Lectura y Conversación
César Herrera
—Septiembre 14 de 2006—
Fondo Editorial
Universidad Eafit, 2003
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César Herrera (Hispania, Antioquia), fundador y director de la revista de arte y literatura “Mascaluna”. Ha publicado, entre otros: “Travesía para recobrar el sueño” (poesía, 1989), “Escotilla para un amor” (Tercer premio de poesía Carlos Castro Saavedra, 1990), “Antología” (Alianza Francesa – Transempaques, 1992), “La otra paloma del insomnio” (cuento finalista del concurso nacional Tomás Carrasquilla, 1990), “Testigo Ocultar” (Ediciones Mascaluna, poesía, 1994), “La canción de las cigarras” (finalista del Octavo concurso nacional de cuento para trabajadores, 1999), “Un país extenso en el cielo” (Antología, Primer Festival Nacional de Poesía, Manizales, 1999), “Cruces de mar abierto” (Cuentos 1986 – 1999, Ediciones Mascaluna, 2000), “Bitácora de los talleres literarios en Colombia” (Ponencia en la VI Feria del Libro de Medellín y Antioquia, Ministerio de Cultura, 1999), “Isolina” (Novela, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2003). Una muestra de su obra está en la multimedia de Literatura Antioqueña, Clásica y Contemporánea, publicada por la Fundación Viztaz en 2004. Textos suyos han aparecido en la Revista Universidad de Antioquia y otras revistas y periódicos del país. Actualmente coordina el taller literario “Mascaluna” en la Casa Museo Otraparte y diversos talleres para jóvenes en la Biblioteca Diego Echavarría Misas (Itagüí, Antioquia).
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El punto es un poeta
Por César Herrera
Un punto se cansó de ser el punto de una i y se fue a navegar. No es exactamente que se hubiera cansado de ser un punto: un punto es un punto y punto. Más bien se cansó de su madre. Al fin y al cabo hasta se llevaba bien con el palito. El palito y él formaban la i; él sin el palito no era nada: un simple punto. Una vez alguien le dijo que él era fundamental en la existencia de una raya, es decir, de un palito, que una raya sin los puntos no existía y se sintió muy orgulloso; pero después se puso a analizar y se convenció de que lo habían engañado, que un punto no tenía nada qué ver con un palito y dejó de pensar en el asunto.
El punto se fue a navegar porque se cansó de su madre la consonante; se cansó porque consonante viene de cansona; siempre estaba a su lado incomodándolo; de su hermano el palito no se cansó, pues al fin y al cabo él estaba encima y eso lo hacía sentir superior. Pero la consonante, su madre, a cada momento estaba cambiando de forma y esa falta de personalidad lo exasperaba. Así que cogió su equipaje y se internó en el mar.
Pronto se dio cuenta de que al ritmo de un punto no iba a llegar muy lejos y se instaló en el ojo de un pequeño pez. El pez era muy rápido y en su camino se iban encontrando paisajes extraordinarios: algas y flores, peces de variados colores y formas, y corales impactantes. Estaba tan entusiasmado el punto en el ojo del pez que no se percató de que había llegado la noche; el pez tenía sueño y se quedó dormido. El punto abrió el párpado y se asomó al exterior y vio que todo estaba muy oscuro, así que se durmió él también.
Cuando despertó estaba en una cavidad aún más oscura que el mismo mar de la noche anterior. Supuso que no había amanecido. Después cayó en la cuenta de que no estaba en el agua y descubrió con algo de susto que se hallaba en una boca. Sí, él conocía muy bien una boca. Recordó que en una ocasión a un niño le hicieron pronunciar la i y él había estado oficiando como punto en aquélla; pero esta boca no era como la que conocía. Ésta no era una boca de niño: era inmensa y roñosa; tenía cuatro o cinco dientes y algunas muelas y trituraban sin compasión los huesos del pez.
De pronto sintió un ventarrón, una corriente de aire que amenazaba con azotarlo contra las paredes. Luego volvió la calma. De repente escuchó un fragor de estornudo y lo azotó una fuente de luz. Cuando por fin pudo reaccionar, se dio cuenta de que había sido arrojado a la arena de una playa.
No sabe cuánto tiempo transcurrió porque entonces no habían inventado los relojes para los puntos de las íes. Lo cierto es que después de darse un baño con las resacas de las olas, un gramático de la Real Academia de la Lengua se interesó en una conchita de la playa y lo guardó en el bolsillo de su gorra.
Al terminar las vacaciones el gramático regresó a su casa, sacó el ojo del pez y lo ubicó en un anaquel de la biblioteca con un sinnúmero de caracoles y conchas marinas. Una vez allí, el punto salió del ojo y se puso a visitar libros en los que él nunca había estado. Eran libros en su mayoría de gramática española; pero había algunos clásicos de la literatura. Visitó a Don Quijote de la Mancha. Se hizo amigo de la i de Rocinante y se comparó, con ventaja a su favor, con el punto. Le pareció un buen punto, pero estaba muy viejo y casi no tenía alientos ni para conversar. Aun así aquel viejo punto le contó toda la historia de Don Quijote y entre chanza y chanza, terminaron llamándolo don Locote. Lo que más le gustó al punto fue el nombre Dulcinea, a tal punto, que el punto quiso pasar la noche con el punto de su i y el viejo punto accedió con una condición: que el joven no preguntara por qué Sancho no tenía punto.
No preguntó y durmió plácido. Al despertar se halló entre una caterva de señores de cabezas canas y algunas calvas. El punto bostezó y al instante el viejo punto lo golpeó con el codo para que no hiciera ruido. Estaban en una de las sesiones de la Real Academia de la Lengua. Cuál no sería la alegría del joven punto al ver una cara conocida: era Mario Vargas Llosa; se habían conocido en La tía Julia y el escribidor. El punto fue seleccionado para ser uno de los puntos del título. Vargas Llosa lo ubicó en la palabra tía. Luego alguien vino, regañó a Mario, miraron el punto y lo cambiaron por una tilde (que en un tiempo fue punto pero que sufrió un accidente relacionado con una aplanadora de pavimentar calles). “Como que no les gusté”, fue la explicación que el joven punto le susurró al punto viejo.
El gramático abrió el libro al azar para comentar a sus compañeros algo relacionado con la h aspirada, pero se quedó estupefacto al descubrir la presencia del punto. Gritó: “Sobra un punto”. Después de una breve discusión, trataron de acomodar el punto al lado derecho de una diéresis, pero el punto era zurdo y allí no funcionó. Lo ensayaron como punto seguido pero era estático; lo acomodaron de punto final, pero no tenía la calma necesaria. Más tarde, al ver que no encajaba por ningún lado, le hicieron un seguimiento exhaustivo y precisaron que era el punto de una palabra maldita, que era un punto prófugo y, sobre todo, que era un punto de i: punto díscolo, incompatible, perezoso, amigo de la evanescencia, de los sueños y de los viajes. Era punto de i de poesía que por mal comportamiento y abandono de cargo, fue reemplazado por una lastimera tilde. Desde entonces anda por ahí, errabundo, sin hallar acomodo en ningún sitio, en el ojo de algún pez o en pequeños óbolos de chocolate que al ser ingeridos les producen contracciones pélvicas a las jovencitas.
Fuente:
Comunicación personal.