Fernando González

Filósofo de la autenticidad

Javier Henao Hidrón

De cómo conocí a
Fernando González

Fue en las vacaciones de diciembre de 1957 —había terminado el segundo año correspondiente a la carrera de Derecho— cuando por primera vez leí un libro de Fernando González.

En Don Mirócletes admiré la vitalidad que emanaba del personaje, la forma de expresión de los conceptos de energía y de belleza, la capacidad de descripción de las agonías y las conferencias, originales y profundas, por pueblos de Colombia.

Me forjé entonces el propósito de adquirir sus obras. A mis manos fueron llegando, en medio de un inocultable regocijo interior, Viaje a pie, El remordimiento, Los negroides, Mi Simón Bolívar, El Hermafrodita dormido

Convertido en mi escritor predilecto, decidí conocerlo personalmente. A mediados de 1958 tuve esa experiencia. El maestro había regresado de Europa el año inmediatamente anterior, tras desempeñarse como cónsul en Bilbao. Refugiado en su casa campestre de Envigado, el recorrido desde Medellín se hacía en bus de escalera y tardaba unos treinta minutos. La finca, con casa encerrada por plácidos jardines, en la que se destacaba un bello balcón colonial, llamaba (en recuerdo de un silencioso y enigmático ciudadano germano que, hasta cuatro lustros atrás, había sido el propietario de esos terrenos) La Huerta del Alemán. Pero a partir del año siguiente sería conocida con el nombre de Otraparte, una forma directa de expresar el vivo contraste entre los intereses de la sociedad y «el mundo» de un viajero del espíritu.

Autor de libros dirigidos fundamentalmente a la juventud, en los que pretende liberarla de prejuicios, mostrarle un método de conducta individual y hacer que se autoexprese, me resultó fácil entrar en comunicación con el maestro, debido sin duda a ese comportamiento vital suyo. Poco a poco fui descubriendo el personaje: de mediana estatura, flácido, lento caminar filosófico, apoyado en su bordón; ojos grandes y escrutadores —ojos de asombro—; cabello blanco debajo de boina vasca, remembranza ésta de sus años de consulado en Bilbao y del ancestro español de su apellido materno: Ochoa. Tenía 63 años de edad, y por causa de su sordera solía colocar la mano abierta detrás de la oreja grande y saliente, para escuchar. Hablaba con fluidez y gracia, paladeando las palabras. Poseía una especie de halo de grandeza similar al que debió emanar de los sabios pensadores de la filosofía griega.

En aquella época era notorio su optimismo. Palpitaba con la realización de un nuevo y estimulante proyecto, el de escribir un libro concebido así: «… duro, límpido, vivido […], que fuera como para después de que pase el jaleo, para los que vendrán».

Estaba tomada una decisión trascendental: retornar a la literatura. De ella se había alejado el prolífico escritor desde el lejano año de 1941 cuando anunciara con perfiles dramáticos, e influenciado por los fenómenos de descomposición del yo y grande hombre incomprendido, la muerte del maestro de escuela Manjarrés.

Prolongado silencio que quedaría interrumpido en 1959 con la publicación del Libro de los viajes o de las presencias.

Una circunstancia adicional estimuló mis visitas a Otraparte: el haber fundado, precisamente en aquel año, una revista universitaria. El maestro nos honró con su colaboración y así fue formándose una amistad que sólo lograría ser interrumpida —o quizá mejor, transformada un poco— por su muerte acaecida un lustro después.

La motivación para escribir este esbozo biográfico reside ahí: en razones de experiencia vital y la devoción por la obra filosófica y literaria de Fernando González.

Por haber tenido la osadía de «vivir a la enemiga» y desnudar vicios de comportamiento —intuyó con perspicacia que sus compatriotas no podrían encontrarse sino en «vientres vírgenes aún…»—, fue rudamente controvertido, desdeñado, silenciado. Pero es lo cierto que al descubrir fascinantes mundos interiores y expresar su verdad en un estilo diáfano, directo, denso y cautivante, dejó atrás una manera alambicada, metafórica y artificial de hacer literatura.

Por ese camino nos introdujo en formas y métodos nuevos, originales y llenos de vitalidad, que van mostrando un camino individual, el de cada uno de nosotros, irrigado de sinceridad y perspectivas de futuro.

Es, pues, un pensador de singulares características, no solamente en las letras colombianas, sino también en las hispanoamericanas, en donde está llamado a ejercer una creciente influencia sobre las nuevas generaciones.

Sobre todo, porque el conjunto de su obra contiene un admirable mensaje de autenticidad.

— o o o —

1. En Envigado éramos así

«Soy de Envigado, pueblo de ruana y guarniel. Pueblo macho, berriondo. La cepa de la varonilidad, de la fuerza toda de Antioquia». «Envigado, lugar predestinado para grande epifanía» (F. G.) [1]

De los enormes troncos de sus árboles, que utilizados a manera de vigas sirvieron para construir los primeros puentes sobre sendas quebradas, provino el sonoro nombre de Envigado.

La parroquia fue erigida en 1775, año en que el gobernador de la provincia de Antioquia expidió el título respectivo.

Antes de la fundación —explica el médico e historiador Manuel Uribe Ángel—, sus campos estaban ocupados por familias de origen español en su mayor parte, por algunos negros esclavos y por unos pocos mestizos [2]; de modo que, para entonces, la raza indígena había desaparecido por completo.

En los orígenes del poblado están ya en latencia dos aspectos coincidentes: los árboles (en especial, las ceibas) y las quebradas. Entre estas sobresalían tres: La Doctora, así llamada porque en sus riberas habitó don Vicente Restrepo con cuatro de sus hijos doctores; La Zúñiga, que marca los límites con Medellín; y, ante todo, La Ayurá, nombre que, en la lengua de los indios, significa —según Uribe Ángel— perico ligero, y alude a la abundancia de aves de esta especie que hallaron los conquistadores en sus orillas. La Ayurá, de exquisitas aguas cristalinas, ha sido famosa por las leyendas que le atribuyen un mágico poder fecundante:

Las aguas de esta quebrada
portan fiel sabor a vino
y mujer que allí se baña
ha de tener muchos hijos.

Precisamente, la abundancia de árboles de la familia de las bombacáceas y las características especiales de su quebrada más conocida obraron a modo de incitación para que fuese denominada Ciudad de las Ceibas y, también, Ciudad Prolífera.

(¡Ceiba! Eres la idea de majestuosidad. Bello y útil tu tronco, grande como la nobleza y espléndido tu extenso ropaje de hojas, ramas y frutos. Árbol americano de la imponencia, del señorío, propicio para que hombres soñadores o fatigados disfruten de la placidez de tus sombras. Sabes hacerte amar…).

Resulta comprensible que a las ceibas que en buen número adornaban la plaza de Envigado —hoy en día, infortunadamente, quedan muy pocas— hubiese dedicado Fernando González uno de sus libros de raíces más hondas y mayor savia vital: Don Mirócletes.

Envigado se encuentra al sur del valle que los aborígenes llamaron de Aburrá, descubierto en 1541 por Jerónimo Luis Tejelo al mando de un grupo de treinta soldados. Enmarcado por los municipios de Medellín, Itagüí, Sabaneta, Rionegro y El Retiro, está a 1.580 metros sobre el nivel del mar y tiene una temperatura promedio de 21 grados centígrados. Su territorio, de 78,8 kilómetros cuadrados de superficie, es hasta tal punto fértil y de hermosos paisajes que Uribe Ángel llegó a considerarlo la más apacible y bella llanura de la República [3]. Y como si todavía fuese poco —manteniendo, orgulloso, su tradición—, este municipio, categoría que ostenta desde 1814, dispone de la mejor calidad de vida entre los de su clase en Colombia [4].

Los primeros pobladores, de origen español, legaron a sus descendientes apellidos tales como González, Restrepo, Vélez, Arango, Díaz, de la Calle (asturianos); Garcés, Bustamante, Cano, Guzmán, Henao, Santamaría, Mejía, Villegas (de Castilla y León); Álvarez, Escobar, Jaramillo, Tamayo (de Extremadura); Mesa, Ramírez (de Cádiz); Molina (de Granada); Ángel (de las islas Canarias); y Aristizábal, Barreneche, Baena, Echeverri, Isaza, Londoño, Montoya, Palacio, Saldarriaga, Uribe y Ochoa (vascos).

El apellido González, patronímico derivado del nombre propio Gonzalo, fue llevado a España por los visigodos. Derivado de la raíz germánica «gunda», que significa ‘lucha’ o ‘combate’, se le otorga el significado de «espíritu de la guerra». En latín se decía Gundisalvo, que después derivó en González.

A la provincia de Antioquia había sido traído hacia 1680 por el asturiano don Juan González de Noriega, y posteriormente a Envigado por don Esteban González [5].

El árbol genealógico del apellido Ochoa se inicia con el español don Lucas de Ochoa y López Alday, quien llegó a tierras antioqueñas en 1690. Del matrimonio de uno de sus hijos, Nicolás, con doña Ignacia Tirado Zapata, nació Lucas de Ochoa y Tirado, conocido por los envigadeños como «el gran progenitor» por haber sido el padre de veinte hijos, nacidos de cuatro matrimonios que don Lucas celebró en los años 1769, 1781, 1796 y 1800. Cuando murió en 1838, tenía noventa años de edad [6].

Lucas de Ochoa y Tirado, el tatarabuelo de Fernando González Ochoa —este, en ocasiones, lo hace figurar como bisabuelo, quizá con el deliberado propósito de tener una perspectiva cercana de su más vivo retrato—, es el personaje que, a la manera de un sosías o alter ego, figura en algunas de sus obras, principalmente en Mi Simón Bolívar (1930) y el Libro de los viajes o de las presencias (1959).

Es representado como maestro y amigo de quien recibe la lección, consistente en que el crecimiento del hombre —la expansión de su conciencia— parte de sí mismo y se proyecta hacia afuera; de ahí que sea necesario, para sentir y vivir la sabiduría, unificarse con el universo; es decir, ¡hacerse cósmico o comunista!

Las relaciones intelectuales que crea con Lucas de Ochoa testimonian la admiración por este varón de carácter, cuyo amor al trabajo y culto a la familia son la mejor síntesis de las virtudes de una raza, de la cual es tenido como fundador y ejemplar exponente.

La tradición envigadeña ha sabido consignar esas cualidades y modos de ser en poemas de inspiración popular, a uno de los cuales corresponde la siguiente estrofa:

Lucas de Ochoa y Tirado
de ascendencia vascongada
y entereza acrisolada,
vivió siempre en Envigado,
con pulcritud consagrado,
según veraz testimonio
al amor y al patrimonio,
pues fue prócer del trabajo
y cuatro veces contrajo
católico matrimonio.

De las sucesivas generaciones descendientes de Lucas de Ochoa, adquirió Envigado un nuevo título: el de Ciudad Doctoral, que amerita con nombres de la prestancia de José Félix de Restrepo, notable jurista y magistrado, educador de juventudes y ardiente patriota, defensor de los esclavos y redactor del proyecto sobre su manumisión; Manuel Uribe Ángel, intelectual y científico; Marceliano Vélez, influyente político y militar; Alejandro Vélez Barrientos, discípulo del sabio Caldas y de José Félix de Restrepo, quien desempeñó importantes cargos públicos: diputado al Congreso Admirable, gobernador de Antioquia, ministro de Relaciones Exteriores, consejero de Estado y senador; José Miguel de la Calle, presbítero de fecunda labor religiosa y social; Miguel Uribe Restrepo, consejero de Estado, senador, orador, cuya casa natal fue convertida en la atrayente «Casa de la Cultura» de Envigado; José Manuel Restrepo, historiador y servidor público; Alejandro Vásquez Uribe, gramático y educador; Luis Cano Villegas, influyente periodista; Francisco Restrepo Molina, médico sabio y humanitario; Jorge Franco Vélez, médico, poeta y escritor; y Débora Arango Pérez, artista que trascendió su época con un valiente y hermoso mensaje pictórico, en busca de la liberación personal y social de la mujer… [7]

Y, sin ser envigadeño de nacimiento, el padre Jesús María Mejía (1845–1927), cura en el municipio durante 49 años y en propiedad de la parroquia por cerca de 40, fue sacerdote de almas y gestor de su grandeza material: construyó el hermoso templo parroquial, llamado de Santa Gertrudis en honor a la patrona del municipio, y la iglesia de Santa Ana, así como el Hospital de Caridad; fundó los colegios Uribe Ángel y de La Presentación, este último regentado por religiosas a quienes vinculó a la educación de la niñez y la juventud; e inició la organización del poblado de Sabaneta (corregimiento desde 1903 y municipio desde 1968).

Además, fue mecenas de los grandes artistas de la imaginería religiosa de la ciudad: Tomás Osorio y su hijo Misael; Álvaro Carvajal Martínez y sus hijos, Constantino y Álvaro Carvajal Quintero; Andrés y Francisco Eladio Rojas, etc. En tres ocasiones viajó por Europa y Tierra Santa, de donde trajo, para ornamento del templo, artísticas estatuas y un afamado órgano. «Su nombre está unido a la historia de Envigado como la sombra al árbol, como el cauce al río» [8]. Fernando González hace hermosas referencias del padre Mejía en su novela breve sobre la Semana Santa de Envigado, que lleva por título Poncio Pilatos Envigadeño, publicada en la revista Antioquia: «Era un hombre: amaba todo lo bueno y lo bello. Nadie enterraba un cadáver como él […]. Tocaba la guitarra y cantaba, cantaba con su voz semejante apenas a la voz de Aarón…», etc.

El padre Mejía, sin embargo, a principios de 1918, fue obligado a retirarse de su curato parroquial, debido, según sus palabras, a la labor destructora de «apóstoles siniestros de la mentira». Desterrado, vivió en Manizales y Medellín, pero, ya cansado y enfermo, regresó en 1926 a Envigado, en donde murió al año siguiente, a los 82 años de edad.

Al cumplirse, en 1945, el centenario de su natalicio, la ciudadanía rindió a su memoria homenaje de reconocimiento y gratitud. Una estatua de bronce, obra del maestro Constantino Carvajal, colocóse en el atrio del templo de Santa Gertrudis, desde entonces presidido por quien moldeó el alma de Envigado, el talante de su estirpe.

Convendría agregar aún otros nombres: aquellos que no suelen ser aceptados por los cánones de la historiografía oficial, pues esta reserva sus sitiales de honor a cierta clase de hombres ilustres. Aunque sobresalientes por su inteligencia o por su estilo [9], se les excluye en virtud de su origen humilde o de la falta de lo que llaman formación académica. Así no hayan nacido todos ellos en Envigado, dieron también lustre a esta tierra, donde vivieron durante largos años. Mencionaremos algunos con los calificativos que les dio nuestro biografiado: Misael Osorio, el «escultor glorioso» [10]; su émulo, Álvaro Carvajal; y Cosiaca, «¡el mayor ingenio y el mejor bebedor de aguardiente!».

Al comenzar la última década del siglo xix, Envigado tenía aproximadamente seis mil habitantes [11]. Conservaba sus tradiciones patriarcales en medio de un ambiente sencillo, donde las gentes se dedicaban al trabajo y había una cierta placidez espiritual, dado el sentimiento cristiano de la vida que allí imperaba, y el respeto que solía presidir las relaciones entre familias [12].

Aquel día de 1890 en que los hermanos Daniel y José Vicente González Arango celebraron su matrimonio con las hermanas Pastora y Concepción Ochoa Estrada, respectivamente, el entusiasmo de las familias de los contrayentes produjo cierta confusión, hasta el punto de que el sacerdote invirtió el orden de las parejas; motivo por el cual fue indispensable repetir la ceremonia algunos minutos después [13].

Los descendientes de las dos familias González Ochoa heredaron de sus progenitores algunas características especiales: de los varones, ambos maestros de escuela, una rara inteligencia y el sentido de originalidad. Porque Daniel y José Vicente, no obstante carecer de preparación académica, tenían un agudo sentido práctico que les permitía resolver los problemas cotidianos, interpretar con sagacidad hechos y costumbres, y animar las conversaciones con fluidez y gracia.

Daniel era, además, negociante cafetero, en una época en la cual el café constituía nuestro principal producto de exportación. Años después, sin embargo, prefirió dedicarse a la compra y venta de ganado en comisión.

Con su esposa habitó una casa de la «calle con caño», correspondiente a la calle 20 y distinguida con el número 15–44. En esta casa, el 24 de abril de 1895, nació Fernando. Según la actual nomenclatura urbana, es la calle 38 Sur, 39–37, donde, en el terreno que ocupaba la antigua casa, ha sido construido un edificio de tres pisos, situado a escasos cuatrocientos metros de la plaza principal. En el frontis del primer piso existe una placa con este letrero: «Aquí nació el maestro Fernando González, 1895–1964. Homenaje del Centro de Historia de Envigado, 1969».

Dos días después de nacido, el niño recibió, de manos del padre Jesús María Mejía, párroco de Santa Gertrudis, las aguas bautismales, siendo padrinos sus abuelos paternos, Antonio González y Bárbara Arango.

Ya por la línea materna, es necesario destacar la influencia ejercida por doña Pastora y por el padre de esta, Benicio Ochoa.

De su madre heredó Fernando el temperamento reservado, meditativo casi siempre; y de su abuelo materno, el ingenio satírico y burlón. Mencionado con admiración por su nieto en la revista Antioquia y en algunas de sus libretas, Benicio es el autor de aquella frase filosófica que Fernando hizo conocer y con la cual disfrutaba: «Somos cagajón aguas abajo…».

La capacidad de introspección alcanzaría en él un grado tan elevado de desarrollo, que sin esta singular característica no puede ser entendida ninguna de sus obras, gestadas precisamente en esa fuente exquisita de autenticidad y fuerza vital.

A manera de síntesis genética, adquirió una manera peculiar de expresarse, de repudiar la mentira, de decirlo todo: «Desde niños tenemos una gana de confesarnos que da gusto». [14] Y en bella frase epistolar: «[Mis libros los] escribo para confesarme, y si tienen expresiones crudas, es porque así soy yo, así éramos en Envigado, en donde crecí; así pienso y siento». [15] Bajo otra perspectiva, llegó a decir que del segundo apellido de su padre, Arango, había heredado su «capacidad insultante», pues «los González son santos». [16]

Daniel y Pastora, como correspondía a las costumbres envigadeñas de la época, conformaron una familia numerosa de trece hijos. Pero, como algunos murieron estando muy pequeños, sobrevivieron siete: Alfonso, Fernando, Sofía, Graciela, [17] Jorge, Alberto y Ligia. [18]

Dentro del número cabalístico siete, Fernando fue el segundo: un segundo que compartía sus experiencias especialmente con el primero, o sea, el hermano mayor, en quien encontró siempre el más decidido estímulo a su vocación filosófica y literaria.

Alfonso (1892–1949) llegó a ser un hombre culto. Además de ser un lector apasionado de obras literarias, hablaba con soltura inglés y francés. Aristocrático y de refinados modales, vivió por varias temporadas en Europa, especialmente en París, donde nació su afición por la anticuaria.

Durante su primer viaje, que hizo en calidad de becario del gobierno colombiano, y estando en la población belga de Halma, «caserío de doscientos habitantes, todos labriegos honrados y de costumbres sanas», estalló la Guerra Civil Europea, horrendo drama que lo obligó a trasladarse a Bruselas, después a Londres, y más tarde a ingeniarse el camino de regreso a su patria. En 1917 conoció a la señorita Laura Jaramillo Uribe, de quien se enamoró con desbordante pasión; decidido veinte días después a contraer matrimonio, dícese que Alfonso arrimó una escalera a la ventana de su amada, y en dos caballos galoparon en la fría mañana manizaleña al encuentro con el cura.

Negociante de antigüedades, en Manizales fue propietario del «Salón Venecia», que gozó de reconocido prestigio durante las décadas de los años veinte y treinta. En esta ciudad desempeñó, con admirable competencia, el cargo de alcalde —el primero que tuvo la capital de Caldas durante el gobierno de Olaya Herrera— y, de adehala, se encargó de la edición de tres de los libros de Fernando: Mi Simón Bolívar (1930), El remordimiento (1935) y Cartas a Estanislao (1935). Pero su mecenazgo abarca desde Pensamientos de un viejo (1916) hasta El maestro de escuela (1941): donde estuviese (en Medellín, en París, en Manizales, en Bogotá), representó el permanente apoyo a la labor intelectual de su hermano. Por eso resultó de justicia que este le dedicara su tesis de grado (compartida con sus padres y su hermana Laura) y uno de sus libros, aquel que contiene las vivencias acerca de la Italia policroma: El Hermafrodita dormido (1933).

Periodista por vocación, Alfonso dirigió en 1912 el primer periódico que se publicó en Envigado, Vox Populi, de circulación semanal, y posteriormente La Patria, de Manizales.

El andante ciudadano dejó consignadas sus experiencias en un diario personal al que denominó con el título Apuntes de viaje, dedicado como una ofrenda «al cariño de mi madre». Sus herederos lo publicaron después de un trabajo de revisión, en cuidadosa edición mimeográfica de alcance familiar. Comprende cinco etapas que transcurren entre 1911 y 1947: la primera es el viaje al municipio de Cisneros (Antioquia), en donde, a la edad de 19 años, trabaja como empleado —«llevador de tiempo»— al servicio de la empresa del Ferrocarril de Antioquia; la segunda narra el viaje de Envigado a Bogotá —1913—, en procura de una beca para estudiar Veterinaria, la que, inicialmente programada para Chile, se concreta para Bélgica, a donde llega en abril de 1914, pero, a los pocos meses, sin haber empezado aún sus estudios, pues se había dedicado al aprendizaje del francés, Alemania declara la guerra a aquel pequeño reino y ya todo será problemas y dificultades (después se refugiará en Londres y en diciembre de 1915 estará de nuevo en Colombia); el tercer viaje, en compañía de su esposa Laura, es para dejar estudiando en París a sus hijos mayores, Fernán y Jaime, de once y nueve años de edad, respectivamente (1929); el capítulo siguiente corresponde a su viaje por los Estados Unidos y México (mayo a noviembre de 1945), y el último se extiende por todo el año de 1947. Su punto de partida es Rochester, a donde ha ido en procura de salud para su esposa.

Desde allí se traslada a algunas ciudades de los Estados Unidos y, después de atravesar el Atlántico a bordo del S. S. Asterion, hasta llegar al puerto de Le Havre, hace un largo recorrido por Europa, siempre en compañía de esposa e hija (Laura y Beatriz), especialmente a través de Francia, Italia y España, en automóvil particular, al que llama su Rocín, disfrutando de paisajes, ciudades, pueblos, museos…

En la última de las 574 páginas de estas ilustrativas crónicas, Alfonso dejó consignado con emoción un pensamiento íntimo: «¡Qué no diera yo hoy por un Diario de mi padre, por poder revivir a don Daniel, por seguir sus huellas, por ir detrás de él, pisando su sombra!».

De Fernando dice, en el diario correspondiente al 13 de noviembre de 1913: «Este hermano, en quien hay talento para un gran filósofo, y quien, a la edad en que otro cualquiera se “deleitaría con pamplinas”, ha lastimado sus pies en el sendero de la reflexión» (p. 82; negrillas en el original).

De aquellos «Diarios» recibió inspiración Tomás González [19] al escribir Para antes del olvido, obra ganadora en 1987 del Premio Nacional de Novela Colombia Plaza & Janés. La narración comienza en el Envigado de 1913, cuando Alfonso, «cansado de sentirse preso entre una jaula cantando siempre las mismas trovas», decide irse de la casa paterna, guiado sólo por su espíritu aventurero. Renuncia entonces al calor del hogar, a la compañía de sus hermanos y a la dulce comunicación amorosa con Josefina, su novia. Inteligente, simpático, de singular predisposición para conquistar amigos, [20] su errancia por pueblos y ciudades de Colombia, primero, y luego por Europa, a donde había ido con la intención de hacerse profesional de la medicina veterinaria, conforman el tema central del libro, presentado con notable fuerza descriptiva, cálida y llena de vida.

Pero si los rasgos del carácter de Alfonso son bien definidos —jovial, emprendedor, trotamundos, sentimental, inclinado a disfrutar de los placeres de la vida—, los correspondientes al temperamento de Fernando no eran menos protuberantes, aunque en sentido opuesto.

Las peculiaridades de su carácter sirvieron para distinguirlo de los muchachos de su edad, pues Fernando demostró poseer siempre un agudo sentido de posesión de su yo. Desde joven parecía un hombre experimentado, a la vez recio y dueño de sí mismo; introspectivo, pensativo, analítico. Empleaba un lenguaje duro, sin adornos, llamando a las cosas por su nombre. No aceptaba intromisiones y quería entender y deducir por sus propios medios. Y, cuando se le reprendía, reaccionaba disgustado, sin admitir explicaciones.

En este retrato de infancia, elaborado por él mismo, está descrito con entera fidelidad: «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa». [21]

«Silencioso, solitario… por ahí parado en los rincones»: manifestaciones frescas y tempraneras de su vocación filosófica. Meditar para entender. Entender para autoexpresarse. Y por este camino, llegar al reino del espíritu. Proceso que constituirá la espina dorsal de su larga y fecunda tarea de pensador, de filósofo vital, para quien la verdad está dentro de nosotros mismos y aprehenderla es ejercicio que requiere vivirla en su triple dimensión: pasional, mental y espiritual.

Un hecho en apariencia intrascendente —se orinaba en la cama dormido—, y su obsesión por curarse, sirvió para iniciarlo en la filosofía viva a los ocho años, edad en que escribió su primer ensayo psicológico acerca del dolor. [22] Así llegó a intuir que somos animales avergonzados y que la vida es escuela de sabiduría cuando se padece, primero, y después se entiende y digiere. [23]

Pronto adquirió también el gusto por las plantas. A orillas del caño donde vivía abundaban las poligonáceas, y en «amoroso contacto» con ellas nació su afición por la botánica, que cultivaría como complemento de su vida filósofa. Plantas que, como los vegetales y los minerales, ¡expresan siempre la verdad! «El único ser mentiroso, entre todos los de la creación, es el hombre». [24]

Años más tarde, el inquieto muchacho perdería su fe. Precisamente fue el día en que, en la sacristía de la iglesia de su pueblo, alzó el vestido a Pablo de Tarso y vio que su cuerpo era «¡un tablón de madera ordinaria!». Desde entonces dejó de creer en los santos de Envigado, en las devociones meramente acomodaticias para incentivar la fe. Sometido al conflicto entre materia y espíritu, que es atormentador y persistente, en adelante su mensaje estuvo dirigido al «hombre de carne y hueso», al estilo de ese eterno inconforme de la literatura española que fue don Miguel de Unamuno.

En medio de la serie de experiencias de los años juveniles, aprendió también «el arte suramericano de poseer a distancia todas las cosas de la vida». Convirtiose en intemperante imaginativo. Los casos más vivos tuvieron que ver con Fernanda, María Luisa y una prima nalgona que fue su tormento…, debido a la enseñanza que recibió del Mono de Marceliano, un amigo suyo de aquellos tiempos febriles. [25] Desconsolado, decidió reaccionar con vehemencia y olvidar el tormento ensoñador del vicio solitario; así fue convirtiéndose en artista de la realidad turgente y concreta, en instigador de mundos interiores, en buscador de cuanto oliera a semilla y a polen.

Un pensamiento de Fernando González, esencialmente autobiográfico, sirve como ninguno para entender su carácter y personalidad. Pertenece a los años de mayor efervescencia y creatividad intelectual —la década de los años treinta— y refleja de qué manera su nacimiento e infancia determinaron todo su futuro camino: «Mi madre me parió cabezón, pero infiel».

Cabezón, o sea, buscador de la verdad. En cuanto imperfecto y dada su ansia de perfección, diremos, parodiándolo, que el muchacho no cabía por los orificios de la materia organizada. Buscador de una cosa que no se sabe qué es ni dónde se encuentra… Espíritu inquisitivo que constituyó la fuente de todas sus vivencias. De lo contrario, hubiera carecido de aptitud para la meditación y el entendimiento; habría sido un animal triste, porque la alegría consiste precisamente en el presentimiento de ir a encontrar una cosa que no sabemos y que llamamos de muchos modos. [26]

Infiel, es decir, insatisfecho. Infidelidad que es patrimonio de las almas cuyo destino es la divinidad. Consecuencia de que lo anhelado no está ahí, donde se creía, y es necesario seguir buscando. ¿Dónde encontrar, pues, el secreto? Supone que las muchachas, tan bellas y elásticas, pudieran tenerlo cuidadosamente escondido; entonces camina detrás de ellas, las observa y analiza, pero es grande su desilusión: no hay tal secreto, ni siquiera en la «mujer única de Marsella»… Tampoco lo encuentra en los libros de los filósofos, ni en las ruinas romanas, ni en las esculturas griegas, ni en parte alguna del mundo exterior.

Así es como descubre, primero, y luego asimila la lección, consistente en que «la filosofía es un camino, una amistad, y no un matrimonio con la verdad». [27]

Tal es, pues, su vocación. Tarea fascinante y tortuosa al mismo tiempo. Mediante ella empieza a intuir a Dios, a quien considera interesante porque es un secreto. Por eso se dedica a buscarlo «como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado…». Es un proceso de inquisidor que se prolongará durante cuatro décadas.

Inicialmente vislumbra, allá en la cruz, la divinidad de Jesucristo. Pero le resulta imposible vivir la verdad. Aún está lejana, y el secreto permanece inasible. Poco a poco irá descubriendo que la verdad «es muda, no sufre adjetivos, ni nombres; únicamente un verbo: Ser». [28] Y también, entre emocionado y atónito, que el camino de la verdad es la renuncia. [29]

Esa actitud de búsqueda es esencial: viene a ser su trasegar humano. Fernando González es un buscador, y para ello se convierte en un atisbador: analista de sí mismo y del vasto mundo que forja su constante brega por ascender en conciencia.

Las raíces del pensador —densas y profundas— están aquí, en Envigado; en sus gentes y su ambiente. El marco criollo se lo proporcionará Antioquia, pueblo de ancestro vasco cuyos perfiles de individualidad se adaptaron muy bien a su temperamento y espíritu crítico. Y yendo más lejos, Colombia y Sudamérica instigarán las manifestaciones de un original sociólogo y penetrante psicólogo.

Síntesis del ancestro varonil, altanero y creador de su raza, Fernando González representa el mensaje liberador de la autoexpresión individual y colectiva.

Continuará…

Notas:

Capítulo 1

[1] La primera cita aparece en: Roca Lemus, Juan (Rubayata). «Confesiones de dos viejos niños: Fernando González y Ciro Mendía». Boletín Histórico, Centro de Historia de Envigado, n.º 7, marzo de 1979, pp. 88-95. La segunda corresponde al Libro de los viajes o de las presencias, Medellín, Aguirre Editor, agosto de 1959, p. 28. [N. del E.]
[2] Uribe Ángel, Manuel. Geografía general y compendio histórico del Estado de Antioquia en Colombia. Imprenta de Víctor Goupy y Jourdan, París, 1885, p. 113.
[3] Ibidem, p. 112.
[4] Calificado en 1987 por el Instituto Ser de Investigaciones con un índice de 100,0, seguido por Bogotá (98,3), Tunja (96,0), Medellín (89,4) y Bucaramanga (88,5). En el año 2014, según medición del Departamento Nacional de Planeación, Envigado volvió a ser calificado como el municipio colombiano con mejor calidad de vida, sobresaliendo el sector educativo, con cobertura total. Entre los cinco primeros se situaron tres municipios de Antioquia, ubicados todos en el sur del valle de Aburrá y limítrofes entre sí: Envigado, Sabaneta e Itagüí (puestos 1, 3 y 5), y dos municipios de Cundinamarca: Chía y Madrid (puestos 2 y 4).
[5] Garcés Escobar, Sacramento. Monografía de Envigado. Tercera edición, 1985, p. 249.
[6] Ibidem, pp. 254-255.
[7] La pintora Débora Arango (1907-2005) nació en Medellín, pero vivió en Envigado durante sus últimos sesenta años, invariablemente en «Casablanca», la hermosa casaquinta que fue de sus abuelos.
[8] Garcés Escobar, op. cit.
[9] La inteligencia es definida hermosamente por Fernando González en la revista Antioquia n.º 5: «Posesión consciente de su individualidad y de los nexos que tiene con el universo»; y el estilo, como la manera de manifestarse: «El verdadero estilo consiste en manifestarse naturalmente».
[10] Misael Osorio Ramírez, hijo del también escultor Tomás Osorio Alzate, nació en Carolina (Antioquia) en 1877, pero desde niño vivió en Envigado, donde tuvo taller de escultura y ebanistería durante 45 años. Al contemplar el arte escultórico de la capital de Italia, Fernando González, en El Hermafrodita dormido, recuerda a este notable artista imaginero: «En Roma no hay santos como los de Misael Osorio…» (p. 64). Y, tras recorrer los pueblecitos cercanos a las montañas de Carrara: «Si tuviéramos por aquí a los escultores de Envigado, Misael Osorio y los Carvajales, para que hicieran un San Juan, así, hermafrodita, ¡como ellos saben!» (Ibidem, p. 134).
[11] Según el Censo Nacional realizado en el año 2005, la población de Envigado ascendía a 175.240 habitantes: mujeres, 54,6%; hombres, 45,4%. Establecimientos económicos: 6.494. Promedio de personas por hogar: 3,5. Tipo de vivienda: casas, 39,5%; apartamentos, 59,5%; otros, 1%. Es el municipio con mejor nivel de educación en el área metropolitana del Valle de Aburrá: el 47,3% de sus habitantes tiene título de bachiller y el 18,3%, estudios profesionales. Distancia a Medellín: diez kilómetros, que se recorren en automóvil en veinte minutos. (Proyección oficial del DANE al 31 de diciembre de 2014: 217.343 habitantes, de los cuales el 96% se encuentra en el área urbana).
[12] Desde 1995 funciona, adscrita al Municipio, la Institución Universitaria de Envigado, con programas de pregrado en Ingeniería de Sistemas, Ingeniería Electrónica, Derecho y Contaduría Pública. La ciudad también cuenta con un canal comunitario: Teleenvigado.
[13] Los médicos Gustavo, José Vicente y Luis Enrique González Ochoa; el abogado Jaime González Ochoa; y los filólogos y músicos Mario y Carlos González Ochoa —para no mencionar sino algunos de los veintiún hijos de José Vicente y Concepción— son, por tanto, primos hermanos dobles de Fernando González. Jaime es, además, el personaje de La Tragicomedia del padre Elías y Martina la velera conocido con el nombre de Palillo Elías, el abogado de Entremontes.
[14] Revista Antioquia, n.º 2, junio de 1936, p. 10.
[15] Carta a su hermano Alfonso, Marsella, 5 de abril de 1934, en Cartas a Estanislao, Casa Editora Arturo Zapata, Manizales, septiembre de 1935, p. 88.
[16] Osorio, Luis Enrique. «Fernando González me dijo…». Revista Cromos, Bogotá, 7 de marzo de 1942, pp. 42–44; 58–61. [N. del E.]
[17] Graciela estuvo casada con el prestigioso médico y filántropo Francisco Restrepo Molina (1898–1976). El doctor Restrepo Molina fue médico personal de Fernando, a quien siempre llamó «don Fernando», y uno de sus íntimos amigos. En La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera es «don Pío», el médico de Entremontes. El escritor vallecaucano Faber Cuervo, domiciliado en Envigado desde 1973, lo describe así: «Quién iba a pensar que la generosa humanidad arropada en impecable traje negro y sombrero de fieltro —también negro— contenía una franqueza y humor provocadores que bordeaban las fronteras de la burla ingeniosa […]. Algunos lo veían como un médico seco y repelente, porque decía en tres palabras lo que se debía hacer; es lo cierto que una mayoría de envigadeños recuerda al bondadoso médico con gratitud y singular admiración […]. Durante su apostolado en el mundo solidario del bisturí, condimentó sus largas faenas de atención con la broma, el diagnóstico directo, el comentario imprevisto […]. La solidaridad y la sabia franqueza con los enfermos lo acompañaría durante casi 50 años de servicios a la comunidad envigadeña y antioqueña, pues fue profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia durante 22 años […]. Antes de que el doctor se colocara su dedo pulgar entre los labios para empezar a hablar, uno de los estudiantes decía en voz queda: “Chiss…, va a hablar el micrófono de Dios” […]. El maestro Fernando González hubiera dicho del médico Restrepo que fue un individuo que se acercó al espíritu al desnudar su propio ser renunciando al vano rol de médico que halaga a sus “clientes”». (Vigas contra el viento II. Memoria literaria viva, Envigado: Autores varios, 2012, pp. 90, 98, 99).
[18] En Pensamientos de un viejo, siendo su hermana aún una niña, le dedica el capítulo titulado «¡Oh viejo bordón de los abuelos!», donde expresa: «Ligia es la única que conoce el alma del joven pensador. Él ha puesto todo su amor en ella». Doña Ligia fue la última sobreviviente de los hermanos González Ochoa. Estuvo casada con el odontólogo Antonio Zuluaga Aristizábal y falleció en Medellín, en diciembre de 2004, a los 91 años de edad.
[19] Tomás González Gutiérrez (1950) es hijo de Alberto González Ochoa y, por tanto, sobrino del maestro. De este llegó a decir: «Él vivía en la finca vecina a la nuestra, en Envigado […]. Me deslumbraba su manera de ser, de hablar, de relacionarse con el mundo. Tuve mucha suerte en convivir con una persona sabia como Fernando a una edad en la que las puertas de la percepción están abiertas de par en par». (Ortiz, María Paulina. «Un tímido bañado de letras». Revista Bocas, El Tiempo, Bogotá, junio de 2014, p. 38).
[20] «No había ser humano —sostiene el autor— capaz de pasar cerca de él y no enredarse en una conversación pequeña o grande». (González, Tomás. Para antes del olvido. Plaza & Janés, Bogotá, mayo de 1987, p. 18).
[21] Vallejo, Félix Ángel. Retrato vivo de Fernando González. Editorial Colina, Medellín, 1982.
[22] Mi Simón Bolívar. Segunda edición, Librería Editorial Siglo XX, Medellín, 1943, pp. 18–19.
[23] Vallejo, op. cit., p. 45.
[24] Ibidem, p. 75.
[25] Cartas a Estanislao, op. cit., p. 109.
[26] El remordimiento. Editorial Arturo Zapata, Manizales, 1935, p. 78.
[27] El Hermafrodita dormido. Editorial Juventud, Barcelona, 1933, p. 6.
[28] Ibidem, p. 11.
[29] El remordimiento, op. cit., p. 82.

Fuente:

Henao Hidrón, Javier. Fernando González, filósofo de la autenticidad. Ediciones Otraparte, séptima edición [en proceso de revisión], Envigado, diciembre de 2018, pp. 1–45. Número total de páginas: 310.