Presentación
Aprendizajes
—1.º de noviembre de 2012—
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aquí el libro digital en formato pdf…
«Aprendizajes» de Gabriel Rodrigo Díaz Duque (Santo Domingo, Antioquia, 1933) es una memoria sensible y cálida, con toques de humor, sobre sus casi ochenta años de aprender y desaprender en el mundo: «Como los ríos que dejan su huella en el cauce y en las piedras, el tiempo imprimió su trazo en esta vida», dice Javier Darío Restrepo en el prefacio de este libro. Heterodoxo, cómplice de poetas maldicientes, cantante apasionado, compañero de lucha de campesinos y pobladores urbanos, Gabriel es, sin embargo y sobre todo, sacerdote. Con la publicación de su autobiografía, el Grupo de Investigación en Historia Social de la Universidad de Antioquia presenta un testimonio de este hombre —uno entre muchos otros de América Latina— que ha gozado y celebrado la vida religiosa como una experiencia histórica.
Conversación con el autor y
moderación de Carmen Posada.
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Este Cristo se llamó el Cristo de 49 pesos. Porque en realidad costó 49 pesos. Ladrillo y cemento, los mismos materiales con los cuales la gente construía sus casas en el barrio Santo Domingo Savio. El trabajo lo hicimos entre todos con la dirección artística de Saúl Montoya. Fue concebido como expresión de que es a partir de la realidad como se construye la esperanza, como se construye la utopía. Es partiendo de la realidad, de lo que hay, de lo que existe, y no partiendo de dogmatizaciones y de conceptualizaciones en el aire, como se construye el reino.
Padre Gabriel
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Hace un año y medio, el padre Gabriel Díaz Duque ascendió por la región de Manrique Oriental y se instaló en un campo miserable, donde cuatro mil personas se hacinaban en medio centenar de chozas. Cuando se paseó con su hábito talar, brotaron de entre las cuevas de caña tribus enteras de viejas y criaturas que reclamaban sus medallas y sus bendiciones. «Al principio se las di —cuenta Díaz—, a pesar de mí mismo. Había trepado a Piedras Blancas para llevarles otra cosa, pero necesitaba de esos fetiches si quería acercarme a ellos». Una semana después había regalado su sotana para que sirviera de colcha a una moribunda y se había reunido con los jefes de familia, dispuesto a pelear con ellos contra la pobreza. Mientras habla, sentado junto a una cama de tablas en su cuartucho de tres por dos, bajo un crucifijo hecho con un par de ladrillos cruzados, ladran los perros y lloran los chicos de la habitación vecina. Los cadáveres de los gatos y de los cachorros se apilan en la ladera; los chicos mueren de hambre, a razón de dos por mes. Pero los que sobreviven aprenden a defenderse.
Tomás Eloy Martínez
Magicasruinas.com.ar
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Padre Gabriel Rodrigo Díaz Duque
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Los aprendizajes y
desaprendizajes de Gabriel
Por Javier Darío Restrepo
Al cabo de sus años, el padre Gabriel Díaz puede decir como Heráclito: «Me he investigado a mí mismo». Su libro Aprendizajes es un recorrido hacia el fondo, que es de ternura e ingenuidad en su infancia de niño campesino, hijo de padre arriero, alumno de escuela rural y vendedor de caramelos que hacía su mamá hasta que el cura autorizó a los escolares a coger los dulces en venta, pero nunca los pagó. En ese recorrido por los remotos caminos de la infancia, Gabriel se enternece al recordar la vaca que pidió al Niño Dios a grito limpio y el caballo con que engañaron los gitanos a su padre.
Son relatos fluidos y trasparentes que, sin adornos, han pasado de la memoria de Gabriel al papel y de allí al lector, sin aduanas que impongan o restrinjan.
Después de un largo recorrido como párroco, Díaz, cargado de experiencias y de reflexiones ha recalado en una casa que llama el Monasterio del Viento. Es un puerto de llegada y de silencio en el que ha puesto en orden un voluminoso fardo de recuerdos y de pensamientos. Sin proponérselo, ha hecho realidad el deseo expresado por Cavafis, el poeta griego, «que en tu vejez arribes a la isla con cuanto hayas ganado en el camino».
Es ganancia el recuerdo de su padre escondido debajo de la cama, cuando el citador municipal iba en su busca para que ocupara su silla de concejal en la sesión a punto de iniciarse, también sus años de seminarista en Medellín, o los de estudiante en Madrid, en Salamanca o en París; lo mismo que sus parroquias en Medellín, en Puerto Rico o en Curazao. Mira hacia atrás y admite que su vida está hecha de aprendizajes y desaprendizajes.
Esa inmersión dentro de sí mismo, que eso son las autobiografías, revela esa estatua interior que con energía y paciencia de escultor ha ido tallando a lo largo de su vida. Los personajes que han dejado las aristas de mayor filo, desfilan por su memoria con nombres «de los que no quiero acordarme», así se alcanzan a contar hasta cuatro; otros figuran con nombre propio y con dolida recordación; hay momentos que reviven, duros y hoscos, pero como hitos que enseñan: los años de seminario menor, con los prejuicios racistas y políticos de los sacerdotes, con su intolerancia y su insensibilidad frente a los derechos humanos.
La vida pastoral lo puso frente al urbanizador pirata que en su parroquia de Santo Domingo Savio quiso sobornarlo con el ofrecimiento de un terreno para la iglesia a cambio de ponerse de su lado y en contra de sus feligreses pobres; la solidaridad de esa feligresía con una mujer a quien la policía quería sacar de su rancho, cuando todos estuvieron dispuestos a ir presos con el párroco a la cabeza; el nacimiento del movimiento de la no violencia que hizo fuertes a todos los sin techo que llenaban su iglesia parroquial.
Para confirmar datos y revivir episodios, Gabriel revuelve papeles y ¡eureka! allí aparece la carta de Gonzalo Arango. No huele a incienso ni a azufre, pero sí está atravesada por la luz de la admiración y el afecto. «Me pregunto —escribe el creador del nadaísmo— si la amistad no será el sentimiento más vivo y encarnado de Dios». Cuando al escritor lo llenaban de improperios y anatemas, encontró en Gabriel a un hermano: «Cada vez que estoy con amigos de tu linaje siento que los brazos se me vuelven alas para abrazarte en lo más puro de la vida», dice.
Como los ríos que dejan su huella en el cauce y en las piedras, el tiempo imprimió su trazo en esta vida. Así lo comprueba Gabriel a medida que avanza en su ejercicio autobiográfico. Los años del grupo de Golconda, cuando a la sombra de monseñor Gerardo Valencia fueron precursores del movimiento de la Teología de la Liberación y debieron pagar el alto costo de su profetismo; los años en compañía de esos sacerdotes que se desempeñaban en Madrid, el uno como taxista, el otro como relojero y el tercero como pintor de brocha gorda, para hacerse uno con todos y llevar el evangelio a los más pobres; los años de su duro aprendizaje del dialecto local en Bonaire, sus ires y venires en las parroquias de Medellín, seguido a veces por los espías de la curia encargados de escuchar sus homilías para información del desconfiado pastor.
A medida que pasan las páginas y los recuerdos, Gabriel encuentra sentido a lo que ha llegado a ser. Es un relato que revela por qué es como es, al mismo tiempo que muestra al lector el poder de la fe, el apasionamiento de la vida sacerdotal y la cal y la arena de que está hecho un pastor.
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El Grupo de Investigación en Historia Social de la Universidad de Antioquia está integrado por profesores, egresados y estudiantes de pregrado, maestría y doctorado. Entiende la Historia Social como una historia de síntesis, construida mediante estrechas relaciones con las demás ciencias sociales y humanas, una historia comprometida con la construcción de una memoria colectiva, plural y ciudadana.
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Aprendizajes
~ Fragmento ~
Toda mi infancia quedó plagada de recuerdos. El de los descuidos de no sé quién en el manejo de mis pañales, que dejó esconder por entre sus pliegues nada menos que un alacrán, el que seguramente por intentar escapar de aquel sofoco, hundió su duro aguijón en mis tiernas carnecitas, no se sabe cuántas veces.
—¿Qué le pasó ahí mijo?, me preguntaban al ver la cicatriz cuando rozaba los tres años.
—¡Me picó e gachano!, respondía con inocencia adolorida el niño, cabezón, peludo y narizón.
Más adelante, desde los tres o los cuatro años, me empezó a gustar más de la cuenta el arroz con el pescado, por cierto bien escaso. —¡A mí me gusta el O y me encanta el pecao!, como si fuera costeño el angelito.
Hacia los cuatro años acompañé a mi padre para ir hasta La Trinidad, nuestra finquita que distaba a media hora de la población. Mi padre me llevó con él desde temprano, hacia las cuatro de la madrugada. Primero había que despertar a mi mamá:
—Teresa, Teresa. Ella roncaba.
—¡Teresa, Teresa, Teresa! Continuaba roncando. El tono iba subiendo.
—¡Teresa! ¿Estás dormida?, preguntaba mi padre. Al fin lograba despertarla.
—¿Qué quiere mijo?, decía mi madre con voz dormilona.
—¿Que si estás dormida?
—No Abraham, ¿qué es lo que quieres?
—Que te fijés en este muchacho. Cuando lo llamo no se demora en contestar: —Gabriel, Gabriel, ¿estás dormido?
—No papá, claro que no. ¡Pues claro que me había despertado con sus repetidas llamadas a mi madre!
—¿Te das cuenta mija?, este muchacho siempre está listo para todo, ¡no conoce la pereza! (Esta es la típica educación por la lisonja). ¡Gabriel, Gabriel! ¿Vamos a La Trinidad?
—Vamos papá. Y en ese momento me tiraba de un salto hasta el suelo.
—Gabriel, ¿querés café?
—Bueno señor.
Tomábamos el café y encendía dos cubitos de vela para empezar el viaje a La Trinidad. Por todo el camino, mi padre interrogaba de forma obsesiva:
—¿Te gusta la leche?
—Pues sí papá.
—¿Pues sí? ¡Vos la dejás servida! ¿Te vas a tomar toda la leche de la vaca Cachimocha?
—¡Sí señor!
—¿Sí señor? ¡Decí que te encanta!
—¡Me encanta, señor!
Ya en el momento de darme la leche caliente, me insistía:
—¡Mirá que tu padre sí te da toda la leche!
Yo empezaba a tomarla con ahínco. Y mi padre:
—¡Vergajo, que te dan cursos! Y él terminaba de beberla.
Hay otros recuerdos regados en la memoria de mi corazón. Por ejemplo, cuando mi padre, en la soledad de la noche, me invitaba a rezar el rosario en La Trinidad. Yo apenas podía contestar a los cuatro años de edad. Mi papá solo sabía comenzar: «por la señal… señor mío Jesucristo… Los misterios que vamos a contemplar son los… El primero es…». Mi papá no tenía idea de los rezos ni de los misterios del santo rosario.
Otro día, en la casa de Santo Domingo, comenzó a contar historias de arriería, su noble profesión. Una de ellas se grabó en mi mente y fue la de la posada en inmediaciones de Barbosa y La Cejita. Decía mi padre que un día por la tarde debieron pernoctar en una vieja casa con un zarzo muy grande. Los arrieros empezaron a conversar de un evento de la región. Supuestamente, un mohán tenía la costumbre de sentarse en grandes piedras, encender por debajo dinamita y dejarse transportar por los pedazos de la roca a gran distancia en medio de estruendosas risotadas. Ocurrió entonces que de pronto el Mohán interrumpió los comentarios con un grito feroz y rasgando el techo, dijo:
—Miente la lengua en veterina.
Todos nos quedamos silenciosos y asustados. Pero mi madre que no tragaba entero, dirigió a mi padre la pregunta con un tono nocente:
—Abraham, ¿cómo fue que el Muhán les dijo? Mi padre insistió de nuevo con toda candidez en lo de «la lengua en veterina». Mi madre, pues, lo corrigió:
—¿No sería que dijo miente la lengua viperina?
Ninguno de nosotros pudo contener la risa. Pero mi padre solo comentó:
—Ah, ¡es que como ella es tan sabionda!
Otro día le dio a Marta por reclamarle a mi padre una llave. Él no quiso entregársela, diciendo: —La compré en La Pegadilla.
—¿No sería en La Colmena?
—Y eso qué, ¿no es lo mismo? Ah, es que como ustedes saben tanto, etcétera.
Mis padres hacían un buen contraste. A pesar de ser un poco burdo, directo, ingenuo, a veces gozón, repetitivo hasta el cansancio, todo ecce homo, mi padre adoraba llevarme a las casas donde había muchachas, con el tiple y yo con una cajita de mentolín:
—Muchachas, ¿ustedes saben cantar?
—No señor, ni idea.
—¡Ah! ¿Pero les gustaría oír cantar?
—Sí, ¡claro don Abraham!
—Gabriel, ¡cantales Campirana! Campiranaaa, Campiranaaaaa, virgencitaaa mañaneeera…
Al terminar, recogía en la cajita las monedas, como si me estuviera entrenando desde los seis años pal’ boleo de ponchera, que tampoco fue mi hobby principal.
Otros momentos de mi primera infancia permanecen en la sombra, imposibles de describir en el atardecer de mi existencia, debido al deterioro senil de mis setenta y tantos años. Por eso, antes de que sea más tarde pasemos a la etapa escolar de los siete a los doce años.
Fuente:
Díaz Duque, Gabriel Rodrigo. Aprendizajes. Grupo de Investigación en Historia Social, Universidad de Antioquia, Medellín, 2012.