Conmemoración

Siempreviva

40 años con Andrés

Andrés Caicedo: lector,
escritor… incansable
—Marzo 14 de 2017—

Andrés Caicedo (1951 - 1977)

Andrés Caicedo
(1951 – 1977)

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Con motivo de los 40 años de la muerte de Andrés Caicedo y de la publicación de su novela “¡Que viva la música!”, su hermana Rosario estará en Colombia hasta el 20 de marzo para participar en una serie de eventos que recordarán el legado literario del escritor caleño. El Colectivo Teatral Matacandelas y la Corporación Otraparte se unen a la conmemoración por medio de diversas actividades y conversatorios.

Con la participación de
Rosario Caicedo y Cristóbal Peláez

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Andrés Caicedo Estela (Cali, 1951) fue escritor y cineasta. Alguna vez dijo que vivir más allá de los 25 años era una vergüenza. Y lo cumplió. Su producción intelectual empezó desde los 10 años. A finales de los sesenta se conocieron sus primeras piezas dramáticas: La piel del otro héroe y Recibiendo al nuevo alumno. Al mismo tiempo montó piezas como La noche de los asesinos, de José Triana, y Las sillas, de Eugenio Ionesco. También adaptó al teatro Moby Dick, la novela de Hermann Melville. Mientras tanto, empezaban a aparecer sus primeros cuentos en los suplementos dominicales de los periódicos de Cali.

En 1972 intentó llevar al cine su guión Angelita y Miguel Ángel, en codirección con Carlos Mayolo. Consignó su experiencia como espectador de cine en artículos de prensa aparecidos en El Diario de Occidente y El Pueblo, de Cali, y después comenzó a publicar la revista Ojo al Cine, que con apenas cinco números se convertiría en 1974 en la revista especializada más importante del país. En 1969 escribió siete versiones del cuento “Los dientes de Caperucita”, ganador del segundo premio del Concurso Latinoamericano de la Revista Imagen de Caracas. En 1972, el relato “El tiempo de la ciénaga” fue laureado en el concurso Universidad Externado de Colombia de Bogotá.

En 1974 viajó a Estados Unidos con cuatro guiones de largometrajes escritos por él y dispuesto a vendérselos a Roger Corman, director que admiraba profundamente. Sin embargo, aunque traducidos por su hermana, los guiones nunca llegaron a manos de Corman. Durante su permanencia en el extranjero Caicedo se dedicó a ver cine, comenzó a escribir ¡Que viva la música!, inició un diario que pretendía convertir en novela (Pronto: Memorias de una cinesífilis) y profundizó su afición por la música (blues y rock, especialmente los Rolling Stones). Regresó a Colombia, y en 1975, con el patrocinio de su madre, publicó el relato “El atravesado”. Siguió escribiendo compulsivamente y entregó a Colcultura la versión final de ¡Que viva la música! para su publicación. Alcanzó a recibir un ejemplar de la novela antes de suicidarse en la tarde del 4 de marzo de 1977.

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Invita:

Asociación Colectivo Teatral Matacandelas

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La última vez que lo vi tenia un pie sobre una tumba señalada por una cruz de madera y él me dijo en sueños: “Los muertos siempre hemos estado entre los vivos”. Y yo quede como frikiao por eso.

Yo creo que algún día voy a ir por la calle y me lo voy a encontrar.

Después de esos sueños he quedado con la fascinación un poco de que la mayoría de la gente que uno ve por la calle son muertos, puede ser la mitad de la gente que uno ve y que uno no se da cuenta de que esa gente ya está muerta.

Y que un día de estos uno va a ir por ahí y voltea una esquina y va a estar Andrés cagao de la risa, y a mí me va a dar como pena porque de todas maneras uno ya está más viejo que él, porque Andrés solamente llegó a tener hasta 25 años y uno ya siguió derecho y… que vergüenza por eso… y… no sé… él va a seguir ahí… siempre tan joven… aunque tan triste.

Oscar Campo

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Fernando González, místico por excelencia, no tiene ningún reparo en denunciar toda podredumbre que esté secando la constitución humana de su país. Su prosa es amena, sencilla, excitada por la geografía y naturaleza esplendorosa que va sirviendo de marco a su Viaje a pie. Su libro es Colombia, es toda la clase de factores que la singularizaron en las tres últimas décadas, algunos todavía sin extirpación total: el gringo (el míster), el cura, el bachiller, el político, el alemán, el hombre gordo de Antioquia, el jesuita. Y sobre todos esos caracteres, avergonzantes en su mayoría, el libro se sublimiza y se postra ante dos personalidades supremas: la Mujer y Dios.

Andrés Caicedo

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Andrés Caicedo (1951 - 1977)

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Destinitos fatales

Por Andrés Caicedo

I

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá “el cine de calidad” que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne “porque el ejército de EE. UU. siempre mata muchos indios”, que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.

El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.

El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

II

Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa en la siestecita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico.

III

Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:

—Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?

El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:

—Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a parar a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar. Y el gordo al oír eso se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.

Fuente:

Textosdeandrscaicedo.blogspot.com.co

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Andrés Caicedo (1951 - 1977)