Lectura y Conversación
Cuentos cortos
de un largo viaje
—Julio 3 de 2014—
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Eduardo del Corral nació en la Ciudad de México, Distrito Federal. De los cuatro a los diez años vivió en Nueva York, donde adoptó el inglés como primera lengua, y al regresar a su país aprendió el español. A los 23 años de edad publicó sus primeros cuentos en inglés en diversas revistas del estado de California, EE. UU. En “Cuentos cortos de un largo viaje” (inédito) regresa a la escritura, esta vez en su idioma nativo. Es filósofo de la Universidad Autónoma de México y estudió Ciencias (con énfasis en Geofísica) en la Universidad Autónoma de Baja California. Ha trabajado como investigador en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, la Secretaría de Marina, la Universidad de Colima y la Universidad Autónoma de México. Como docente dictó cátedras de Matemáticas y Física Aplicada en la Universidad Autónoma de Baja California y en la Universidad de Colima, así como Metodología de la Investigación en la Universidad Autónoma de México. En el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UABC dirigió el Departamento de Filosofía, donde también dictó cursos de Historia Precolombina e Historia Moderna y Contemporánea de México. Influenciado por sus viajes a Europa, Asia, África y América decidió recorrer por tierra cada uno de los países de Latinoamérica. Así, desde el año 2000 ha viajado como fotógrafo de forma permanente por la región en búsqueda de los elementos comunes entre los diferentes pueblos y culturas que la habitan.
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Cuentos cortos de un largo viaje es una colección de diez textos que nos hablan de lugares tan diferentes como México, Colombia o Bolivia y, sin embargo, muestran que en el fondo hay numerosos elementos en común entre las distintas culturas que conforman ese gran mosaico que llamamos Latinoamérica. A lo largo de más de diez años de viaje continuo entre México y la Patagonia, el autor ha buscado mostrar por medio de la narración y las imágenes fotográficas la diversidad de la belleza que ha encontrado en su camino.
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Eduardo del Corral
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Cuento de
Eduardo del Corral
El tesoro
—Pues sí señora, sí que se podría decir que he viajado —dijo él mientras volteaba a ver a la señora que se encontraba sentada a su lado, en una banca sobre la vereda. A un lado de la señora, la señalización indicaba que ahí era la parada de los colectivos urbanos. Un barrio residencial de clase media, con el pasto bien cortado y las flores atendidas. Seguramente en este barrio los impuestos trabajaban.
—Creo haber recorrido la mayor parte del planeta. En aviones grandes y modernos, o viejos y muy usados. En avionetas que despegan desde pistas asfaltadas, y que aterrizan en tramos de tierra aplanados. En barcos trasatlánticos y buques de guerra convertidos a otros usos en sus últimos tiempos de prejubilación, aprovechando los pocos años restantes de vida. En autobuses de dos pisos y de pisos carcomidos. En motocicletas y mototaxis. En alguna que otra ocasión, en bicitaxis impulsadas por conductores con pieles de diversos tipos, que hablan en lenguas diferentes.
—Mi mamá me decía que el mundo era una serie de oportunidades, y que había que perseguirlas, ¿sabe? Así fue como pasaron los días convirtiéndose en años, y los años en décadas. Décadas de viajes que se sucedían de país en país, de continente en continente. Algunos lugares con climas muy calientes, de tipo tropical, donde abundaban los insectos. He visto una buena suerte de arañas, algunas de colores y otras pardas. Inofensivas y peligrosamente venenosas, muy pequeñas y muy grandes, y de todas las tallas intermedias. Víboras con diseños vistosos y con coloridos estampados, que hacen a la vista alucinar. Del tamaño que come ratones e insectos, y del tamaño que come niños y hombres también. Colgadas en los árboles o arrastrando sus cuerpos entre los matorrales. De todo tipo de animales me ha tocado encontrarme, hasta un león que pensé que me quería comer, pero que afortunadamente tenía otros propósitos en su mente.
—De cosas de los hombres he visto más que un amplio repertorio: en sus casas y en sus costumbres, en la manera de vestir o de no vestirse. De sus iglesias y de las cosas que creen que contienen. De donde llevan a sus muertos, y de las formas en que los despiden; y también de lo que dicen que les pasa cuando ya han dejado de respirar y de hablar. Los he visto reír, con caras de color canela o pieles tan blancas que parece que se transparentan. Los he escuchado llorar y gritar en idiomas que me parecieron imposibles de pronunciar, sobre cuestiones que me parecieron aún más difíciles de comprender…
—Las mujeres las he visto también de muchos colores. He visto tierras donde gustan de ser gordas, acumulando kilos de cuerpo al paso de años comiendo. Las he visto tan delgadas, que parece que la comida no llega a sus entrañas. De rostros negros y de rostros rubios. De finas caras, o de caras que quitan el sueño por las noches. Las he visto que se dedican a tantas cosas tan diversas: algunas cultivan flores y otras cultivan hombres. Mujeres tristes y mujeres sonrientes. Algunas de ellas a causa de mucho dinero, y algunas a causa de no tenerlo. Más de una vi cómo se enamoraba, de acuerdo a las convicciones que tenían para ello. Y a más de una he visto cómo se desenamoraba, también según las convicciones de sus congéneres respecto al tema.
—De los paisajes, los he visto todos. Los atardeceres, cuando el sol se entrega a la noche y los alrededores se bañan de luces de colores. Desde las montañas y desde las planicies costeras. En las estepas y en las tundras, donde crecen mares de pasto, y donde los pinos crecen en las alturas. Las tierras de ceibas tropicales o de desiertos con dunas, donde al caminar pueden encontrarse las palmeras, para refugiarse del sol abrasador que todo lo quema. Tal vez en menor cantidad, pero igualmente he contemplado los amaneceres, cuando el mundo es solo una promesa y todo es posible.
—¿Lo más hermoso que he visto? —Por un momento me quedé pensativo, considerando con cuidadosa atención la pregunta.
—Le diré que es curioso que me lo pregunte. Es curioso porque sobre ese tema reflexionaba justamente antes de comenzar a conversar con usted. La cuestión es que en el fondo creo que todos estos viajes han sido motivados por una búsqueda.
—¿Y qué es lo que buscaba? —sonrió al contestar.
—Bien, pudiera decir que me buscaba a mí mismo, pero eso no es lo cierto. Creo que, a diferencia de otras personas, yo nunca me he perdido a mí mismo y siempre he sabido en dónde me puedo encontrar. En realidad me cuesta, y mucho, pensar que alguien pueda perderse a sí mismo. Mi búsqueda es de carácter más sencillo, pero no por eso menos complicado. He estado por años, e innumerables kilómetros, entregado a la tarea de encontrar justamente lo más bello y lo más hermoso de este mundo. Podría decirse que busco el tesoro más valioso que ofrece este amplio planeta. Tantas son las maravillas que he visto y admirado, pero ninguna me llenaba totalmente, pues siempre reconocía que aunque he encontrado bellezas indescriptibles en muchas ocasiones, ninguna reunía las características como para afirmar que era la mayor de ellas, la más atesorada.
—¿Cómo dice? ¡No, mi querida señora! ¡Sé que no es una misión imposible, una persecución inalcanzable! —dije, sonriendo ampliamente—. Lo sé, porque lo que buscaba ya lo encontré: cerca de casa, hace varios años. Simplemente no tenía ni la capacidad, ni la madurez; y, por razones que aún no puedo del todo definir, no lo reconocí en su momento. Tal vez buscamos las cosas de manera equivocada, y aunque estén de frente no las reconocemos en lo que son.
—Ah, esa es buena pregunta. Le contestaré que lo que encontré, la belleza más singular de este mundo, tal vez es solo para mí.
—¿Cómo? No es eso, estimadísima señora. No es que sea egoísta y no lo quiera compartir. Simplemente no todos lo verán de la misma forma, y no para todos será y representará lo que representa para mí. Pero puedo decirle que la búsqueda ha terminado. Y que ha terminado de manera totalmente satisfactoria, y contundentemente exitosa.
—De hecho, lo único que me quedaba por aclarar es por qué sigo viajando y alejándome de ella, cuando me doy cuenta de que su sola contemplación me llena de paz y felicidad. Es por esto que regreso a donde la encontré. Pienso que con solo contemplarla de vez en vez, con saber que existe cerca de mí y que yo la encontré, seré una de las personas más felices de este planeta, y que bien han valido la pena los años y kilómetros que tardé en descubrirla.
—Pero ese colectivo es el mío y me tengo que ir, porque salgo para el aeropuerto a tomar un avión que me llevará a ese destino que le comento que he descubierto. Le deseo una buena tarde y una excelente vida.
—¡¿Qué no me puedo ir sin decirle cual es el tesoro?! Querida señora: con todo gusto se lo comparto, y si coincidimos en nuestro punto de vista y estamos de acuerdo en que es Lo Más Hermoso y Bello del Mundo, ¡qué mejor que bien!, y si no, pues entonces también.
—Mire: en unas horas logrará lo que me ha tomado una vida. Tome este colectivo al aeropuerto. Aborde un avión hacia al sur y siga en él hasta la ciudad de Buenos Aires. De preferencia, en las calmadas horas de la mañana. Pero no necesariamente, tal vez esta parte es más sentimental. En esta dirección que le he anotado, entre usted, y pregunte por María. La saluda de mi parte, y verá que cuando ella sonríe todo se transforma. Encontrará que el Universo está ahí, patente. Experimentará la magia de la vida, que se encierra en su sonreír, y, tal vez como yo, encuentre que no querrá volver a perderse de ese Tesoro, que representa lo más bello que he encontrado en todos mis andares…
—¡Esa sonrisa, mi querida señora, es lo más hermoso de este mundo!
Fuente:
del Corral, Eduardo. Cuentos cortos de un largo viaje. Comunicación personal. Libro inédito.
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Fotografías por Eduardo del Corral