Presentación
Batallas de Champiñón
—Agosto 9 de 2011—
* * *
Guillermo Cardona Marín (Medellín, 1961). Comunicador social de la Universidad de Antioquia, ha colaborado en entidades como Colprensa, El Espectador y El Colombiano y durante muchos años ejerció desde el humor el oficio de periodista. Primero participó como libretista, actor y músico de la Compañía de Humor Frivolidad (que se conoce por sus personajes Tola y Maruja), y durante nueve años fue conductor, colibretista y director periodístico del programa radial “La Zaranda” de RCN Radio.
En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Literatura a Novela Inédita, otorgado por el Ministerio de Cultura por la obra “El jardín de las delicias”, una historia que trasiega el género detectivesco y la novela histórica para dar cuenta desde la ficción de una conspiración que logró conmover hasta sus cimientos a la sociedad colombiana. Ese mismo año la obra fue publicada por Seix Barral. Participó además en “27 relatos colombianos” (Planeta, 2006), en la antología “Una ciudad partida por un río” (Planeta / Instituto Cervantes, 2007) de Luz Mary Giraldo y en el libro “Espacios con-sentidos”, una aproximación en imágenes y palabras a la problemática del desplazamiento en Medellín, con fotografías de Luigi Baquero y textos de diferentes autores antioqueños. Seix Barral publicó en septiembre de 2007 “La bestia desatada”, su segunda novela, un gran fresco de los antecedentes, las historias de vida y los avatares de la izquierda colombiana que entre 1973 y 1993 vio cómo los sueños de construir un mundo mejor terminaron transformándose en una espantosa pesadilla.
En 2009, bajo la dirección editorial de la Alcaldía de Medellín, publicó el cuento “Pinocho enamorado” como ejercicio de invitación y promoción de la lectura en el marco de la III Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín. Desde 2007 es coordinador de los eventos del libro de la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín (Días del Libro, Parada Juvenil de la Lectura y Fiesta del Libro y la Cultura), así como del área de literatura de las Becas y Premios a la Creación, el Fondo Editorial y los estímulos a las publicaciones periódicas culturales y artísticas. Actualmente también es integrante del consejo de redacción del periódico Universo Centro.
Presentación del autor
por Sergio Valencia
* * *
Batallas de Champiñón es literalmente el extracto, el zumo y a la vez el ripio de lo leído por Guillermo Cardona. Es literalmente una confesión de fe en la lectura. Y se supone, o al menos así se elogia constantemente, que es tan meritorio ser lector como ser escritor. Y Cardona es ambos. No se conforma con ser un buen lector y se somete a la crítica como escritor. Y aunque a mí me parece que lo hace muy bien, ya cada lector dirá lo suyo, pues para eso es que existe y siempre existirá la literatura: para que hablemos de ella, mal, bien y regular.
Batallas de Champiñón, la tercera novela de Guillermo Cardona, tiene un título intrigante, como debe ser. Pero ni tanto. Intriga lo de Champiñón, porque de batallas estamos hasta el techo. Digamos que afortunadamente no se llama Masacres de Champiñón y ese detalle delata que se trata de una obra futurista.
Además cuenta una historia rara, por lo menos rara por estos lados donde vivimos los presuntuosos antioqueños, que para colmo de vanidosos, creemos que nunca nos vamos a acabar, y resulta que… No, no les voy a dañar la historia. Únicamente sepan que, según el libro del que hablamos, esta tierra que pisamos quedará más alejada de todo, arrinconada, y seremos más montañeros, si es que eso se puede.
Hay también en Batallas de Champiñón un montón de juegos con claves para descubrir referencias a otros libros, pero sin exagerar, con mesura, gracias a Dios.
Sergio Valencia
* * *
Guillermo Cardona
Foto Juan E. Agudelo (El Mundo)
* * *
Batallas de Champiñón
—Fragmento—
Alejandro tomó papel y lápiz y sin mayor esfuerzo escribió el mensaje:
La clave era un poco más complicada que la que le dedicó Áxel a Graüben, más al estilo de Saknussemm, pero esperaba que Elena la entendiera, así como la firma. En vez de Álex, su anagrama Áxel —que por cierto el pobre chico aún no sabía en esos momentos se convertiría en su nombre de batalla—. Dobló cuidadosamente el papel y lo metió al descuido entre las páginas de Robinson Crusoe, seguro de que el señor Champiñón lo tomaría como un papel cualquiera con el cual señalaba las páginas un lector anterior.
No eran todavía las cuatro de la tarde y don Fortunato Iguana del Baudó, con la diligente, oportuna y acertada colaboración de Alejandro, ya tenía analizados, escogidos y empacados los trescientos diecisiete libros —muchos de ellos ilustrados— y los dos centenares de documentos, entre monografías, tesis doctorales, revistas y periódicos, lo mínimo necesario para emprender los estudios de fabricación de armas de fuego.
Como buen Iguana, don Fortunato tenía la cualidad de ser supremamente rápido cuando era necesario y, para el mediodía, igual había reunido a un selecto grupo de ingenieros metalúrgicos, forjadores y químicos, grupo que esa misma noche partiría hacia la Facultad de Minas, una vieja edificación, ciento cincuenta kilómetros al poniente de Champiñón, en el valle del Huancaya, que por razones de Estado quedaba reservada para el grupo científico. Allí serían atendidos por un contingente de jóvenes reclutas, todos comprometidos con la ley del silencio. No se anunciaría nada hasta tanto las armas estuviesen listas para ser usadas en el frente de batalla.
—Gracias —dijo don Fortunato antes de salir, poniendo sus manazas en los hombros del joven—. Sois un chico valeroso e inteligente, demasiado inteligente diría yo; a tu edad es conveniente, al menos de vez en cuando, ser también un poco cabeza hueca; mas ¡qué le vamos a hacer! Esta guerra perturbará de tal modo nuestras vidas que, cuando acabe, el mundo será otra vez completamente distinto, os lo aseguro.
—¿Será que tenemos posibilidades de ganar, don Fortunato?
—La victoria siempre es posible, aún en medio de la situación más desesperada, pues siempre queda el recurso de la astucia. Pero de eso sabéis vos mucho más que yo y a lo mejor las estratagemas de tus historias de aventuras le sean de utilidad al general Roedor, tanto como le han sido y le serán vuestros estudios sobre las armas del enemigo.
Don Fortunato miró al muchacho con intención, como para subrayar que sus palabras guardaban un mensaje oculto, pero Alejandro no le prestó la menor atención; el recuerdo de Elena no le permitía entender el alcance de su intervención en el despacho de la presidenta, ni se daba por enterado de que sus lecturas iban a ser determinantes en el transcurso de la confrontación. Don Fortunato sintió compasión por Alejandro y fue el primero en comprender lo que horas más tarde sería de dominio público: el pobre estaba perdidamente enamorado.
—Os habéis convertido en toda una celebridad, pronto vuestro nombre y prestigio andarán de boca en boca y vos aquí como si lloviera. ¿No deberíais acaso presentaros ante el general Roedor y poner a su servicio vuestros estudios?
—Eso, en el caso de que tenga razón. Pero ¿y si estoy equivocado?
Don Fortunato cogió el Robinson Crusoe y abrió sus páginas justo donde estaba el mensaje para Elena. Le echó una rápida mirada al papel con un ojo mientras con el otro observaba las reacciones de Alejandro, luego lo puso en el mismo lugar y cerró el libro, sonriendo, pues la nota era una prueba de lo que ya sospechaba, mas resolvió eludir el tema, al menos por un momento.
—Mucho me temo, muchacho, que estéis en lo cierto —dijo, dejando el libro nuevamente en la mesa sin cambiar de colores—. Como dice Max, la magia es ilusión y las ilusiones raras veces hacen daño. Es un asunto de alta tecnología y vuestras explicaciones sobre el tipo de armamento que utilizaron los hombres antes de la Gran Hecatombe, fueron precisas y más claras que agua de manantial en la montaña.
Don Fortunato se puso de pronto rojo como un tomate de la vergüenza.
—En un principio os odié, debo confesaros —continuó, pasando del rojo al grana—, pues gracias a vuestra intromisión terminé entrampado en esta extraña tarea de resucitar instrumentos hechos para la muerte, cuando nuestra misión principal es defender la vida.
—Perdonadme, no era esa mi intención.
—Tranquilizaos, muchacho; lo haré con gusto. Es más, creo que lo que me hizo veros como a un insecto fue justamente que no se me hubiese ocurrido la idea a mí antes —Alejandro siguió cabizbajo, aún más apenado por haber metido en aprietos nada menos que al ministro de Ciencias—. Bueno, vale —agregó con dulzura el gran señor del Baudó—, os perdono de todo corazón. Es más, os mantendré informado, y si alguna vez puedo seros de alguna utilidad, no dudéis en reclamar mis servicios.
—Le deseo la mejor de las suertes, don Fortunato —dijo Alejandro, besándolo en la mejilla.
—Antes de marchar, quiero haceros un regalo que estoy seguro os será de utilidad en un futuro no muy lejano.
El señor Iguana sacó de entre los pliegues de su vestido un pequeño telescopio, de cuyo manejo instruyó rápidamente a Alejandro.
—¿Un catalejo dorado?
—Yo diría más bien que se trata de un telescopio portátil, con lentes de doce aumentos, montado en tres cuerpos de bronce.
—¿Queréis que mire las estrellas?
—Podréis contemplar las estrellas, si así os place. Pero mucho más veréis si apuntáis al horizonte. Adiós —dijo y ya iba a salir, cuando se detuvo para agregar—: Y no os inquietéis, estimado Áxel. Tratándose de Elena Champiñón, estoy seguro de que os cumplirá la cita en la recepción del Regina y entenderá perfectamente la clave de Saknussemm.
Fuente:
Cardona Marín, Guillermo. Batallas de Champiñón. Editorial Planeta, Bogotá, 2011.