Presentación
Cuentos de Sísifo
—Mayo 9 de 2019—
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Luis Felipe Gómez Isaza (Medellín, 1961) es profesor y jefe del Departamento de Medicina Interna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Articula su profesión con el placer de escribir cuentos y ensayos breves. Ha participado en las escuelas de escritores de la Universidad de Antioquia y en los concursos de la facultad. Es autor de «Cuentos del cartujo» (2013), «Cuentos de Cupido» (2015) y «Cuentos de Sísifo» (2016). Presenta en sus obras un contenido crítico de las vivencias humanas a partir de la risa y la sátira en tono costumbrista.
Presentación del autor y su
obra por Juan Diego Mejía.
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Sísifo encarna el mito de lo ridículo, de lo curiosamente inútil y de lo absurdo. En ese sentido los dioses, que han castigado al personaje, se han querido burlar de los seres humanos, condenándolos a la existencia y a los esfuerzos para mantenerla. Sin embargo, a pesar de todas las vicisitudes, inefablemente, la vida termina con la muerte, única experiencia liberadora de ésta. Mientras esto ocurre, Sísifo condenado sube una piedra pesada a la cima de una montaña, para que una vez logre ese objetivo nuevamente quede en la base de ésta y así sucesivamente hasta que las deidades lo quieran. Para Sísifo, la única alternativa que ha quedado es resignarse a sus designios y aceptarlos. Cargará su piedra. Sin embargo, puede optar por la rebeldía, la cual será reír e intentar ser feliz haciendo el trabajo que a él le corresponde. Camus plantea el suicidio como alternativa eficaz para lograr emanciparse de los dioses. No obstante, a mi manera de ver las cosas, el ocio productivo y el reírnos de nuestros sufrimientos y ambiciones son la forma de ser irreverente ante la condena.
El Autor
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Luis Felipe Gómez Isaza
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Cuentos de Sísifo
Luisa y las otras
—Cuento—
Cierto día, se me aparecieron en una clínica donde trabajaba…
—Doctor, preguntan por usted, son un par de viejitas, como muy pobres. ¿Que si las atiende?
—Claro, con gusto. Déjeme terminar este examen y las recibo.
Y, efectivamente, al salir me topé con un par de angelitos apachurrados, con sus alas escondidas y embalsamadas en una timidez que rayaba al extremo; surcaban la octava década de la vida y, al parecer, los recuerdos y vivencias álgidas de su existencia habían imprimido en sus caras desorganizadas líneas que impulsaban un hálito deprimido y triste; eran delgadas, bajitas, por no decir que minúsculas; ambas tenían el cabello cano, corto y amarillento, y se lo recogían en una moña idéntica que copiaban la una de la otra. Lucían vestidos descoloridos, opacos, usaban unas medias perpetuas de algo que sugería ser lycra y que enrollaban como torniquetes debajo de las rodillas; se protegían de las inclemencias del clima aún en verano, con un antiguo saco de lana gris, igual para las dos, y del cual salían hebras motosas y perpendiculares hacia arriba, que en desorden daban la sensación de un tenebroso caos; la moda por supuesto pertenecía a los años cincuenta o tal vez de antes. En realidad parecían muy pobres, porque después de este encuentro y de los múltiples que tuvimos no cambiaron de moda, ni de vestidos, ni de sacos, ni de medias. El encuentro fue impactante, no solamente porque tropecé con el desasosiego de sus figuras sino con una afrentosa rabia contenida y congelada, que quién sabe de dónde la habrían sacado y que, por supuesto, siempre antepusieron entre nuestro contrato de médico y pacientes. Con ellas nunca existió confianza, solo necesitaban de mis servicios, fueron claras en el trato, nunca me ofrecieron una sonrisa, era mucho, pues sus deprimidas auras y los pocos dientes descoloridos y mustios que aún les quedaban no les permitían un aliciente para sonreír. Hablaban alternadas, en tono tenebroso, lúgubre y lento, primero lo hacía la una y luego la otra, como si compartieran el mismo espíritu e interrogatorio, la una preguntaba, entonces uno respondía, y luego la otra continuaba. Se ahorraban palabras y tiempo entre las dos, se tomaban de la mano para todas sus diligencias y decisiones, actuaban en conjunto, eran un dúo, un dueto de preguntas, tristezas, caos y pesadumbre. Una se llamaba Sofía y la otra Gabriela, pero no la del cuento de la perra, o sea Sofía y Gabriela Uribe.
Sin embargo, me faltaba conocer a Luisa, la otra hermana, la ausente, ¿serían un trío incompleto, y solo conocía la obertura de la obra?
—Doctor Luis Felipe —y empezaron alternadamente—. Vea, es que tenemos a Luisa muy enferma y quisiéramos que fuera a la casa a ver qué se puede hacer por ella. Yo creo que se nos va a morir, no para de gritar, es como si tuviera un demonio adentro, le dan rabias y patalea, además tiene una pierna fría y negra, y nos dijeron que usted sabía de eso.
En realidad estaban tan confundidas que me preocupé y hasta me imaginé que Luisa, la que me presentaban en una confusa historia clínica, posiblemente tenía ya las marcas de la igualadora, que, luego de descobijarla por la noche, la había agarrado de una pata y no la soltaba porque tenía ganas de llevársela lejos. Inquieto y sin otra alternativa, decidí ir a la casa de las recién conocidas, ubicada en uno de los edificios del Centro de Medellín, donde casi siempre viven los abuelos y las personas de edad. Al piso 19 de la calle Maracaibo con El Palo llegué con mis instrumentos y con la inquietud de qué estaría ocurriendo con Luisa. Una vez se abrieron las puertas de un apartamento congelado en el tiempo, y cuyos muebles intactos cubrían forros de plástico ordinarios, me recibieron sin esbozo de cordialidad, gritos e improperios en elevado tono, eso sí muy desproporcionados al tamaño de su propietaria, presa de un dolor intenso preguntaba a las otras quién era el malnacido que había llegado, y que para qué traían un médico, que ella no necesitaba a nadie, que ella se había defendido siempre sin hijos de puta filipichines vestidos de blanco que no curan nada, que cada cual tenía su hora y toda una retahíla de sandeces y groserías que no se detenían.
—Luisa, ve, es el doctor Felipe, muy recomendado en la Cardiovascular, que te va a quitar ese dolor que tenés en la pierna, dejate ayudar —y con temor de su reacción, los obedientes angelitos le suplicaban, pero Luisa les seguía gritando y con más fuerza.
—¡No quiero nada ni a nadie! ¡Sáquenlo de aquí! ¡Váyanse! ¡Déjenme sola, déjenme morir! —y no dejaba entrar a una habitación oscura, donde se sentía el olor a la muerte que ya había llegado para alzar con su propósito.
Mientras Luisa, poseída por su rabia, seguía empecinada en que nadie le quitara a esa dignísima visitante de encima, la parca, y con la cual decía muy confiada que iba a pelear de frente, pues se sentía en una lucha franca cuerpo a cuerpo y rabia a rabia, y que no deseaba compartir con nadie, yo aprovechaba para recorrer el curioso domicilio. El sitio y su mobiliario se quedaron estáticos en el tiempo, Luisa y las otras compartían un mundo impenetrable y lejano, donde a veces la luz del día se permitía unos lujos prohibidos para cualquiera, porque se filtraba por los pocos espacios que dejaban unas cortinas densas, gruesas y pesadas, que cubrían todo contacto con el exterior viviente. El añejo comedor daba la impresión de que solo había sido utilizado, seguramente, una o dos veces para cualquier curiosa ocasión; la sala estaba toda cubierta de mantones grises que abrazaban muebles, que aparentemente eran finos y antiguos; eso sí, polvo no había, porque para eso estaban Gabriela y Sofía, para limpiarlo diariamente; la cocina tenía su fogón de peltre blanco y dos neveras intactas, de la misma época del fogón, y que por su antigüedad me llamaron la atención, no solo por su componente estético sino por la curiosidad de saber qué guardarían allí, si en ese apartamento solo vivían unos canarios viejos en unas jaulas colgadas y ellas, que al parecer aguantaban hambre. Entonces, adentrándome en la penumbra de la curiosidad, porque solo permitían una que otra bombilla encendida en dicha casa, y mientras Gabriela y Sofía apaciguaban a la moribunda Luisa, tropecé con unas fotos de mujeres muy hermosas, de otro siglo, de otra época, y me concentré en sus bellezas, idas, por supuesto, de este mundo y que no me permitían con claridad aseverar si eran o no de mis anfitrionas. Es que eso pasa con las fotos, uno cree que una foto de uno es uno, pero no, la imagen que uno ve es la foto de alguien que existió en otro momento y ya no está, o sea que somos cadáveres itinerantes que creemos estar vivos. Mientras recorría ese siglo diferente con mis elucubraciones en la oscuridad de esa tenebrosa casa, por detrás y de una manera poco cordial me tomaron del brazo unos duros huesecillos que, bruscamente, me trajeron a la realidad.
—¿Qué hace, señor?, ni se le ocurra, ¿usted qué está haciendo?
Cuando me recuperé del susto, encontré a Gabriela, quien muy disgustada me hacía el reclamo.
—No, nada. Discúlpeme, simplemente disfrutaba las fotografías de estas mujeres tan bellas. ¿Quiénes eran?
—Nosotras, doctor, nosotras. No hable duro… no hable duro que no me gusta que diga eso.
—Pero, eran muy bonitas, muy hermosas. ¿Ustedes se casaron, tuvieron novios, hijos?
—Nada, doctor. Espere, no hable duro, ya le cuento.
Entonces salió para una habitación, también oscura, donde encendió el bombillo y me invitó con temor a que ingresara. Luego miró hacia todos los lados del corredor, temerosa de que fueran a escucharnos y se aseguró de que Sofía estuviera atendiendo a Luisa, la que se entretenía con la muerte, que ya le había agarrado definitivamente la pierna de la rodilla para abajo.
—Vea, es que mi papá era un hombre muy bello, muy hermoso. La familia vivía en Titiribí, un pueblo del Suroeste. Todas teníamos novio y pretendientes, en realidad como nos ve ahí, éramos bonitas y muy solicitadas. Pero una maestra, una sinvergüenza de Envigado, se robó a mi papá. Entonces, quedamos solas con mi mamá, y Luisa, que es la mayor, nos dijo que, como todos los hombres eran iguales y cortados por la misma tijera, había que echar a los novios que teníamos y con los que nos íbamos a casar, que para qué hombres, que no siguiéramos con esas bobadas porque se los podían robar las maestras, que son ladronas y sinvergüenzas, que solamente íbamos a cuidar a mi mamá hasta que se muriera y que ella iba a tomar las riendas de la casa. Y así fue, Luisa estudió contabilidad, trabajó mucho en empresas, con acciones, y nosotras desde entonces nos dedicamos a cuidar de la casa y también de mi mamá. Cuando mi madre murió, tapamos los muebles por orden de Luisa, quien dijo que a esta casa no podía entrar nadie, ni la luz del día, es por eso que lo está recibiendo a usted como quien recibe a una pesadilla. Eso fue hace sesenta años. ¡Imagínese! Seis décadas escondidas de la maestra y del mundo.
—¿Y Sofía?
—Ella es la menor, pero a esta altura de la vida está muy enferma también.
—Doctor, que venga a ver a Luisa, que ya puede entrar —informó Sofía, que acababa de llegar.
Entonces me dirigí, con las dos hermanas, a la habitación de Luisa que, aunque llena de dolor y de desconfianza, ya había aceptado a regañadientes ser examinada. Le solicité que me mostrara la pierna, la que había tomado la igualadora, y efectivamente… pálida, inerte, fría, con arreboles y crepúsculos purpúreos y sin energía vital, la gangrena se apropiaba de mi paciente. La calmé, la consolé y le dije que teníamos que obrar con urgencia, que había que amputar la extremidad, porque si le dejábamos la pierna fría a la parca, se la iba alzar del todo.
—¿Amputar? ¡No, eso nunca, jamás, qué horror! Yo me muero con los pies puestos, me muero con mi pierna, como los soldados de Colombia. ¡Déjenme, déjenme! ¡Se los dije, estos mediquillos hijos de puta no sirven para nada! Déjenme que yo me entiendo con la muerte, déjenme a mi solita.
Y, así fue, la dejé que se entendiera con ella, porque con la muerte se entiende cada uno. Entonces, luego de que sus hermanas aceptaran con tristeza y resignación una orden superior, solamente pude ofrecerle a Luisa una deliciosa e inusual rasca con analgésicos y opiáceos, que la fueron entregando entre confusos sueños a la igualadora que se la llevó ligerito.
Ya sin Luisa, la casa se puso más oscura. Sin embargo, entraba con más frecuencia, ya que en pocos meses me había convertido en el médico que atendía las diversas quejas y confusiones, llantos y depresiones de sus propietarias. Con precaución evitaba cobrarles honorarios a mis nuevas protegidas, pues creía fervientemente en la soledad y el desarraigo de mis pacientes. ¡Pobrecitas! Solas en el mundo y sin Luisa, sin su alter superior, sin su guía ¿cómo harían para vivir? Si yo veía que nadie en esa casa trabajaba, si nadie las socorría, si nadie las acompañaba, si el único que arrimaba era yo, y eso que con precauciones. «¡Ay, ay, doctor!, y qué vamos hacer sin Luisa. Vea, nosotras dos solas, bien enfermas, bien viejas», «Doctor, venga que Gabriela está muy enferma, que tiene unos sueños horrorosos», «Doctor, que Sofía se quedó sin ver», «Doctor, que este dolor aquí, que este dolor allí», «Doctor Felipe, que ¿cuánto más vamos a durar?». Y así todas las semanas, los días y las horas, y llamaban al consultorio siempre gritando y llorando. Yo, sin embargo, intentaba controlar esos incendios emocionales y corporales, prescribía sedantes e hipnóticos para el sueño, analgésicos, tranquilizantes y todo el arsenal para enfermos y enajenados que podía conocer; eso sí, no llamaba a Calle, el psiquiatra, probablemente porque me sentía psiquiatra, o entre locas. También les recomendé, con temor, una empleada para que las atendiera, y entonces se consiguieron una tal Rosa, una casi esclava para sus nuevas propietarias, que a regañadientes se dejaba mandar de sus patronas, que nunca en la vida habían tenido ese tipo de ayuda y que se sentían plenipotenciarias con la inquilina a la cual no sabía cómo le pagaban.
A los pocos meses, y aún sin apaciguarse esa tormenta permanente, la igualadora volvió a tocar la puerta, era de noche pero esta vez quiso pellizcar con fuerza la barriga de Gabriela. Luego de gritar y exclamar que habían venido por ella, solo atinó, entre un manto de sudor gélido, a decirle a Sofía que Luisa la estaba esperando entre grises nubarrones, que algún día se volverían a encontrar, que adiós mundo cruel, que adiós al oscuro domicilio de la calle Maracaibo, y que allí le quedaban Rosa, el doctor Felipe y lo que sabían todas, para atenderla. Sola en grima, como dicen por acá, Sofía la menor se quedó anhelando a sus hermanas, que noche a noche se comunicaban con ella mediante unos inverosímiles y aterradores sueños, que vine a conocer luego de un ataque de pánico de la menor de las hermanas Uribe.
—¡Doctor, doctor!, que Luisa llamó anoche.
—¿Llamó? No, no puede ser. ¡No! Si Luisa no está con nosotros. Sofía, ella murió —intentaba consolarla.
—¡No, doctor! Luisa viene y me habla, me da órdenes, me exige, me dice que me mueva, que me vaya para donde ellas, que en los infiernos me están esperando.
—¿Los infiernos? Si eso no existe. Vea Sofía, el infierno ya lo cerraron. Juan Pablo II dijo que lo cerraran y botó las llaves, que no siguieran diciendo tantas mentiras que eso son amenazas de la Iglesia, que lo cerraban porque ya había mucha gente de aquí de Medellín.
—¡No! Claro doctor que el averno existe, y allá están Luisa y Gabriela, y me gritan porque se están quemando, que por avaras, que por congelar los tiempos en la tierra.
—¿Avaras?
—Sí, doctor, yo solo recibo órdenes de Luisa. Es que ella consiguió mucha plata, ella no hizo sino trabajar toda la vida, y nosotras ahorrar y cuidar, no gastábamos ni jabón, doctor.
—¿Plata? ¿Cómo así qué plata, ustedes no son pues unas pobrecitas?
—Ay, doctor, yo ni sé cuánta plata dejó Luisa, yo no entiendo de dinero. Eso sí, aquí vienen muchas comunidades religiosas, vienen monjas y curas, ellos huelen, saben dónde está la plata porque son como los perros que reconocen dónde están los huesos escondidos, dicen que son para misas, que les dé un dinero para sacar a Luisa y a Gabriela de los infiernos, precisamente a lo que me llaman ellas.
—Pero si a veces ni tienen con qué pagarme a mí.
—¡Ay, doctor! Por eso ellas están en los infiernos. Pero mire, aquí están los últimos exámenes. No se preocupe que yo le voy a pagar, ¡véalos!
Y traspapelado entre los resultados de los exámenes de la última paciente que me quedaba de las Uribe, se aparecieron etiquetados con la marca Bancolombia una cantidad inverosímil de ceros, que no eran propiamente el número de plaquetas ni de glóbulos rojos de mi paciente, sino un depósito a término que en pocos días, la última despojada de la maestra de Envigado, tendría que cobrar. Después de recuperar mi asombro por los resultados financieros arrojados por mi paciente y casi sin aliento por el inusual hallazgo, saqué mi recetario médico y con buena letra le prescribí a la enferma:
Primero, debe donar todas sus pertenencias, entre ellas una neverita, que yo, si usted lo considera, le podría comprar. Segundo, debe evitar todo tipo de comunidades religiosas, pues el dinero para sacar a Luisa y a Gabriela de los infiernos no alcanzaría en esta tierra invocando misas a mañana, tarde y noche; además debe saber que eso de los infiernos son mentiras pero que, según recomendaciones del Vaticano, aún funciona en estos desterrados e inconscientes parajes de Latinoamérica. Tercero, debe pagar por diez años su manutención en una casa de ancianos con médicos preparados para tratarla, y dejar el resto de su dinero en la cuenta bancaria de una fundación para niños abandonados y sin padres.
Al recibir la fórmula la última de las Uribe, que todavía quedaba en el apartamento congelado, esto me respondió:
¿La nevera doctor, eso es todo lo que usted quiere? Llévesela cuando quiera, se la regalo y, aunque sea, ruña un poquito del ombligo de estas viejas. Lo otro que me recomienda, claro que lo haré, con tal de que me alivie, pues ya sin nevera y descongelada de los tiempos, no quisiera vivir el resto de mis días en el siglo veinte y huyendo de una maestra de Envigado.
Fuente:
Gómez Isaza, Luis Felipe. Cuentos de Sísifo. Facultad de Medicina / Universidad de Antioquia, Medellín, 2016, p.p.: 35 – 42.
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Ilustración © Isabel Gómez Machado