Presentación
Crónica de un
poeta sorprendido
por la muerte
—Agosto 22 de 2019—
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José Vicente Latorre (Medellín, 1946-1972) vivió sus primeros años en Montreal, Canadá. Tras la muerte prematura de su madre y el regreso de la familia a Colombia, adelantó los estudios primarios y secundarios en las instituciones Columbus School, Instituto Jorge Robledo, Universidad Pontificia Bolivariana y Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia. A los diecisiete años realizó su primera lectura en el Teatro de Bellas Artes de Medellín. Fue admirador de Borges y traductor no oficial de algunas de sus poesías al inglés. Escribió prosa, poesía, teatro y se interesó por la literatura de las comunidades indígenas ancestrales (aztecas, incas, quechuas). Murió en un accidente automovilístico el 2 de diciembre de 1972.
Presentación del autor y su obra a cargo de Elkin Restrepo, Francisco Velásquez (compilador), María Ligia Latorre y Víctor Gaviria.
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Son textos con una escritura que sorprende por su forma, rica en sus relaciones temáticas y erudición al servicio de la poesía. Son muy bellos y nada comunes. Debería hacerse un libro con ellos, un muy bello libro donde se le permita a Vicente, tantos años después, tener la suerte que le arrebató la muerte.
Elkin Restrepo
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Vicente nos enseñó que el talento de nada sirve si no está acompañado por el esfuerzo y la disciplina. Sabíamos ya, en esos años mozos, que la narración literaria no es un oficio sino una pasión y que quien no la padece, no pasará de ser un plumista; pero ignorábamos que la perfección en el relato siempre será una meta inalcanzable, porque lo escrito nunca deja de ser un borrador. Deberá publicarse, o ser desechado y olvidado; de lo contrario se convertirá en un vampiro que nos succiona la vida. Desconocíamos también que es mejor ser recordado por una sola página valiosa, que piadosamente olvidado por muchas que nunca debieron publicarse.
[…]
El país buscaba un camino. Necesitaba entenderse, formular sus aspiraciones, tener un derrotero en sus luchas por la tierra, el pan, la paz, el trabajo digno y la equidad. Embriagados de confusos ideales y sin saber cómo expresarlos, los jóvenes nos sentíamos desgarrados entre la mentira oficial y tantas solicitaciones engañosas y propuestas sin futuro. En nuestro círculo, la risueña despreocupación no lograba omitir darle respuesta a una pregunta recurrente: ¿desde la literatura, qué papel nos cabe? ¿Somos actores o espectadores? Concluimos que debíamos untarnos de vida, narrar las pasiones que nos envolvían estando inmersos en ellas, convertirnos en canal de expresión para las pugnas sociales. ¡Nuestros escritos necesitaban oler a sangre, a sudor, a lágrimas y no a tinta! Nuestro lugar no estaba en los escritorios.
Aníbal Trespalacios Villa
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José Vicente Latorre
(1946-1972)
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Cuentos cortos de
José Vicente Latorre
Verdugo
Ojo atento al cuello grueso, el verdugo mira al prisionero y anuncia que pronto será satisfecha la víctima. Alguien levanta el hacha y la cabeza encapuchada cae a la cesta donde espera la cabeza sangrante del ajusticiado.
Chamán
Un chamán del clan jaguar regresa de su largo desatino por aires germinales y galerías de niebla donde se esconde la esencia, y apenas vuelto anuncia que ha sido salamandra inextinguible, serpiente voraz y halcón certero.
Alguien le pregunta, tal vez por boca del ávido kumú, si algún día ha sido chamán del clan jaguar que regresa de su largo desatino por aires germinales y galerías de niebla donde se hurta la tarde que lo abandona.
Juicio
Ahorcaba a su tercera víctima con un lazo de seda cuando fue sorprendido por una avanzada del tercer batallón de húsares de caballería. Los rostros de los captores anticiparon la disolución del terror en los vastos cotos de caza del condado, y el juez recuperó una dignidad que hacía mucho no ejercitaba cuando comenzó la larga fórmula de la acusación.
«No podrán juzgarme», dice el prisionero al concederse el mismo destino de sus víctimas. «Mátate», le responde el juez. «Tampoco serás juzgado».
Centinela
Los dos hombres se encontraron en la galería de armas. Aunque los asustó un poco la inminencia del combate que era victoria o muerte, fue más cierta la incomodidad de haber traspasado una puerta por donde sólo podía entrar el caballero de armas del rey. El primer hombre vio una espada y una víctima, y el acero abrió el cuello de otro hombre que no intentó defenderse. Alguien había presentido una espada que soñaba a un hombre y un hombre que obedecía al frío inflexible del acero y traspasaba el pecho de otro hombre que acababa de abrir un cuello. Era en estos juegos que entretenía el centinela las impasibles noches. Sólo los cadáveres eran reales.
Memoria
Meses después de la única victoria de nuestro ejército supe en sueños que había matado a un hombre, de quien retuve una medalla y una carta que aún no he leído. La emboscada era perfecta, tras los troncos se podían ocultar dos caballos y cuatro hombres, y nuestras balas eran certeras. Hoy he recordado ese terror al leer en los viejos papeles íntimos una vida que me fue vedada, y he sabido que hace años fui muerto en el llano por un hombre que arrancó de mi pecho una medalla y vació mis alforjas tras de un árbol donde se ocultaban cuatro caballos y dos enemigos de impávido puñal.
El río
Acaso porque nadie había recorrido todos los caminos del río se difundió la noticia de que su curso pardo terminaba en la muerte o en el extravío. Hubo entonces la necesidad de atraer osados marineros de otros países, pues se trataba de perseverar en la costumbre de las lanchas que rompen la niebla y de las barcazas que naufragan en noches de tempestad. Se preservó así la rigurosa tradición, pero en el reino sólo se produjo el alivio cuando el Colegio de Cartógrafos ordenó que los desaparecidos no debían ser buscados en el río sino en los mapas.
Límites
El esclavo llega hasta su amo (que es también su rey) y entregándole un nuevo juego pronuncia las palabras de su victoria. El rey ríe del precio de la distracción, y en presencia de la corte accede a entregarle a su esclavo (que es también su súbdito) dos brazas de llanura por el primer cuadrado blanco donde una torre es guardada por un peón en cuyas espaldas se apoyaron los pies de una reina. Cuatro brazas de llanura por el segundo cuadrado negro donde el caballo sin almártaga de la reina calcula la profundidad de los fosos de una torre. Ocho brazas de llanura por el tercer cuadrado blanco donde un alfil dispersa los vientos que cortan el crepúsculo diagonal de la tarde.
Los agrimensores del imperio fijan los nuevos límites, y el esclavo (que ahora es rey) hace prisionero al rey (que ahora es esclavo) para morir sin comprender que el sol no se oculta en sus dominios.
Zéjel
Agotado por el recuerdo de una mujer y por el duro placer de matar al enemigo, un soldado cae rendido sobre su camastro después de la batalla de Junín. Esa tarde o esa noche sueña que está muerto y que es arrojado (él, un patriota) a la fosa colectiva donde tres días después son enterrados los realistas. Una corneta intempestiva lo hurta al sueño (que no a la muerte) y de repente está en medio del combate. Una lanza le rompe el pecho y siete días más tarde es arrojado (él, un patriota) a la fosa común colectiva donde la tierra impide que su uniforme se confunda con el color azul del enemigo. Hoy he regresado allá (al combate, al sueño, a la muerte) y Junín debe estar para repetirse. Soy Arcángel y repito interminablemente mi único zéjel.
Orillas
De mis lecturas tal vez recuerdo que Diodoro Sículo afirma que dos escudillas de limo del Nilo (debidamente calentadas por un sol propicio) pueden generar en su entraña animales de extraordinario tamaño. Mi memoria no resistía la severidad de una confrontación, pues ya he olvidado el agua que me ciñe y me acoge, y en la corriente sólo es real el dragón que espera a una princesa que sufrirá sangre en los ojos antes de que mi cuerpo vuelva al légamo.
El minotauro
En Creta construyen un laberinto para hacer posibles ciertas páginas de Plutarco y las calles de una ciudad donde anduve llevado de la mano y conocí una playa signada por un arco y por el metal herrumbrado de un amuleto. En ese laberinto (o en el otro) la confusión llevó a equivocar la testa de un toro sobre el cuello vencido de un prisionero, a quien se hizo víctima de las desatinadas galerías. La explicación de su encierro inapelable es trivial: los corredores del laberinto no conducen al puerto sino a un laberinto que desemboca en otro laberinto que es el laberinto donde está perdido.
Los hechos contradicen la cómoda especie:
El minotauro llega a las rejas por donde se puede viajar hacia las noches de Bagdad (el mapa no registra otro territorio) y allí se encuentra con un hombre que espera. Teseo le dice que no puede utilizar las rejas pues su destino son los hombres que entran.
El prisionero demora tres guerras, dos hambrunas y el matrimonio de un rey con una esclava para llegar a otra reja por donde entran el aire frío de una huerta y el reclamo amoroso de una loba. Ariadna le dice que no puede servirse de sus caminos pues están hechos para los hombres que entran.
El minotauro, desconsolado, regresa a cualquiera de los sitios que ya conoce.
Samurái
El samurái guarda sus armas después de los ejercicios de ese día y camina hacia el parque donde se encontrará con una mujer que conoce el hechizo de los tigres. La encuentra bella y nadan desnudos en un estanque; al atardecer se ofrece para colocar la guirnalda que disminuirá un poco la oscuridad de su pelo. Las flores también son ahogadas por la rápida sangre.
Betrayal
Deja el malecón y es alcanzado por un hombre fugaz que le roza una mejilla y dice algunas palabras a los escasos paseantes. Poco después es besado por una mujer que no puede resistirse a los rápidos tránsitos de la danza. Y esa misma noche es incapaz de no pasar sus manos sobre la piel ya incómoda de la señal y de la caricia. En su agonía no pudo determinar cuál de los tres lo había traicionado.
Fuente:
Latorre, José Vicente; Velásquez, Francisco (compilador). Crónica de un poeta sorprendido por la muerte. Ediciones UNAULA, Medellín, 2019.