Decidirse y arrepentirse:
Fernando González y un
posible diálogo con las
ciencias de la conciencia

El remordimiento es el dolor de los instintos.

Fernando González

Por Carlos Andrés Salazar Martínez

Hay una aseveración sin la cual este texto carecería de sentido. Ese enunciado en particular ha soportado el paso de los años y las lecturas de los seguidores más perspicaces de Fernando González. Es solo una de las incontables, impetuosas y subversivas ideas que constituyen la obra del dueño de Otraparte y que señala un rumbo a seguir si procuramos hacerlo con cuidado. La afirmación hace parte de Los negroides y busca llamar la atención sobre el hecho de que:

Los sicofisiologistas dicen que no ríe el hombre porque esté alegre, sino que lo está porque ríe, o sea, que la conciencia es epifenómeno, posterior al estado orgánico (González, 1935: 29).

La primera frase de esta cita, suscrita originalmente por William James, es uno de los puntos más controversiales de una polémica aún no resuelta entre filósofos, psicólogos y científicos. Es una controversia que se ha actualizado gracias a los descubrimientos recientes de una disciplina cuyos padres son justamente esos sicofisiologistas del siglo xix a los que alude Fernando González. Por demás, y respecto a este tema específico, cabe recordar la influencia que un científico como William James tuvo en la narrativa de principios del siglo xx. Autores como Marcel Proust, James Joyce, William Faulkner o Virginia Woolf reconocieron en su pensamiento un valioso aporte a la pregunta por el cómo entendemos nuestro propio acontecer. La psicofisiología y la literatura, podría afirmarse, es un caso específico de cómo los desarrollos de la ciencia permiten a los autores hablar con mucha mayor propiedad de sí mismos y su entorno, en este caso específico de su consciencia y su mundo interior. Es a partir de finales del siglo xix que las emociones, por ejemplo, fueron materia un poco más dúctil para ser abordadas y utilizadas en las obras literarias. Haciendo énfasis, por supuesto, en que los autores no se detendrían; ellos serían capaces de tomar partido en la elaboración de una estética nueva para sus obras literarias.

Los intentos por develar el lugar donde se genera la conciencia han despertado una gran curiosidad en los intelectuales de cada época. En simultánea con las teorías sicofisiológicas de James, por ejemplo, un autor como Dostoievski —y del que tenemos claro Fernando González fue un gran lector— sentiría una inquietud particular por las conclusiones a las que estaba acercándose la ciencia de su época. Dicha perplejidad es enunciada por uno de los hermanos Karamazov.

¿No? Verás. En la cabeza, mejor dicho, en el cerebro, hay nervios… Estos nervios tienen fibras, y cuando estas fibras vibran… Oye, cuando miro una cosa, las fibras empiezan a vibrar, y apenas vibran, se forma una imagen. Bueno, no se forma en seguida, sino al cabo de un momento, de un segundo… Entonces aparece en la imaginación un momento…, no un momento, ¡qué disparates digo!…, aparece un objeto, una escena. Así se realiza la percepción. Y no podemos menos de decirnos que esto ocurre porque tenemos fibras, y no porque tenemos alma y estamos hechos a imagen y semejanza de Dios… Ayer mismo me habló de esto Mikhail. Y desde entonces me tortura esta idea. ¡La ciencia es magnífica, Alexei! El hombre progresa; esto es natural… Sin embargo, echo de menos a Dios (Dostoievski, 2009: 568-569).

La neurobiología conductual es la ciencia que, de forma específica y teniendo el cerebro como objeto de estudio, indaga en los asuntos concernientes a los comportamientos, las reacciones o las capacidades de los seres humanos para tomar decisiones según unas condiciones iniciales dadas. En el caso específico de Fernando González (El remordimiento), acostarse o no con Toní es una encrucijada que lo llevará a seguir las pistas que deja en la conciencia de los hombres una decisión de esa índole, y que le permitirán anticipar algunas de las conclusiones a las que, solo ahora, se han ido acercando los estudios científicos.

Para comprender la resonancia del dilema que abrió la afirmación reseñada al inicio basta con leer a algunos de los más renombrados científicos contemporáneos. Eric Kandel, por ejemplo, premio Nobel de medicina en 2000 y autor del libro Principios de neurociencia, señala que el aporte de William James y Carl Lange fue decisivo para inaugurar el debate con respecto a la pregunta sobre ¿qué es una emoción? —un asunto que parecía estar resuelto a finales del siglo xix— y cita, como lo hizo Fernando González en su momento, la famosa frase de James:

Estamos tristes porque lloramos, nos enfurecemos porque golpeamos, tenemos miedo porque temblamos, y no lloramos, golpeamos o temblamos porque estemos tristes, enfurecidos o temerosos según sea el caso (2001: 963-964).

La teoría de James-Lange completó la transformación del estudio de las emociones desde la filosofía moral al estudio científico (Deigh, 2014: 4). De hecho, el ataque que James hace en su libro Principios de psicología al esquema conceptual de los estados mentales característico del empirismo clásico británico y al esquema psicológico de Locke y Hume permite entender la importancia revolucionaria de la teoría de las emociones funcionalista (Deigh, 2014: 9). La controversia renovaría, incluso, los debates filosóficos en torno a la mente, los sentidos o la percepción del tiempo; autores como Henri Bergson intentaron mediar en la trascendental e inevitable distancia que se estaba abriendo entre el conocimiento experimental del cerebro y la filosofía de la conciencia.

Con base en las investigaciones y avances científicos de las últimas décadas, la pregunta formulada por James y que suscitaría las suspicacias de Fernando González, se ha ido decantando hasta concebir las emociones como el resultado de una interacción dinámica con trayectos de ida y vuelta entre factores externos e internos.

Es crucial destacar, sin embargo, que en su libro Principios de psicología, escrito en 1890, William James criticaba de manera directa a algunos de los científicos de su época, para quienes la conciencia desempeñaba un papel secundario. Sostenía que es un error decir que los órganos de los sentidos reaccionan entre sí en una secuencia coherente y ordenada, hasta determinar un momento para ejecutar determinada acción, sin considerar el papel fundamental de la conciencia. Afirma que dicha cadena de ocurrencias, en la forma en la cual estaba determinada, era bastante autónoma como para que la mente consciente pudiera hacer algo allí. Es por ello que para James, a diferencia de Fernando González, era un desacierto concluir que la conciencia es solo un «epifenómeno», un espectador inerte, una especie de «espuma, aura o melodía», cuya oposición o cuyo impulso sería impotente ante los acontecimientos (2001: 80). Pensarlo así implicaba el fin de la voluntad.

El autor con el que rivalizaba William James —entre otros— era Thomas H. Huxley, quien publicó el texto ¿Son autómatas los animales? Historia de esta hipótesis (1974). Un texto que puso en consideración el hecho de que tal vez, y ante las revelaciones científicas de la época, es posible pensar la consciencia como resultado o causa inmediata de las relaciones y reacciones que a nivel molecular se establecen y producen en el cerebro. De hecho, años después de publicado el libro Principios de psicología, Hugo Münsterberg sería uno de los primeros en oponerse a James y volver a considerar efectivamente la conciencia como un epifenómeno. Esta oposición señalaría un horizonte para las ciencias de la conciencia en el siglo xx; Fernando González estaría atento a ella haciéndose, como ya se ha reseñado, del lado de la consciencia como epifenómeno; en palabras de Huxley, de la consciencia autómata.

La frase que reseñábamos al principio es, por tanto, una que alimenta la lucha entre el automatismo de Huxley y las teorías psicofisiológicas de James.

Admitiendo entonces el interés que despertarían en Fernando González las teorías psicofisiológicas, debemos dar un paso más ya que esa preocupación por las emociones, las decisiones y sus consecuencias tiene origen en un libro y un autor que definió, con su capacidad analítica, una forma de comprender la manera como obramos y cuyo rastro seguirían con entusiasmo tanto el autor antioqueño como reconocidos neurobiólogos actuales. Jean-Pierre Changeux y Antonio Damasio retoman la Ética de Baruch Spinoza para demostrar que es allí donde por primera vez se intuye, procurando alejarse de cualquier consideración teológica, «una arquitectura de la regulación de la vida» (Damasio, 2010: 19) en la que el cuerpo y la mente son atributos paralelos de la misma sustancia; y en la que se descubre «el fundamento mismo del valor de nuestras acciones y el nacimiento de nuestras pasiones» (Changeux, 2001: 29). La marca de Spinoza en el pensamiento de Fernando González sería determinante para ir un poco más allá de las propuestas psicofisiológicas de James, al inclinarse a considerar la consciencia como epifenómeno.

No es difícil reconocer a un profundo admirador de la obra de Spinoza en Fernando González; sus alusiones al filósofo europeo marcan una tendencia en su obra. Incluso en ese primer texto que publicaría el autor antioqueño con el nombre de «Notas I», habría un primer elogio a ese hombre que fue Spinoza. Una admiración que posteriormente resonaría en las páginas de Viaje a pie, en las que compara a Spinoza con César y san Francisco, personajes que, según él, creó la humanidad con el deseo de ser purificada (2010: 97). Conviene observar que en sus espigados encomios hacia Spinoza no hay una cita directa de la Ética; es como si, para Fernando González, la obra no pudiera descomponerse en apartes, y la vitalidad del pensamiento espinosista solo fuera comprensible en su totalidad. Y reconoce que un pensamiento como el de Spinoza requiere un tipo particular de lector; es por ello que en su libro Pensamientos de un viejo acepta, como en una especie de renuncia, que no hay nadie más silencioso y más extraño a las gentes que un analista como Spinoza (2007: 185).

Considerando, entonces, la alusiva afinidad que sintió Fernando González por la psicofisiología de su época y por un autor como Spinoza, podríamos pensar su obra como un experimento particular de esas teorías y propuestas. Una experiencia que conduciría al filósofo de Otraparte a encontrar los límites que traza la cotidianidad sobre la forma en que tomamos una decisión y como encaramos sus consecuencias. Dicha exploración lo llevaría a elaborar sus propias conjeturas acerca de algunos conceptos que, al día de hoy, son motivo de investigación científica y sin los cuales no es posible entender los mecanismos de los cuales se vale el cerebro para hacer o impedir que realicemos algo.

Aquí debemos destacar el hecho de que entender, como lo hizo Fernando González, la conciencia como un epifenómeno posterior al estado orgánico es una propuesta atrevida para su época. Supone comprender que, al final, no somos tan dueños de nuestras emociones como suponíamos. Y, adicionalmente, confirmar que nuestros instintos y nuestros pensamientos conscientes se encuentran en una constante lucha. Fernando González no solo padecería ese enfrentamiento cuando Toní parecía resuelta a estar con él, también alcanzaría a proponer esa lucha como el único camino para resolver una encrucijada. El debate entre su «instinto de fecundación» y su «instinto espiritual» (González, 2008: 290) se entiende hoy como la lucha entre esa parte del cerebro que controla nuestras emociones, ubicada en el sistema límbico, y la capacidad para procesar y almacenar las experiencias conscientes y los recuerdos, ubicados en los lóbulos. El autor antioqueño no solo se conformaría con dejar sentada la noticia de ese debate, sino que comprendería cómo son esas luchas que nos definen:

A todo acto nos incitan motivos varios y muchos otros nos retraen de él. El acto es resultante de fuerzas en guerra, en contradicción, y el panorama interno de un alma es creado por esas batallas (González, 2008: 291).

Luego, incluso, definiría necesariamente al yo como «el resultado de esas fuerzas que se ayudan y se combaten» (2008: 306). En su artículo a propósito de la procrastinación —ese vicio, al parecer inevitable, de dejar para después—, James Surowiecki (2010) recuerda que pensadores como Schelling han sostenido que la persona que hace planes y la persona que fracasa al llevarlos a cabo realmente no son el mismo individuo: son diferentes piezas de un mismo mecanismo y lo llama «el sí mismo dividido». Schelling propone que la mayoría de las veces no pensamos en nosotros como una unidad sino como seres diferentes, a empellones, discutiendo y en una continua negociación de poder.

En la actualidad, precisamente, la neurobiología se ha zambullido en nuestro cerebro para desentrañar los misterios que rigen no solo la forma como tomamos una decisión, sino también otra cantidad de asuntos que van desde las emociones hasta los comportamientos sociales, y con ellos la sorprendente y rápida evolución alcanzada en tan solo seis millones de años por el órgano que corona nuestra espina dorsal. De no ser por la cultura, el desarrollo de un sistema simbólico y la exigencia que supone la construcción de los vínculos sociales, como intenta demostrar Roger Bartra (2007) en su libro Antropología del cerebro, no sería posible comprender los vertiginosos cambios que dieron como resultado nuestro cerebro actual. Un cerebro en el que cada una de las nuevas secciones fue integrada a las antiguas, y entre las cuales se tendieron redes neuronales que obran como campos de batalla donde se lucha por consolidar un destino, como lo presuponían Fernando González y Schelling.

Las emociones jugarían un papel cardinal en todas esas batallas. El que, por ejemplo, Fernando González haya sido un juicioso lector de Spinoza le permitiría hacerles guiños a las emociones y su importante papel en todo el entramado de la toma de decisiones. Sostiene el autor antioqueño que «la emoción no se produce sino en los actos acompañados de lucha interna, y, por ende, todas son compuestas de gritos del instinto triunfante y de lamentos del vencido» (2008: 288). De hecho, uno de los más importantes descubrimientos de la neurobiología conductual es aquel que les dio un papel protagónico e inesperado a las emociones. Para quienes acostumbrábamos creer que las personas que carecen de ellas, y suelen imponer el uso de la razón para dirigir su destino, son quienes dominan la carrera en la vida, este es, sin lugar a dudas, un nuevo paradigma. A raíz de investigaciones como las de Dylan Evans, de la Facultad de Informática, Ingeniería y Ciencias Matemáticas de la University of West England, Bristol, se puede afirmar, como lo hace Eduard Punset, que «si antes no sabíamos para qué servían las emociones, ahora constatamos que sin ellas no tomaríamos nunca decisiones» (2005: 62).

Fernando González, consciente de la vituperación que han padecido por siglos las emociones, sería un denodado defensor de su papel en la vida de los seres humanos. Él es de los pocos en considerar, a mediados del siglo xx, que:

[…] la verdadera sabiduría es el instinto. El humano le ha dado a una parte del instinto el nombre de sentido común. Debido a su soberbia, ofuscado por poseer la actividad razonante, que ejerce en parlamentos, el instinto ha sido despreciado. El fin último en la escuela debe ser aumentar el instinto. La conciencia razonante es epifenómeno (2012: 81).

De manera más concreta, es posible, hoy en día, describir las etapas que preceden la toma de una decisión o el encuentro con una idea, y así lo describe David Brooks: cuando los científicos estudian dicho fenómeno han descubierto que primero hay un salto en las ondas alfa procedentes del hemisferio derecho (2012: 124). Un segundo antes de la intuición el área que procesa la información visual cesa en su actividad, evitando toda distracción. Trescientos milisegundos antes de la intuición hay un pico del ritmo gamma, la máxima frecuencia producida por el cerebro. Hay un estallido de actividad en el lóbulo temporal derecho, justo por encima del oído derecho, una zona que reúne información de áreas cerebrales completamente disímiles. Todo parece indicar, entonces, que mucho antes de que podamos decir siquiera cuál es la solución a un problema, ya lo sabemos; o por lo menos nuestras neuronas lo saben. No es posible prever las consecuencias de tales descubrimientos, pero sí puede verse que los temores de William James y las afirmaciones de Fernando González son puestas en disputa: por un lado, el temor a deshacerse de la voluntad del filósofo y científico norteamericano y, por el otro, la placentera capacidad del instinto que defiende el filósofo y escritor latinoamericano.

Dentro del proceso de toma de decisiones, debe destacarse el aporte que Fernando González hace al sostener que «atender a una cosa es olvidar las otras» (2008: 333), subrayándolo como un paso decisivo en el éxito y consolidación de una decisión. Además de coincidir con Spinoza en que es en la atención voluntaria donde puede encontrarse un grano de libertad. Esta misma propuesta le serviría a Fernando González en Mi Simón Bolívar (1930: 23) para elaborar los principios básicos en el arte de rehacerse a uno mismo: primero, la emoción es la conciencia del estado orgánico; segundo, la atención crea el interés y este crea la atención, la desatención al quitar el interés mata el deseo; y tercero, la atención es la dedicación de los sentidos y de las actividades intelectuales a un tema u objeto, se produce por inhibición de las percepciones extrañas, es voluntaria e involuntaria.

Tomar una decisión, elegir a una persona en un momento dado, escoger un camino antes de una bifurcación, pedir una nueva carta en una partida de póker, todo esto exige prestar atención; elegir es olvidar las opciones que precedieron la determinación. La mayor parte de las veces la cantidad de variables, condiciones iniciales, consideraciones y posibilidades son tantas y tan confusas que nuestro cerebro no alcanza a procesar toda la información disponible en beneficio de una buena decisión. El olvido de las recomendaciones, alternativas y caminos posibles tiene, ahora, una explicación desde la neurobiología. Una explicación que, dicho sea de paso, está relacionada con la disposición propia de quien se enamora. Mark Lythgoe (2005) retomó el concepto de inhibidores latentes para explicar cómo nuestras neuronas son capaces de configurar circuitos que sirven para filtrar y eliminar toda la información o ruidos ajenos a la tarea que uno ha decidido ejecutar: en el caso de Fernando González servirán para que se resuelva la guerra entre los deseos y surjan los sentimientos morales. Y en el caso de los enamorados para explicar por qué dejan de ser personas creativas. Como sostiene el autor antioqueño, el arte de ser hombre de voluntad consiste en mantener el interés en el fin (González, 1930: 23).

No debemos perder de vista que la mayoría de las crisis en las grandes obras literarias se producen en esencia porque se ha tomado una decisión, porque no se produjo a tiempo la resolución o, simplemente, porque se dejó de hacer lo necesario. Podría decirse, incluso, que sobre esta última se asienta la tragedia de ese héroe literario al que conocemos como Fernando González, quien sostiene que, definitivamente, «tenemos el derecho de cumplir los instintos, para llegar a odiarnos en virtud del remordimiento y llegar a ser otros en virtud del arrepentimiento» (2008: 192). Es justo el resultado de esa determinación en su conciencia al que sabría sacarle provecho el autor antioqueño, presagiando que todos los lectores nos embelesaríamos con la posibilidad de tocar, oler y sentir en un rincón de nuestra imaginación los calzoncitos y la carne de Toní. Fernando González construye así una obra en la que tienen cabida elementos esenciales para entender cómo actuamos y, por los retos que implica su propósito, decidiría hacerlo desde un discurso con la estética propia de un monólogo ágil e íntimo. Buscando, de esta manera, hacer consciente al lector de las batallas que tienen lugar en su interior como ser humano o, preferiría él, como animal metafísico.

El remordimiento y el arrepentimiento son conceptos que juegan con la filosofía espinosista del lado de la conciencia. Spinoza definió como conatus aquel ímpetu de los seres vivos «para la autopreservación frente al peligro y las oportunidades» (Damasio, 2010: 40) buscando tanto el bienestar físico como la supervivencia. Dice Spinoza en la proposición vi y vii de la tercera parte de la Ética que primero «cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser» (2011: 203); y segundo, que «el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma» (2011: 204). Es decir, los postulados de la Ética espinosista, que consideran el mecanismo por medio del cual los seres vivos buscan preservarse sin conocimiento consciente del empeño que ponen en dicha acción, se complementa con aquello que los seres humanos integramos al sistema cerebral, a través de la evolución y la construcción de sistemas simbólicos. Así lo resume Antonio Damasio:

La evolución parece haber ensamblado la maquinaria cerebral de la emoción y el sentimiento en entregas parciales. Primero fue la máquina para producir reacciones ante un objeto o acontecimiento, dirigidas al objeto o a las circunstancias: la maquinaria de la emoción. En segundo lugar vino la maquinaria para producir un mapa cerebral y después una imagen mental, una idea, para las reacciones y para el estado resultante del organismo: la maquinaria del sentimiento (2010: 80-81).

Sin ese complejo proceso sentimental no existiría ni el remordimiento ni el arrepentimiento. Es esta última fase de la evolución neuronal la que asienta «las facultades intelectuales» que nos hacen percibir al ser humano ideal; y el papel biológico del remordimiento es hacernos llegar a él, para emprender una y otra vez nuevas jornadas (González, 2008: 295). Es el mecanismo del progreso moral del que habla Fernando González y que ha impuesto retos específicos a la neurobiología conductual. Descubrir por qué los seres humanos hemos acordado que ciertas emociones, ciertos comportamientos, son buenos o malos, es llevar al límite las capacidades de las ciencias del cerebro.

La moral, es necesario añadir, es uno de los puntos álgidos en los estudios del comportamiento; fue la búsqueda de Spinoza, es el desafío de la neurobiología conductual y es un concepto respecto al cual Fernando González hace constante alusión en un intento por definirlo, explicarlo y entenderlo. De forma directa González se pregunta:

¿Por qué el hombre es moral, o sujeto a remordimiento?

Los constituyentes psíquicos están en perpetuo equilibrio inestable. La resultante a la que llamamos yo cambia a cada instante, con las mutaciones fisiológicas y del ambiente: de ahí resultan las tentaciones, el pecado, los remordimientos.

Mientras más complejo el individuo, mayor delicadeza, mayor sensibilidad, más tormentos (2008: 289).

En este plano sería un descuido dejar pasar el hecho de que Fernando González relacione las mutaciones fisiológicas y del ambiente con la moral. Ese fue uno de los asuntos sobre los cuales haría mayor hincapié Spinoza en su Ética. Considerar la crítica del filósofo holandés a René Descartes por insinuar que la causa de la «unión» entre el alma y el cuerpo es Dios, por no haber puesto su «glándula pineal» en el centro del cerebro y por haber evitado prolongar todos los nervios hasta las cavidades del cerebro (Spinoza, 2011: 386-387), permitiría determinar hasta qué punto Fernando González fue consciente de la importancia del cuerpo y sus capacidades para permitirnos determinar lo bueno y lo malo. Y que, por lo demás, es la inteligencia, la razón, el alma, el entendimiento, lo que —reconocerían ambos autores— nos brinda la potestad para no dejarnos dominar fácilmente por las malas emociones. La inteligencia hace libre al hombre, sostiene el autor antioqueño (González, 2008: 189).

El sentimiento del progreso moral se entiende en ese sí mismo dividido del que hablábamos arriba.

Al final, las religiones erigirían sus normas de conducta en ese sentimiento, que ha despertado la atención de algunos de los grandes científicos de la neurobiología conductual moderna. Jean-Pierre Changeux (2001: 274) propone que es pertinente, por ejemplo, pasar por el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, como lo sugiere Spinoza, para explicar lo que son las religiones e incluso para avizorar la pertinencia de la estética en el remordimiento y la moral.

«La vida moral consiste en odiar al que fuimos y amar al que seremos, o sea: somos el animal erecto que marcha hacia el cielo» (2008: 293), sostiene Fernando González como para remarcar el hecho de que nuestros propósitos o nuestras decisiones plantearán siempre un conflicto entre los «instintos», gracias a los cuales sobrevivimos a la extinción, y las «razones» que consolidaron lo que hemos llegado a ser.

Bibliografía

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Fuente:

Salazar Martínez, Carlos Andrés. «Decidirse y arrepentirse: Fernando González y un posible diálogo con las ciencias de la conciencia». En: Giraldo Ramírez, Jorge / Giraldo, Efrén (Coordinadores académicos). Fernando González – Política, ensayo y ficción. Autores varios. Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, noviembre de 2016, pp. 141-152.