Presentación
El destino
es el regreso
—Julio 26 de 2012—
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Jaime A. Orrego (Medellín, 1974) es profesor de español y literatura latinoamericana en Saint Anselm College en Manchester (New Hampshire, EE. UU.). Se graduó como ingeniero industrial en la Universidad Javeriana de Bogotá (1999) y obtuvo el título de Ph.D. en literatura en la Universidad de Iowa (2008). Ha escrito numerosos cuentos, artículos y entrevistas publicados en diversas revistas especializadas en Colombia y Estados Unidos. Su narrativa, que utiliza principalmente los recursos estilísticos de la ciencia ficción, trata el tema de la realidad colombiana de los últimos años, sin restarle por ello el dramatismo a una época violenta y hostil que marcara profundamente su infancia y adolescencia. Además de la creación literaria también se dedica a la labor investigativa, enfocándose principalmente en la violencia colombiana desde el período de la Independencia. Actualmente se encuentra terminando un libro sobre la otredad en la obra de Manuel Mejía Vallejo, tema en el que se centró su tesis doctoral en la Universidad de Iowa.
Presentación del autor
por Álvaro Antonio Bernal
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Este libro de Jaime Orrego gira alrededor de escenarios urbanos que toman como punto de partida y confluencia diferentes experiencias de personajes trasterritorializados. Algunos de estos terminan cargando con el peso de un pasado que se convierte en una condena sicológica. En ellos se percibe un intenso deseo por interpretar el presente, evocar ese pasado caracterizado muchas veces con halos de nostalgia, y enfrentar un futuro incierto.
A su vez, en sus relatos se lee el drama de la problemática colombiana durante los últimos treinta años, en la que muchos habitantes han tenido que dejar su lugar de origen en busca de nuevos horizontes. Orrego no repara solamente en historias lineales o tradicionales en las que sale airoso, sino que también logra crear detalles, formas, mundos y perspectivas multitemporales a partir de algunos textos impregnados de ciencia ficción y formas fantásticas. Bienvenida esta colección de cuentos que ayuda a fortalecer espacios para las nuevas manifestaciones independientes de la literatura colombiana.
Álvaro A. Bernal
Profesor de lengua y literatura
Universidad de Pittsburgh-Johnstown
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Jaime Orrego
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Pineda
A mis padres
Por Jaime Orrego
Eran las diez de la noche de aquel lunes nueve de diciembre cuando Alejandro Muñoz vio cómo su amigo José Marín se montaba en un camión del ejército, luego de que fuera reclutado para luchar contra grupos insurgentes en un pueblo antioqueño a orillas del río Magdalena. Alejandro había oído el nombre de ese pueblo miles de veces en los noticieros. En un país como Colombia, gran parte de la geografía se conoce por los muertos que quedan en los pequeños pueblos que casi ni pueden distinguirse en los mapas del Instituto Agustín Codazzi.
Colombia exigía que los estudiantes recién graduados de los colegios pasaran por un proceso de selección para prestar el servicio militar por un año. Después de practicarse varios exámenes médicos, a través de un sorteo, se decidía quienes prestarían el servicio militar. Unos meses antes, el día del sorteo, Alejandro sacó la balota que decía “favorecido”. El día del reclutamiento Alejandro llegó con su papá diez minutos antes de que abrieran las puertas del coliseo. Allí se determinaría en qué lugar del país él prestaría su servicio militar. Después de llenar los batallones, las personas que no eran asignadas a ninguno, no tendrían que formar parte del ejército y volvían a sus casas.
La noche anterior, varios de los amigos de Alejandro habían organizado una fiesta de despedida. Dentro de los pocos invitados se encontraba Cecilia Restrepo, amiga por quien Alejandro tenía un profundo afecto. Aunque el ambiente de la fiesta era un poco nostálgico, Alejandro la pasó bien. Después de escuchar música por un par de horas, poco a poco sus amigos comenzaron a irse. Sólo se escuchaban palabras de aliento: “Seguro que nos vemos mañana”, “todo va a salir bien”, pero Alejandro estaba pensando más en el día siguiente, que en las palabras de sus amigos. Solo cuando llegó Cecilia a despedirse, dejó su ensimismamiento. Ella lo abrazó como el resto de sus amigos, le dijo: “Todo va a salir bien… seguro que nos vemos mañana”, pero él respondió con lágrimas. Tenía mucho miedo. Alejandro estuvo tentado a decirle que la quería, que la iba a extrañar, pero su timidez fue más fuerte y simplemente se limitó a ver como ella se iba.
Pasó media hora hasta que Alejandro le pidió el carro prestado a su papá para ir a darle un último adiós a Cecilia. Mientras conducía los quince minutos que lo separaban del apartamento, él pensó en las mil cosas que le diría. Solo que, cuando caminaba desde el carro hasta el edificio, sintió que lo había olvidado todo. Tocó la puerta y fue ella, muy sorprendida, quien la abrió.
—¿Qué pasó?
—Nada. Sólo quería verte por última vez antes de irme mañana.
—Estoy segura que nos veremos mañana acá nuevamente.
—Yo no estaría tan seguro. Tengo mucho miedo de que sea asignado a uno de los batallones y tenga que irme.
—Lo sé. Pero ya verás que todo va a salir bien.
—Ya veremos. También quería decirte que sos una persona muy importante para mí.
—Vos también sos un amigo muy especial.
Alejandro la abrazo y luego se fue llorando. Él había conversado por primera vez con Cecilia tres meses antes durante el funeral de David Pineda. La muerte de su amigo había sido bastante traumática, tanto para Alejandro como para el resto de compañeros de clase. Pineda era un ferviente hincha del equipo de fútbol de la ciudad, y era uno de los integrantes de la barra “La Maturana”, la cual siempre asistía a los partidos del equipo, sin importar la ciudad donde éste jugara.
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Los viernes eran días muy importantes en el colegio de Alejandro, ya que el equipo de microfútbol jugaba. Los partidos comenzaban normalmente a las cuatro de la tarde, y el coliseo del colegio estaba siempre lleno. Pineda y varios de sus compañeros de clase, entre ellos Alejandro, organizaban la barra del colegio que saltaba durante todo el partido animando a su equipo. La mayor parte de los cánticos eran adaptaciones que Pineda hacía de los que cantaban en los partidos de fútbol profesional.
El viernes diecisiete de septiembre, la clase de Filosofía ya había comenzado cuando Alejandro notó la ausencia de Pineda y le preguntó a Marín:
—¿Sabés si Pineda está enfermo o algo?
—No, nada. Se me hace bien extraño que no haya llegado hoy viernes, día de micro.
La conversación fue interrumpida por la entrada del hermano Manuel. Era su costumbre pasar todos los días durante la primera clase para tomar asistencia. Por eso Alejandro y Marín nunca esperaron escuchar lo que estaba a punto de contar a toda la clase: “Cuando nuestro hermano David manejaba su motocicleta esta mañana para venir al colegio tuvo un accidente, y debió ser llevado de urgencias al hospital. Hablamos con su madre hace pocos minutos, y nos contó que su estado de salud es bastante delicado. La capilla del colegio estará abierta todo el día para quienes quieran orar y pedir por la salud de nuestro hermano”.
El maestro trató de continuar su clase de filosofía, pero sus intentos fallaron. Le fue imposible controlar las emociones de los estudiantes. Después de consultarlo con el hermano Manuel, canceló la clase.
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A la primera persona que vio después de entrar al coliseo fue a Marín.
—Entonces, Marín, ¿listo para servirle a la patria?
—¡Por lo menos más que vos sí lo estoy!
Alejandro vio que Marín tenía una mochila grande. En ella tenía tres jeans, cinco camisetas, un par de tenis, cinco pares de medias, cinco calzoncillos, desodorante, un cepillo de dientes que había comprado la noche anterior, y una crema dental empezada.
—Tenés razón, vos sí que estás preparado para irte.
—Claro, Alejo. Mi familia no tiene contactos en el ejército. No veo el motivo por el cual no vayan a reclutarme.
—¿Y no te da miedo?
—Claro que sí, pero no gano nada preocupándome.
—Yo sí tengo mucho miedo. Espero que los contactos de mi papá sirvan de algo. A él le dijeron que estuviera tranquilo que todo iba a salir bien.
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Un viernes, Pineda llegó con una chica al coliseo del colegio. Sus amigos comenzaron a secretearse y a comentar lo guapa que era. Uno de ellos le preguntó: “Oiga Pineda, ¿quién dijo que teníamos que traer las novias hoy?”.
—No sea pendejo. Es mi prima Cecilia, a quien todos vamos a respetar. Ella vino conmigo porque ha escuchado en su colegio sobre nuestro equipo de micro, así que yo la invité a que se sentara con nosotros en la mejor barra de todos los colegios de Medellín.
Alejandro estaba apenas a cuatro puestos de Pineda y su prima. Él no dejaba de mirarla. Marín lo notó.
—Está como buena la prima de Pineda, ¿sí o qué?
—¿Ah…? No me había dado cuenta —le mintió Alejandro.
—Deberíamos sentarnos más cerca de ellos, y así le podemos hablar.
—No, fresco, Marín. Yo desde acá veo muy bien.
—Vos si sos pendejo. Te gusta una vieja y no le decís nada.
Esa tarde, Alejandro no prestó atención al partido por mirarla. Después de que terminó, Pineda invitó a todos a su casa. Esa noche Alejandro no fue. Tuvo miedo de ver a Cecilia de frente y tener que hablarle. Se fue a su casa y quiso distraerse leyendo. Se acostó en su cama, con el libro abierto, pensando en ella. Él no sabía que no volvería a verla hasta el día de la tragedia.
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La mañana del reclutamiento había pasado rápidamente. Alejandro y Marín se habían sentado junto a sus compañeros de colegio. Uno de los temas de conversación fue intentar revivir el día de la final departamental de microfútbol, que había sido en el mismo coliseo en que se encontraban. Era casi el mediodía cuando se dieron cuenta de que se había acabado la comida que habían llevado. Pensaron en buscar a alguien fuera del coliseo que les consiguiera comida. Se asomaron por las ventanas y encontraron una cantidad enorme de gente que esperaba noticias de amigos, familiares o conocidos. Después de una conversación llevada a través de gritos, la mamá de uno de los compañeros apareció con una bolsa del supermercado en la que había gaseosas y pasteles. El problema era cómo alcanzar la bolsa. Después de discutirlo, todos se quitaron los cordones de sus zapatos, los amarraron y lograron así coger la bolsa. Fue uno de los pocos momentos de alegría que tuvieron durante el día.
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Ese viernes por la noche, cuando Alejandro llegó a la funeraria vio en una esquina a Cecilia llorando. Había hecho planes para encontrase con sus amigos a la entrada, pero después de esperar por veinte minutos se decidió a entrar solo. Únicamente la reconoció a ella, pero no fue lo suficientemente valiente para ir a hablarle. De pronto, una mujer de edad se le acercó.
—¿Usted era amigo de David?
—Sí, señora, éramos compañeros del colegio.
—Muchas gracias por venir, mijo. ¿Le provoca tomar alguna cosa?
—No, señora. Estoy bien.
—Bueno, mijo, pero por lo menos siéntese un ratico acá con Cecilia. Ella era muy amiga de David. ¿Usted la conoce?
Alejandro sentía que las piernas le temblaban; quiso irse, pero ya era tarde. Habían caminado y se encontraban en frente de Cecilia.
—Mire, mija, acá vino Alejandro, un amigo de David.
—Hola. Me llamo Cecilia.
—Soy Alejandro. Yo era amigo de David.
—Eso lo sé. Lo acaba de decir mi tía —contestó ella en medio de risas.
Alejandro se sintió tonto y muy nervioso, pero después de unos minutos la conversación se hizo más amena. Hablaron de Pineda, de su amor por el fútbol y de su entusiasmo en los partidos de micro en el colegio. Después de aquella noche empezaron a llamarse por teléfono, y hablaban por lo menos una vez a la semana. Casi siempre lo hacían los miércoles. Aunque él la invito varias veces a los juegos de micro del colegio, ella nunca quiso ir, pues “eso le recordaría a David y se pondría triste”. Fueron varias veces al cine, a tomar café y a comer. Alejandro no sabía si Cecilia tenía novio. Nunca fue capaz de preguntárselo. Tenía miedo de que ella le dijera que sí.
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El viernes diecisiete de septiembre, David Pineda salía de su casa quince minutos antes de lo normal, cuando su mamá lo interrumpió:
—¿No va a desayunar hoy, mijo?
—No, señora. Hoy no tengo tiempo. Quiero llegar temprano al colegio y pedirle ayuda a Muñoz con mi tarea de química.
—Bueno, mijo. Espere le doy la bendición. Maneje con cuidado.
—Tranquila, mamá. Siempre lo hago.
Pineda tomó la mochila con los libros de física, matemáticas y química. El de filosofía lo había olvidado en el nochero de su cuarto, después de haberse quedado dormido leyéndolo la noche anterior. Se montó en su motocicleta y salió camino al colegio. El recorrido era de aproximadamente veinte minutos, los cuales él conducía con bastante precaución. Este cuidado, más que por evitar cualquier accidente, lo hacía por el amor que le tenía a la motocicleta que había comprado el año anterior con sus ahorros. Aquel viernes, cuando se encontraba a menos de cinco minutos del colegio, después de una curva, Pineda apenas pudo ver cómo un Mazda rojo reversaba rápidamente sin ningún tipo de precaución. Su primera reacción fue evitar estrellarse con el carro y giró a la derecha mientras frenaba. El impulso que llevaba fue superior a los frenos y, después de montarse en el andén, el salto hizo que Pineda perdiera el equilibro y saliera disparado contra un poste de energía, mientras sus piernas se enredaban con unos alambres de un jardín. Una señora de una casa cercana, al escuchar el ruido, se asomó por la ventana y vio a Pineda sangrando en el piso. Llamó a una ambulancia, y, mientras llegaba, salió a ver el estado del muchacho. Había mucha sangre. El cuerpo de Pineda convulsionaba y expulsaba sangre por la boca y la nariz. No sabía qué hacer. Sólo lloraba y le pedía que aguantara, que pronto llegaría alguien a ayudarlo. El conductor del Mazda rojo estaba allí también. No paraba de repetir: “Le juro que no lo vi, señora. Él venía muy rápido”. La ambulancia llegó después. Desenredaron las piernas de Pineda, lo montaron en la camilla y lo llevaron a la clínica más cercana.
La señora nunca más lo volvió a ver. El conductor del Mazda rojo, después de dar unas declaraciones a los oficiales de tránsito, se fue para su trabajo. Al llegar lo estaba esperando su jefe, que le tenía una carta de tres días de suspensión no remunerados. Esta era la quinta vez en el mes que llegaba tarde al trabajo.
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A las tres de la tarde, un grupo de militares se acercó a Alejandro y sus compañeros de colegio. Ellos habían sido seleccionados para ir al Batallón No. 14 con sede en Puerto Berrío. Uno por uno fueron escribiendo sus nombres junto a su número de identificación en la planilla. Alejandro temblaba.
—No te preocupés, que si estamos todos juntos las cosas serán menos difíciles.
—Yo sé, Marín. Igual me da mucho miedo.
—¿Qué es lo que hablan ustedes? ¿Es que acaso quieren irse al Catatumbo?
—No señor —contestaron los dos al tiempo.
—¿Querrán decir mi teniente? Me tienen que tratar con más respeto. Necesitan irse acostumbrando.
Los dos muchachos agacharon la cabeza, y repitieron la orden del teniente. Se quedaron pensando en el Catatumbo. Ellos no sabían que era una región ubicada en el departamento del Norte de Santander, en la frontera con Venezuela. Tampoco sabían que en los últimos cinco años más de trescientas personas habían sido asesinadas y cerca de tres mil habían desaparecido. La región se encontraba en continuas luchas territoriales entre la guerrilla y los paramilitares. Cuando los campesinos no eran masacrados por un bando eran asesinados por el otro, aunque nunca se había registrado un enfrentamiento entre estos grupos. Ambos siempre atacaban a los habitantes de la región suponiendo que eran de uno u otro bando. Lo más paradójico del sufrimiento de estos campesinos es que, según fuentes del Gobierno colombiano, en la región del Catatumbo existen cuatro campos de explotación petrolera, y se ha dicho que existen cerca de treinta millones de toneladas de carbón para exportación.
Alejandro tenía la cabeza entre sus piernas. Parecía llorar. Marín trató de animarlo: “Fresco Alejo, que todo va a salir bien. Además nos vamos a poder broncear en las orillas del río Magdalena”. Él no respondió. Seguiría ensimismado hasta que, por medio de los altoparlantes del coliseo, un militar comenzó a decir unos nombres. Al escuchar el suyo, Alejandro salió corriendo hacia el centro del coliseo donde iban llegando todos aquellos que eran llamados. No alcanzó a despedirse de Marín, ni de recoger la mochila con las cosas que le había empacado su mamá la noche anterior. Se reunieron veinte personas. Alejandro se disponía a preguntar a uno de los militares para dónde los llevaban, cuando una mujer les gritó: “Ahora todos ustedes se agarran de la mano y se van a la sección F, en la esquina. No se pueden soltar porque el que lo haga será enviado de inmediato a Puerto Asís sin importar los contactos que sus papás tengan”.
Ninguno de ellos sabía que Puerto Asís era un pueblo en el departamento del Putumayo cerca de la frontera con Ecuador. Esta región se encontraba en disputa entre los grupos paramilitares y guerrilleros desde hacía más de diez años. Ambos grupos mataban a los habitantes de la región argumentando que eran informantes del bando opuesto. En 1997, un grupo guerrillero secuestró a dieciocho soldados del ejército colombiano. No se sabría nada de ellos por mucho tiempo hasta que salieron a la luz pública unas fotos que mostraban las precarias condiciones en las que vivían en cautiverio.
Alejandro apretó fuertemente las manos de sus compañeros. La teniente comenzó el recorrido trotando, pero en lugar de ir directamente a la sección F, dio varias vueltas al coliseo con todos agarrados de las manos detrás de ella. El resto de jóvenes que se encontraba en el coliseo, comenzaron a burlarse del grupo y a gritar: “¡Maricones!, ¡Maricones!, ¡Maricones!”. Alejandro, en medio de los alaridos, le dijo al del lado: “Me pueden decir como quieran, pero por lo menos yo no me voy a prestar servicio”.
El grupo de Alejandro fue el último en salir del coliseo. Pasaron cerca de siete horas sin que se les informara acerca del procedimiento que se iba a seguir con ellos, ni tampoco se les dejaba ir a comprar comida a la cafetería.
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El lunes veinte de abril, mientras almorzaba en la cafetería de la universidad, Alejandro escuchó en el noticiero, casi sin prestar atención, que en una emboscada de la guerrilla en un corregimiento cerca de Puerto Berrío, siete soldados habían sido asesinados, y otros cinco habían quedado heridos de gravedad. Cuando llegó a casa esa noche, se enteró que dentro de los muertos se encontraba José Marín.
Fuente:
Orrego, Jaime. El destino es el regreso. Sílaba Editores, Colección Mil y una sílabas, Medellín, 2012.
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