Presentación
Aún llueve
en Torcoroma
—Diciembre 1.º de 2016—
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Olga María Echavarría Ruiz (Medellín) es filóloga hispanista de la Universidad de Antioquia. Perteneció al taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto entre los años 2006 y 2013. Ha publicado cuentos en diversos suplementos, revistas y antologías, como el suplemento Generación de El Colombiano y la revista Odradek, entre otros. En 2015 publicó su primer libro de cuentos, titulado “Dejen la aldea a la luna”, editado por la Universidad de Antioquia.
Presentación de la autora
por Janeth Posada
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Aún llueve en Torcoroma recorre la vida de Dolly Mejía (1920-1975), la poeta jericoana, a través de tres voces que van construyendo la figura de esta mujer, tan difusa en el panorama de la literatura colombiana. Su modo de asumir y padecer la existencia, sus dolores y anhelos más íntimos se van revelando, teniendo como telón de fondo la vida familiar en su pueblo natal, su estadía en Bogotá y en Europa, así como las relaciones amorosas que la marcaron y los círculos intelectuales que tuvo oportunidad de frecuentar. También habla la poeta a través de sus versos, para completar un mundo llamado Dolly Mejía, que se nos abre hoy a través de la prosa serena y musical de Olga Echavarría.
Los Editores
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Olga María Echavarría Ruiz
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Aún llueve
en Torcoroma
—Capítulo ii—
En vano la soledad abre sus puertas
y el silencio se llena de tus pasos de antaño.
Dolly recostó su frente contra la vidriera y cerró los ojos con fuerza para defenderlos de la resolana del día. La carta abierta sobre las dunas de la cama se estremecía por un viento frío, que se colaba por las hendijas del claustro.
Él había escrito por última vez. Había resuelto depositar un último sobre con destino a España, después de años de correspondencia intensa y constante. Dolly sonrió y regresó a la cama, tomó la carta y repasó las líneas escuetas, rencorosas, mientras sentía la medicina recorrer sus venas, apoderarse de su pulso, fatigar las glándulas y fibras de su estructura cansada. Vio aproximarse a sor Inés con su rostro transparente, como hecho de cera, y se apresuró a doblar la carta y guardarla bajo las mantas. Esperó las manos duras de la monja sobre el vientre. Sin tocarla, sor Inés le dirigió una mirada severa.
―Ya falta poco, su marido ha avisado que no tarda más de una hora.
―Está bien ―murmuró Dolly y entornó la vista.
―¿Quiere que la ayude a alistarse?
―No. Se lo agradezco mucho. ¿Podría alcanzarme el libro?
Sobre la mesa de noche descansaba un ejemplar de poemas, sucio y raído. La monja miró con asco los bordes renegridos, dio un vistazo al título y arrugó la nariz para que se notara su disgusto, luego tomó el libro y lo depositó con suavidad entre las manos de Dolly, quien, de inmediato, sintió el apremio de las lágrimas, pero se contuvo. La monja se alejó en silencio; alguien la llamaba desde otra habitación.
Dolly abrió el libro al azar y leyó un par de líneas:
… Me crece el corazón como una esponja
o como esos corales que van a formar islas…
La interrumpió el recuerdo del Paraninfo de la Universidad de Antioquia, la mañana de la lectura en homenaje a Rubén Darío. Ignacio se encontraba en la tercera fila del auditorio. Ella lo había reconocido de inmediato. Conservaba los rizos bien cuidados que su madre acariciaba cuando él era un niño pequeño, la cara sonrosada y los ojos tan negros como el cabello. En su rostro estaban dibujados los rasgos de los Ramírez, los abogados del pueblo. El mismo perfil del padre y el abuelo, el porte de hombre de mundo y la serenidad de quien se sabe en dominio completo de sí mismo. No se veía como el autor de las cartas; la imagen que trasmitían sus palabras y esa, orgullosa desenfadada, que tenía delante, no correspondían. Dolly se sintió intimidada por su mirada, que había bastado para vencer el tedio del evento, la voz gangosa del decano y el ambiente triste y provinciano de Medellín, lleno de malos recuerdos.
Al final del evento, los acostumbrados apretones de manos y las felicitaciones parecían mucho más prolongados y aburridos que de costumbre debido a la presencia del joven que aguardaba al lado de la tarima. Dolly bajó con cuidado para disimular el ritmo enloquecido de su corazón y el sudor que le cubrió la piel. Pero ahora el mismo sudor era un lastre, un síntoma, como diría sor Inés.
Otto había recibido la noticia de su enfermedad con una absoluta corrección austriaca y desaparecido paulatinamente de su vida, haciéndose visible solo cuando tenía que comparecer el marido, como una figura decorativa o un espectro que hace su actuación cuando es preciso y luego ejerce su tiranía desde lejos, en el recuerdo o el murmurar de sus espectadores. Había llamado un par de veces desde que ella se encontraba en aquel retiro, para anunciarle el envío de su correspondencia que se acumulaba, desbordando el buzón de su casa, en Lugo.
Extrañaba Lugo; Otto y ella habían viajado allí el verano anterior por invitación de un amigo que se decía “comandante en jefe de los poetas comunistas”. El “cuartel” se encontraba en una casa vieja de dos plantas que lucía el escudo de la ciudad en el patio interior: Hoc hic misterium fidei firmiter profitemur. (“Aquí, con fe firme, confesamos este misterio”). Dolly, hechizada por estas palabras, se quedó con el grupo un mes y desde allí continuó ejerciendo la reportería, enviando sus artículos a Bogotá y Madrid. Cuando la célula comunista abandonó la casa, Dolly la tomó en arriendo sin consultar a su marido. Otto, al enterarse, suspiró con impaciencia y organizó el traslado de sus cosas a esa ciudad. Para Dolly había sido difícil convencerlo de que, en realidad, se sentía agobiada en Madrid. Ella necesitaba viajes, plazas, ríos, sitios costeros donde liberarse de la opresión que sentía y que solo lograban atenuar los lugares acogedores y hermosos, como los poblados de Galicia.
Meses atrás, tras recibir las dos primeras cartas, imaginó a Ignacio como un muchacho tímido, escribiendo a la luz de una vela en la mesa del comedor de su casa, en la Aldea del Piedras. Sus cartas tenían ese tono melodramático que solían emplear los jóvenes pueblerinos. Cuando le envió los recortes de periódico donde se anunciaba la presencia de la poeta Dolly Mejía en la Universidad de Antioquia, y le prometió estar presente en el auditorio para la lectura de Darío, ella había calculado las palabras apropiadas para desencantarlo sin herirlo mucho. Ahora, la presencia del muchacho hacía las cosas un tanto diferentes. No era un niño tímido, era un hombre joven, seguro de sí mismo, confiado en su belleza y juventud, sabedor de que ninguna mujer puede resistir el deseo de un hombre que está dispuesto a conseguir aquello que lo obsesiona.
… Es inútil mirar los astros
o interrogar las piedras encanecidas.
Es inútil mirar ese árbol que te dijo adiós el último
y te saludará el primero a tu regreso…
―Señora Dolly… ―dijo, y el sonido de su voz acabó por conmoverla. Muchos años atrás, siendo una niña de doce años, había ayudado a la madre de ese muchacho a pasearlo de la mano por el mirador de su casa. Dolly acababa de terminar la escuela primaria y partía a Medellín para continuar sus estudios. Adriano, el padre de Ignacio, le había regalado como despedida un libro con fotografías de París. Eran los buenos tiempos en la Aldea. Sus padres sonreían desde la cabecera de la mesa, mientras Ignacio la miraba perplejo desde los brazos de su madre. Ahora ese mismo niño, hecho un hombre, sostenía su mano con una mirada galante.
La invitó a un café. Entraron a un lugar donde él solía almorzar con sus compañeros; allí había un agradable olor a verduras que exhalaban un vaho de frescura y tierra negra. El muchacho le sonrió sobre el humo del café y encendió un cigarrillo con la destreza de un viejo fumador. De pronto el mundo de afuera, despacioso y amarillo, se hizo insignificante y absurdo. Dolly se sintió vieja, patética, derrotada por el tiempo y las numerosas tristezas que la habían endurecido.
… Eres sustancia de lejanía
y no hay remedio.
Andan los días en tu busca
a qué seguir por todas partes la huella de sus pasos…
Hablaron del pueblo, de las familias conocidas, de los vecinos de la Calle del Comercio y los paisajes siempre añorados de las veredas que dan al río Piedras. Después de la segunda taza de café eran ya buenos amigos, Dolly sonreía francamente e Ignacio se atrevía a bromear con ella y a hacerla sonrojar con sus comentarios.
Fue un día corto. Caminaron bajo el rosa suave de la tarde que llovía sobre las fachadas blancas de los edificios de la calle Boyacá. Cuando llegaron al parque de Berrío y sintieron los ecos de los rezos en la iglesia de La Candelaria, Dolly le extendió a Ignacio su mano enguantada para despedirse…
Una agitación rompe el recuerdo, sor Inés y otras dos monjas entran apresuradas.
―Vamos, Dolly, que ha llegado su marido.
―No hay prisa, tengo todo empacado. No más ayúdenme a ponerme el abrigo y calzarme las botas.
Las monjas le dirigieron una mirada de reproche. Comandadas por sor Inés comenzaron a moverse en una coreografía perfecta, como si hubieran ensayado mil veces esa rutina.
Afuera el aire era extrañamente ligero y mucho más frío de lo que Dolly esperaba. El Buick color cereza la aguardaba debajo de uno de los pinos que rodeaban el hospital. El motor del auto gruñía mal humorado; Otto mantenía abierta la puerta del carro con su sonrisa artificial de los jueves, la misma que volvía a doblar y guardar en el armario tan pronto pasaba el umbral de la casa.
Dolly se acomodó en el asiento, sintió un dolor en la parte baja del vientre, miró las cosas de Otto y sus recuerdos de viajes puestos en desorden sobre el tablero del carro y se llenó de pesadumbre. Sintió punzadas extrañas en la punta de los dedos, un desaliento que la invadía desde las extremidades y se convertía en una desesperación insoportable en el centro del pecho. Entonces supo, mirando los ojos indolentes de su esposo, que se aproximaba el final o un final por lo menos; uno más de los muchos que había tenido que soportar. Era la sensación opuesta a la que tuvo de la mano de Ignacio en las afueras de la Candelaria, cuando al mirar el rostro de ese hombre bien parecido supo que se encontraba viviendo un comienzo, que el movimiento de esa mano que sostenía la suya había iniciado su historia de alguna manera, como surgen las ondas cuando se arroja un objeto sobre la superficie quieta de un lago.
El tiempo canta dulcemente
y si mis ojos os dicen
cuánta vida he vivido y cuánta muerte he muerto
ellos podrían también deciros
cuánta vida he muerto y cuánta muerte he vivido…
Las religiosas aguardaban a un lado del camino empedrado. Las azaleas reventaban en su rosa encendido a lo largo del sendero y los pinos verdeaban, mecidos por un viento frío e indiferente que se alejaba al galope hacia la costa. Otto había insistido en traerla a La Coruña; el aire más sano, dijo, la paz del hospital regido por las Hermanas Benedictinas. Tal vez solo quería alejarla de su nuevo pretendiente, ese militar colombiano tan molesto (así lo había descrito) que se les había acercado en el coctel de la embajada.
Otto le dirigió una mirada rápida a sor Inés, murmuró un par de adioses y dijo gracias con su acento áspero e impersonal. Las monjas respondieron con bendiciones y buenos deseos. Luego, sonrió a Dolly de manera condescendiente, y se disponía a poner en marcha el vehículo, pero ella lo detuvo. Ante la sorpresa de sus ojos ella extendió la carta, con la certeza de que él sabía, pero no quería afrontar la verdad: las mentiras, los cambios de humor, los viajes repentinos y el alborozo por salir del encierro de su vida en Madrid hacia la alegría de Ignacio. Otto tomó el papel con la punta de los dedos, lo dobló y lo guardó sin prisa en el bolsillo interior de su saco. Ahora ambos comprendían que el final se aproximaba y con esa certeza partieron hacia Lugo.
El auto giró en la glorieta y tomó la carretera, Dolly hizo un adiós con la mano a sor Inés y retiró con impaciencia las lágrimas que le impedían ver su gesto de respuesta.
Fuente:
Echavarría Ruiz, Olga María. Aún llueve en Torcoroma. Hilo de Plata Editores, Medellín, 2016.