Muñecas
Dirigida por Takeshi Kitano
Japón, 2002 – 113 minutos
Takeshi Kitano afirmó en cierta ocasión que la violencia era como la comedia. En sus obras se ve reflejada esta mezcla explosiva de felicidad, soledad, amor, odio, vida y muerte que, según él, constituye la esencia de la existencia humana. Estos elementos se ven claramente expuestos en Muñecas, una película cruel y poética en la que abandona el género yakuza para adentrarse en el drama. Para ello utiliza el teatro de marionetas japonés, el Bun-Raku, y uno de sus temas recurrentes, el amor. Tres hombres hacen que se mueva cada una de las marionetas en el teatro, pero para el espectador son invisibles, como Kitano en esta película, quien renuncia a la actuación para ser sólo el artista que mueve los hilos de la tragedia.
Aunque es inevitable reconocer en Muñecas algunos elementos comunes en la filmografía de Kitano —el mar omnipresente que es punto de encuentro entre Haruna y Nukui, el juego, la mafia—, también se detecta en ella una importante diferencia. Si en sus filmes anteriores optaba por mostrar la violencia de la manera más clara posible, aquí decide ocultarla. El amor es cruel, sí, pero no hace falta que sintamos toda su crueldad.
Kitano cuenta que en cierta ocasión vio dos personas que caminaban atadas con una cuerda. Aunque en Tokio corrían muchos rumores sobre ellos, nadie sabía cuál era realmente su historia ni cómo habían acabado vagando atados por las calles, pero su imagen quedó gravada en la mente del futuro cineasta, que la recupera ahora en la historia de Sawako y Matsumoto como hilo conductor de una visión del amor condenado a la fatalidad, pues los personajes, como las marionetas del Bun-Raku, carecen de autoridad sobre sus propios actos. Dos enamorados atados para siempre, un anciano jefe yakuza que recuerda con nostalgia su amor de juventud, una cantante desfigurada en un accidente y su admirador más devoto… Una mirada sobre los amores perdidos e irrecuperables.
Alejándose en el terreno narrativo del modelo comercial, Kitano recurre a frecuentes elipsis y retrocesos, cambiando su habitual registro cromático —blancos, azules y grises— para utilizar colores vivos en un recorrido por las cuatro estaciones que parece, al mismo tiempo, ser un tardío homenaje al cine japonés y muy especialmente al Akira Kurosawa de los últimos tiempos. Renunciando a los toques de humor negro que le habían caracterizado anteriormente, más triste y reflexivo que nunca, Kitano opta por la tranquilidad y el silencio con un fondo musical magnífico del compositor Jô Hishaisi.
Una obra de belleza casi perfecta, quizás un poco lenta para el gusto occidental, pero que con toda seguridad no dejará a nadie indiferente.
—Eva Pesquera
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