ese reto. Me inspiraban el espíritu cívico y el carácter valiente y osado de mi abuelo Gonzalo Mejía, así como el talante y el tesón de Luis Carlos Galán. Lo que estaba faltando en la ciudad en esos años terribles de finales de los ochenta y comienzos de los noventa era justamente el civismo, la fortaleza de ánimo, el interés por el otro, y esos eran los principios que iluminaron nuestro combate contra la degradación de los valores debido a ese culto al dinero fácil que había llegado al extremo de despreciar la vida. Para ese día, 25 de enero de 1991, había cumplido cinco meses de trabajo como consejera presidencial, y soportábamos uno de los años más violentos de la historia de Colombia.

Habíamos empezado a ejecutar varios proyectos en las comunas de la ciudad, que nos llenaban de entusiasmo y esperanza, pero este golpe nos regresaba a la dura realidad. Nos aproximamos al aeropuerto para recibir a los padres de Diana. En cuanto los funcionarios del aeropuerto ubicaron la escalerilla, me adelanté a saludarlos. Doña Nydia me preguntó por su niña, como siempre la llamaba con cariño. Tuve que hacer un gesto terrible con la cabeza y abrazarla para que comprendieran que su hija había muerto.

Los momentos que siguieron fueron muy fuertes. Sentí el dolor contenido del expresidente Julio César Turbay y la angustia, la rabia de doña Nydia, quien había presentido este final desde antes y así se lo había hecho saber al presidente Gaviria, a quien culpó de la muerte de Diana. No supe luego cuánto tiempo estuvimos allí, en silencio, lamentando la ausencia de una hija generosa y dedicada, la pérdida de mi amiga, pero sobre todo de una mujer ejemplar, gran periodista y profesional dedicada en cuerpo y alma a un oficio que le costó la vida. Con su memoria en nuestros corazones, comenzamos a descender la escalerilla.

Con el doctor Turbay y doña Nydia nos dirigimos al hospital y volvimos a vivir momentos muy difíciles. Después de ver a Diana, el expresidente se quedó en la sala mientras doña Nydia convocaba allí mismo una conferencia de prensa en la que insistió en culpar al Gobierno, en la misma proporción que a los narcotraficantes, por la muerte de Diana. Nadie osó contradecirla; todos sabíamos que si había un culpable único en esta situación era Pablo Escobar y su halo de muerte.

Pero también era culpa de la guerra contra las drogas, esa política nefasta que no ayudaba a resolver los conflictos, la inequidad y la decadencia moral que llegaron con el narcotráfico. Sería el comienzo de una noche muy larga. Estuvimos por horas en el Hotel Intercontinental esperando que Medicina Legal nos entregara el cuerpo. Con ese trámite cumplido, salimos en una lenta caravana para subir a Rionegro, pues el aeropuerto de Medellín estaba cerrado. Una silenciosa carretera en una noche oscura y lluviosa que solo terminó a las dos de la mañana, cuando el cuerpo de Diana Turbay ingresaba al avión en el que la familia regresaría a Bogotá.

No pude dejar de sentir que algo se había acabado en mi vida de modo definitivo. El trabajo que venía adelantando hasta ese día en Medellín ya empezaba a dar frutos, muy lentamente, lo suficiente para darnos esperanzas. Sin embargo, los golpes diarios de violencia y muerte eran difíciles de asimilar; y cada día costaba más reponerse. Esa noche creía que no iba a poder superar la tragedia de Diana, pero al mismo tiempo sentía la necesidad inaplazable de esforzarme más, de obtener resultados de la gestión, más sólidos y más pronto.

Si al llegar a Medellín con el encargo de la Consejería había sentido que mi vida había tomado su verdadero rumbo, después de esa noche, con el alma en las manos, no me iba a dejar amilanar por ningún temor ni a contrariar por ningún obstáculo. A pesar de los duros golpes no podíamos dudar: estábamos en el camino correcto, buscábamos un país más equitativo y justo. Había que seguir dando la batalla.

Fuente:

Mejía, María Emma. El camino que abrimos. Debate Penguin Random House, Bogotá, 2021. Prólogo de Héctor Abad Faciolince.