Presentación

El Cielo está
equivocado

Agosto 12 de 2010

“El Cielo está equivocado” de Hugo Luis Londoño Cuervo

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Hugo Luis Londoño Cuervo (Medellín, 1973) es psicólogo, especialista en psicología organizacional, facilitador certificado por la IFSociety, consultor empresarial en las áreas del Bussiness Coaching, la gestión del cambio y el desarrollo organizacional. Su convicción acerca de la necesidad de autorrealización humana y su fe en el potencial de energía creadora de los sistemas organizacionales han sido los principios orientadores de su trabajo. Es socio fundador de Acal Consultores Latinoamérica.

Su primera novela, “El Cielo está equivocado”, fue elegida junto a otras seis obras para la Colección Autores Antioqueños 2009 según la convocatoria pública de la Secretaría de Educación para la Cultura de Antioquia con el apoyo del Instituto para el Desarrollo de Antioquia IDEA. El Comité Asesor de la Colección de Autores Antioqueños está integrado por Jorge Alberto Naranjo Mesa, María Cristina Restrepo López, Alberto Velásquez Martínez, José Jaramillo Alzate, Jaime Restrepo Cuartas y Javier Escobar Isaza.

Hugoluislondono.com

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Todo acontecimiento es una energía lanzada hacia el futuro. Eso es precisamente lo que relata el ángel Lúnula, quien defiende ante el cielo a la última de las víctimas de un hecho desencadenado en 1962, en una lejana vereda de Antioquia. Dicha cadena se detiene en Medellín, en 2002, cuando las historias se entrelazan bajo una misteriosa coincidencia: a todas las separa el amor.

Los Editores

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Capítulo I

Honorables colegas, llegó la hora de hablar acerca de lo que tanto hemos evitado. Pero lamento advertirles que las evidencias no eximen de responsabilidad a nadie, ni siquiera a alguno de nosotros, los representantes del cielo y de toda la espiritualidad humana…

Sábado 12 de octubre de 2002

1.

“En la vida es lo primero que hago por mí, sólo por mí. Tal vez algún día me perdones”. Así terminó la nota que dejó sobre su almohada, aprovechando que su esposo dormía.

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Las bombillas del alumbrado público incrustaban en el asfalto la sombra de su cuerpo erizado por el frio. En derredor, el afanoso taconeo regaba ecos tardos por la calle, a la vez que tres perros errabundos olisqueaban sin paciencia seis bolsas de basura regadas por sus hocicos.

A lo lejos un par de farolas rasgaban horizontales la sombra de la noche; se acercaban lentas e indescifrables como los ojos de un tiburón. La ruleta de la calle le ofrecía un taxi viejo, chocado y destartalado, que siendo otra la circunstancia de ninguna manera se aventuraría a abordar. Pero a esa hora no tuvo más para escoger. Antes de detenerlo, con el corazón en la boca, se cercioró de que ni Arley ni los vecinos del sector advertían sus movimientos. Luego tomó el transporte.

El vehículo era conducido por un sujeto de barba rala y descuidada, de voz carrasposa como los motores viejos y de mirada desbordada como las olas de un tifón. Pese a la incomodidad, el afán fue mayor que la desconfianza. De tal manera que sólo le quedó encomendarse a las Ánimas Benditas e indicar con premura el lugar de destino: la Terminal del Norte. Luego, con disimulo, se persignó.

Cuando el conductor emprendió el recorrido, Lila sintió que estaba siendo escuchada aquí desde el Cielo. En efecto, rezó un padrenuestro que no terminó y abrió su bolso, como si se tratara de un rito, para sacar de él un clavel que su amante dejara cuatro días atrás en la portería de su trabajo junto a un mensaje que decía:

“Niña hermosa, te espero en el primer transporte que salga el próximo sábado rumbo a Ciudad de Antioquia. Pero prométeme que no te negarás ni me confirmarás. No quiero que me llames o me busques. Tan sólo déjame soñar que tu respuesta será: sí, sí acepto. Un beso a tus alitas rotas. Pedro Juan”.

Entonces cerró los ojos y besó el clavel como si fueran aquellos labios de terciopelo que estarían esperándola al otro lado de la ciudad.

Durante el eterno recorrido hacia la Terminal de Transportes su decisión continuó firme, sin arrepentimiento alguno. Y no lo tuvo porque de repente recordó que se había casado muy joven. Además ya era demasiado tarde; los influjos del deleite hicieron que perdiera el control a sus veinticinco años —ocho después del matrimonio— para después no haber marcha atrás. Desde esa experiencia sólo un pensamiento comandaría las prolongaciones de su destino: “no repetir la historia de su madre y cada mañana sentirse más viva que el día anterior”. Efectivamente en algo de eso se ocupaba durante el trayecto:

—“Dios mío, en tus manos y en las de Pedro Juan pongo mi destino” —caviló mirando hacia el cielo oscuro, como pidiendo perdón por anticipado—. “Sólo tú sabes quién soy. Hoy quiero sentirme más viva que nunca. Quiero verlo, acariciarlo, perderme en sus palabras y en su lengua, y beber con tranquilidad la fragancia de su bálsamo una vez más. ¿Será pecado querer ser libre y feliz? Sólo espero que tú lo entiendas”.

Al llegar a la Terminal sucedió algo inusual. Por primera vez no alegó con un taxista que le cobrara más de lo que el taxímetro había marcado. Todo lo contrario, pagó y descendió sumisa con la devuelta. Luego se acercó a un guardia para preguntarle por el lugar de compra de los tiquetes y supo que el primer microbús rumbo a Ciudad de Antioquia partiría en tres minutos, situación que la obligó a correr despavorida entre los pasillos y escalas de la Terminal. De su hombro se zafó el entreabierto bolso y sus menudas pertenencias se esparcieron por el suelo. “Sólo faltaba esto”, pensó. El afán, conjugado con la torpeza de sus movimientos, inquietó al vendedor de cigarrillos, quien la auxilió al instante —más para mirarle los senos que por solidaridad—. Sin embargo ella increpó:

—“No, el clavel lo cojo yo”.

Y así fue. Tan pronto recuperó sus objetos, agradeció al cigarrero —ingenua de sus verdaderas pretensiones—, se disculpó por el grito y corrió de nuevo.

En la taquilla, el reloj de pared marcaba amenazante las 5:58 AM al mismo tiempo que la vendedora hablaba por teléfono con desdén: “¡Ya le dije que el próximo bus arranca a las nueve en punto señora!” y haciendo una azarosa pausa —encartada con el chicle— colgó despidiéndose a secas. Luego sacó del escritorio una lima para uñas y sin mirar a Lila profirió con la misma sequedad:

—“¿A la orden?”.

Lila solicito afanosa un tiquete para el transporte que estaba a punto de partir. La vendedora respondió con una mirada burlesca y dijo:

—“Pues tendrá que correr porque el vehículo ya debe estar retrocediendo. Si lo alcanza muy de buenas, y si no, pues le toca esperar hasta las nueve”.

Efectivamente Lila pagó, corrió como nunca y logró detener el microbús que lentamente retrocedía para abandonar el parqueadero. Sus gritos advirtieron el conductor, quien de inmediato frenó y abrió la puerta para permitir su acceso. Al entrar en él, el vehículo recobró su movimiento y ella, agitada, se detuvo al inicio del pasillo para observar las bancas y buscar en una de ellas a su amante.

Pero la sorpresa fue totalmente inesperada, excesivamente mayor que el deseo. El querido clavel se le destiló de las manos a la manera de la leche del guineo. Enmudecida, no podía creer lo que veía:

¿Qué hacía Arley, su esposo, en la última banca de ese vehículo a cambio de Pedro Juan?

Fuente:

Londoño Cuervo, Hugo Luis. El Cielo está equivocado. Gobernación de Antioquia, Colección Autores Antioqueños, Medellín, 2009.