Presentación
Colombia
Una historia mínima
—17 de junio de 2021—
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Jorge Orlando Melo (Medellín, 1942) es historiador y escritor. Entre 1964 y 1990 fue profesor universitario en la Universidad Nacional, la Universidad del Valle y Duke University. Así mismo, se ha desempeñado como Consejero Presidencial para los Derechos Humanos (1990-1993), Consejero Presidencial para Medellín (1993-1994) y director de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República (1994-2005). Es autor, entre otros libros, de «Historia de Colombia: el establecimiento de la dominación española» (1977, 1996), «Sobre historia y política» (1978), «Predecir el pasado: ensayos de historia de Colombia» (1992), «Ensayos de historiografía» (1996) y «Colombia: una historia mínima» (2020). Ha escrito además centenares de artículos sobre historia, política, cultura, educación y bibliotecas. Dirigió las obras colectivas «Historia de Antioquia» (1987) e «Historia de Medellín» (1995). Fue fundador y director, entre 1987 y 2005, de la revista «Credencial Historia». Ha sido miembro y directivo de partidos de izquierda, editor de revistas y periódicos, colaborador de publicaciones académicas y culturales y promotor de publicaciones de divulgación histórica. Mientras fue director de la Biblioteca Luis Ángel Arango apoyó la conformación de la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá, BIBLORED, y el Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas. Actualmente es columnista de «El Tiempo» y de «Ámbito Jurídico», miembro del consejo de redacción del «Boletín Cultural y Bibliográfico» y de «Razón Pública», y directivo de varias fundaciones culturales y científicas, como la Fundación para la Investigación y la Tecnología, la Fundación de Investigaciones Arqueológicas y la Fundación Juan Luis Londoño. Entre otras distinciones, ha recibido el Premio Nacional de Ciencias Alejandro Ángel Escobar, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y fue condecorado por el gobierno francés con la Orden de las Palmas Académicas y por el gobierno de Colombia con la Orden Nacional al Mérito.
Conversación del autor con el escritor y gestor cultural Marco Antonio Mejía Torres, miembro de la Junta Directiva de la Corporación Otraparte.
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Estas páginas narran la historia de Colombia desde los primeros pobladores hasta nuestros días, pasando por la Colonia, la Independencia, la creación de la República, los ires y venires políticos del siglo xix y la primera mitad del xx, la Violencia, los grandes cambios de finales del siglo pasado y los retos del nuevo siglo. Pero Jorge Orlando Melo no sólo trata la historia política, también discute las costumbres de los habitantes, la gastronomía de las regiones, la economía y el papel de la mujer en la sociedad, entre otros temas, lo que permite al lector tener una visión integral y entender los diferentes procesos sociales, políticos y económicos que han llevado a lo que es el país hoy. En palabras del autor: «Después de años en los que se repitió una versión simplificada del pasado, que buscaba ante todo justificar la lucha armada, es importante presentar una visión menos sesgada y simple que la que se había impuesto».
Los Editores
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Jorge Orlando Melo
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Colombia
Una historia mínima
~ Introducción ~
Colombia está formada por regiones geográficas relativamente aisladas y de difícil comunicación. La cordillera de los Andes, dividida en tres grandes ramas —oriental, central y occidental— atraviesa el país desde el sur hasta cerca del océano Atlántico. Estos ramales, que superan en algunos sitios los 4000 metros de altura y van disminuyendo a medida que se acercan al mar, están rodeados de tres extensas planicies bajas, cubiertas de selvas tropicales: las llanuras del Pacífico, las de la Amazonía y la Orinoquía (en las que hay amplias zonas secas y de pastos naturales) y las de la costa atlántica. Dos grandes valles las separan: el del río Magdalena, entre la oriental y la central, y el del Cauca, entre la central y la occidental. El río Atrato conforma un tercer valle, separado del Pacífico por las serranías del Baudó y el Darién.
Las cordilleras ascienden desde tierras bajas hasta nevados de más de 5500 metros de altura y forman centenares de mesetas, altiplanicies y valles, que crean comarcas y ecosistemas variados. No hay estaciones: en el año hay por lo general un periodo de lluvias y uno seco, y la temperatura de cada sitio es estable y depende, ante todo, de la altura sobre el nivel del mar. La diversidad de climas, relieves y paisajes ha permitido una producción variada: las zonas bajas, cálidas, son aptas para cultivos como la yuca y la caña, mientras que en las tierras altas crecen la papa o el trigo. A la vez, las grandes dificultades de transporte para atravesar las cordilleras han limitado y orientado el movimiento de poblaciones y productos.
Los habitantes, a lo largo del tiempo, establecieron comunidades bastante aisladas y autosuficientes, que no necesitaban intercambiar sus productos básicos, en especial alimenticios. La facilidad para producir lo esencial cerca y las dificultades de transporte se reforzaron entre sí. Durante los últimos tres siglos los dirigentes vieron esta diversidad natural como promesa de riquezas infinitas, en contraste con la pobreza de la población.
Los pueblos que ocuparon la región hacia el año 12 000 a.C. aprovecharon la abundancia de recursos y, entre 3000 a.C. y 1000 d.C., se convirtieron en agricultores eficientes. La gran productividad de la agricultura indígena, centrada en yuca, maíz y papa, llevó a un alto crecimiento de la población, que para el año 1500 ocupaba ya casi todo el territorio.
Esta población, al disponer de alimentos abundantes, formó decenas de comunidades que coexistieron más o menos en paz, con contactos ocasionales entre sí, sobre todo para el aprendizaje de técnicas y la obtención de esposas, así como para el intercambio de bienes escasos como la sal, la coca y algunos productos de lujo. No parece que hubieran sido frecuentes las guerras, aunque en el último milenio antes de la Conquista, y sobre todo entre 800 y 1500 d.C., la costa atlántica, así como los valles del Cauca y el Magdalena, con una densa población de agricultores, fueron ocupados por grupos que entraron en conflicto con los habitantes previos.
Los españoles, al someter a los indígenas en el siglo xvi, establecieron ciudades donde había indios que pudieran trabajar y tributar, y minas que garantizaran riquezas. Fundaron Bogotá, Tunja o Popayán lejos de las costas y establecieron ciudades comerciales como Cartagena y Santa Marta en el Atlántico. Estas ciudades alejadas, unidas por un transporte deficiente, producían en su entorno los alimentos y productos básicos. Con un comercio limitado a algunos productos europeos, los contactos entre las regiones eran pocos y estas vivían separadas, con una estructura de gobierno descentralizada y remota.
En estos pueblos y ciudades se formaron orgullosas oligarquías de origen español, saturadas de rituales y ceremonias, confiadas en sí mismas y rivales de Bogotá y de las ciudades vecinas. Sus diferentes estructuras sociales, con proporciones distintas de población indígena, africana o española y diversos mestizajes, dieron pie a un fuerte regionalismo y a una débil identificación de los blancos y mestizos de una región con la estructura burocrática que los unía bajo la dirección de autoridades remotas. Aunque desde 1550 la Nueva Granada estuvo sometida a la Real Audiencia de Santafé, sus habitantes blancos y mestizos se sentían parte de su ciudad o provincia y de la monarquía española, pero no tanto del Nuevo Reino de Granada, una mera división administrativa.
Por esto, cada vez que la capital trató de establecer una autoridad fuerte sobre el territorio, el localismo y el regionalismo se afirmaron y desde finales del siglo xviii hubo una tensión constante entre centralismo y regionalismo, que ha tenido gran peso en la historia del país. Desde el siglo xviii era evidente que las provincias y sus pueblos se veían como diferentes a las demás en hábitos, costumbres y rasgos culturales. Cada una se atribuía ciertas cualidades y defectos y hacía lo mismo con las demás. Los acentos eran distintos, las palabras y dichos, las comidas, los vestidos, las costumbres familiares, la composición étnica de los pueblos. Desde entonces hasta fines del siglo xx algunas regiones fueron caracterizadas, ignorando su diversidad interna, como independientes y rebeldes, y otras como sumisas o respetuosas de la ley; unas parecían destacarse por la voluntad de trabajo y la religiosidad y otras por el gusto por la música, la sensualidad y la diversión.
Estas zonas fueron perdiendo su aislamiento desde fines de la Colonia y sobre todo después de 1830: la creación de una república independiente definió un espacio geográfico para la nueva administración, que fue más o menos el de las zonas sujetas desde 1550 a la jurisdicción de la Audiencia de Santafé de Bogotá. Aunque el patrón fundamental siguió siendo de comarcas aisladas, los esfuerzos administrativos trataron de vincular las distintas regiones en forma más intensa y unificar los valores y lealtades de la población. La búsqueda de un sistema político que reuniera los recursos y la solidaridad de las regiones produjo, desde 1810, un conflicto persistente entre «centralistas» y «federalistas» y fue una causa de las frecuentes guerras civiles del siglo xix, atribuidas por unos a la inexistencia de un poder central enérgico y, por otros, al irrespeto de las tradiciones de autogestión local y al intento de forzar sobre un país diverso un modelo autoritario y unificador.
La apertura de vías de comunicación, la unión de las altiplanicies y valles andinos, donde vivía la mayor parte de la población, con el mar, se convirtió en una obsesión de los gobernantes y los grupos más ricos, interesados en enlazar el país con la economía mundial y ansiosos por desarrollar formas de vida más europeas, en una época en la que subir un piano o una caldera de vapor a Bogotá (en un buque de vapor por el Magdalena y después 150 kilómetros sobre una tarima al hombro de decenas de cargueros) era una proeza de ingeniería. Las vías de comunicación —los mejores caminos de mulas y los ferrocarriles— redujeron poco a poco los costos del transporte y permitieron un comercio interregional más activo, así como la exportación de nuevos productos agrícolas y artesanales. Todavía en el siglo xx el esfuerzo por crear una red de transporte eficiente consumió buena parte de los recursos del Estado.
Del mismo modo, las autoridades promovieron la ocupación de los valles y vertientes de los Andes, llenando los vacíos que separaban regiones y ciudades. La ocupación entre 1870 y 1930 de estas vertientes, donde se expandió el cultivo del café, unificó el espacio y creó un mercado nacional incipiente. Ese mercado se consolidó, para el conjunto de la producción y en especial de la industria manufacturera, a mediados del siglo xx con el impacto acumulado del barco de vapor en el Magdalena, de las redes de ferrocarriles y carreteras y del avión. Al mismo tiempo siguió la colonización de frontera, que a partir de 1945 se concentró en zonas planas y selváticas, hasta convertir, como resultado de una nueva ampliación de la ganadería y de la agricultura comercial, los archipiélagos de población en un territorio que podía verse como un país unido.
Las luchas políticas, que crearon dos grandes partidos nacionales, y las guerras civiles, que hicieron conocer a muchos reclutas regiones inesperadas, ayudaron a crear una visión más integrada del país y establecieron lazos entre personas de regiones distintas. La aparición de sentimientos de nacionalismo, que unieran después de la Independencia a los habitantes de toda Colombia, fue un proceso lento y que se consolidó apenas en el siglo xx, en parte como respuesta a ofensas externas —la pérdida de Panamá en 1903, el ataque peruano a Leticia en 1932, la percepción internacional de los colombianos como violentos y narcotraficantes en las dos últimas décadas del siglo— y en parte por el avance de un sistema escolar universal y de medios de comunicación modernos.
La capacidad del Estado para ejercer su autoridad, en un país en el que las zonas pobladas eran islas en un mar deshabitado, fue limitada, y entre 1949 y hoy las guerrillas y el narcotráfico han usado como áreas de refugio zonas alejadas de los grandes centros urbanos. Muchos de estos sitios han sido sometidos poco a poco a la autoridad pública, en un contexto de rápida urbanización y gran migración del campo a la ciudad. Finalmente, a partir de 1991, se logró cierto equilibrio constitucional —inestable y poco eficiente, pero real— entre los ideales de un Estado unificado y capaz de ejercer su autoridad en todo el territorio y el anhelo tradicional de autogobierno local. Un mercado integrado, un Estado más o menos obedecido en todo el territorio y un sentimiento nacionalista evidente se sumaron a fines del siglo xx para crear al fin un país unido, aunque menos homogéneo de lo que quisieron los héroes de la Independencia o los políticos del siglo xix.
Sin embargo, la tensión entre lo regional y lo nacional sigue vigente: junto con algunos rasgos y valores comunes, tienen fuerza las lealtades y contraposiciones locales y la diversidad regional es notable. El español no se habla con «acento» colombiano sino con varios acentos regionales (costeño, paisa, pastuso, bogotano, opita, valluno, santandereano) y los rasgos regionales de las fiestas populares, el lenguaje, las comidas, se mantienen y en algo se acomodan a las tendencias unificadoras de la globalización.
Las condiciones geográficas, que siguen teniendo importancia en la producción y el comercio —sobre todo por los costos del transporte a las poblaciones del interior, que ofrecen todavía protección a los productos locales, pero frenan las exportaciones— han dejado de tener el impacto de otros tiempos. Más que el aislamiento y el localismo pesan hoy la distribución de la población y su concentración en grandes centros urbanos, la existencia irritante de áreas remotas sustraídas a la obediencia del Estado y las oportunidades derivadas de la diversidad natural y los recursos mineros.
La población de este territorio ha variado mucho. Después de diez o doce milenios de lento crecimiento probablemente llegó a tener a la llegada de los españoles unos cinco millones de habitantes, una población muy numerosa en la época. La Conquista los redujo a un poco más de 1,2 millones en 1560 y a 600 000 habitantes hacia 1630, cuando comenzó a crecer nuevamente, para alcanzar otra vez a comienzos del siglo xx la población de 1500. Hoy viven en Colombia 48 millones de personas, en un poco más de un millón de kilómetros cuadrados, pero en el último medio siglo las tasas de crecimiento han caído y esa población tal vez nunca se duplicará otra vez.
La geografía seguirá pesando en forma de sequías o lluvias más extremas, la desaparición de los glaciares de alta montaña, la elevación del nivel del mar, la reducción del tamaño de las selvas, el costo de la producción de energía derivada de fósiles o agua, el sol o el viento. Pero, como en el pasado, lo decisivo será la respuesta de la población, la forma en que, usando los recursos y técnicas disponibles, se adapte a las condiciones geográficas, producidas en gran parte por la acción humana misma.
Fuente:
Melo, Jorge Orlando. Colombia: una historia mínima. Editorial Planeta, Bogotá, septiembre de 2020, pp.: 13-18.