Fernando González,
su cráneo y su nada

Me dormí. Estaba como en lugar vacío, que era yo; todos mis amigos se habían ido y estaba lleno de seres bajos, rastreros: llamaba a los súperos, seguro de que estos gatos y hedores eran los que me habitaron mucho tiempo. […] El gato. Los gatos. Vicios solitarios. […] Nada siento que no sea sucio y de hondo pantano. ¿Qué sucede? ¿Qué o quién se fue y qué o quién ocupó esta mi nada? Lo único que me consuela es que no están en mí, no obran por mí, como otras veces. Esto es alegría. Soy como casa en que unos puercos se entraron, pero no se convirtieron ni pueden convertirse en la casa. Soy casa abandonada, pero que no quiere ser casa de marranos. Antes, fui casa de marranos. [1]

Por María Helena Uribe de Estrada

(Medellín, enero 15. Los profanadores de la tumba del poeta y filósofo Fernando González, en el cementerio de Envigado, sabían lo que estaban haciendo. Toda persona en esa población la conoce suficientemente como para poder creer que se haya tratado de algo coincidencial, estimaron las autoridades. Este hecho causó indignación y se pidió investigar hasta las últimas consecuencias).

(Mentira: no sabían lo que estaban haciendo, y lo vamos a comprobar. No se llevará la investigación hasta sus últimas consecuencias porque ni siquiera empezaron con las primeras: no tomaron las huellas digitales, dicen los de Envigado. Qué fácil resulta dar noticias al periódico y prometer. Es como cuando informan que el país está en completa calma, que la ciudadanía puede estar segura y protegida en sus derechos. ¿Quiénes forman la ciudadanía? ¿Cuáles son los derechos? Seguimos perdidos en un mundo perturbado, al cual acusó siempre Fernando González; de él se quejaba y pretendió reformarlo sin éxito, como siempre. Se contentó (?) con gritar, profetizar, augurar males que seguirían a la ceguera de todos nosotros, sin excepción; de todos los colombianos escondidos en su propio cráneo sin ojos, sin oídos. En cadáveres que hieden pero que podrían resucitar, si quisiéramos; si todos hiciéramos el esfuerzo. Si tú y yo dejáramos de ser pillos, seríamos dos pillos menos en el mundo, dijo un hombre a otro que se quejaba con vehemencia de la humanidad).

Al sepulturero se le aburren los muertos. Habla de ellos como de cosas molestas. El trabajo se le convirtió en rutina y acabó por perder su sabor la poesía, el misterio de cuidar estas ruinas humanas de templos divinos. Salí triste de allí porque, incomprendido hasta el fondo de los huesos, Fernando González no halla en este suelo dónde reposar su cabeza. Antes le tachaban de ateo e irreverente. Luego lo repudiaron quienes lo alababan porque descubrió al Inefable en sus libros, en su vida, en su muerte, que son una misma cosa pues, como diría él, uno solo es el camino del hombre hacia adelante, no hay retroceso ni desviación, sino búsqueda angustiosa de infinito:

¿Para dónde se convierte uno? Uno, un hombre, es cagajón que flota en el océano de la vida. [2]

Todo en nosotros se enreda y contradice. Adoramos a Dios y queremos al diablo; cantamos al espíritu y espiritualizamos la carne; lloramos y reímos y no sabemos hacia dónde vamos. [3]

Todavía sigue siendo el caminante contradictorio y desconocido; ignorado a veces, extrañamente comprendido en otras ocasiones hasta el punto de que, quien cuida de su bóveda, sabiendo que ahí están sus huesos, la considera vacía:

nada y ser no son opuestos, positivo y negativo. Todo lo que tiene nombre es del existiendo. Vacío, por ejemplo, no puede ser un sustantivo. Es adjetivo. Es no presencia de algo en algo. El vacío no es una cosa sino ausencia de cosas en algo. […] Y nada es adjetivo igualmente. […] Nada, sustantivo, sería lo que no está de ningún modo presente, ni como sucedido, ni como sucediendo, ni como por suceder. Y eso no existe ni se concibe. El valor de este mundo en que vivimos está en las Presencias. Yo estuve casi sin presencia ninguna durante varios días. El lugar (mi Yo) fue ocupado entonces por la angustia. Y aun Cristo, poco antes de morir, quedó sin presencia: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?». ¡Que Cristo nos libre de esto, lo que sólo puede padecer el Hijo de Dios! [4]

Me tocó escuchar al sepulturero tan callada y muerta como mis anfitriones de esa hora, sólo el calor evidenciaba la realidad física del mediodía y el sol contra las paredes blancas del cementerio, salpicadas de cunitas negras [5] —como letras— donde se leían nombres desconocidos y fechas que en algún sitio o tiempo alguien lloró. Faltaban las de Fernando González para completar el cuadro, pero volvieron a guardar su ataúd en la tumba violada y la cerraron —como a una nueva— con ladrillos y cemento, cuyo color terroso salpicó de barro mi vestido. Es probable que no vuelvan a marcarla, porque pronto pasarán los restos de sus restos a la Parroquia. ¿Cuáles restos? «Lo mío nadie podrá quitármelo y lo ajeno no será mío. ¡Envigado, paraíso!». [6]

Cuando pienso en él se mezcla a mi fluido su recuerdo y siento la necesidad de interrogarlo o buscar en sus libros. ¿Qué opinaría, con sus ideas espacio-terrenales, frente a esta situación de la que es víctima? Es extraño que no haya dicho alguna vez, como Hernando Giraldo: En esta tierra de ladrones no sería raro que en un descuido nos robaran el cráneo. O algo así. Parece gonzalezca la frase y no —perdón, amigo Hernando—. Fernando González va más lejos:

Todos somos ladrones, pero unos confiesan y otros no. [7]

En verdad, allá en el substratum, todas las deudas, robos, crímenes, son los míos. ¿Qué quiere decir eso? Algo así como que no hay sino individuos, y que no hay individuos; que yo me represento en los otros y ellos en mí y que lo sabemos. Nos sabemos sujetos y objetos y adheridos como siameses. El asesino y el asesinado son uno solo, pero son dos; y como el juez y los otros también son el asesinato, son todos y es uno solo. Hay que «castigarlos» a todos. Todos tenemos que padecer todo delito. ¡Y hay gente que odia al asesino y ama al asesinado! Pero eso es por vivir en mundo muy fragmentario, de pura imaginación, de figuras. [8]

Fernando González se localizaba mentalmente, sensiblemente en quien lo ofendía. Ese podría ser yo —decía— y entonces yo pensaría de mí lo mismo que él de mí. De continuo lo comprobamos en sus desdoblamientos: su Yo ideal de algunas épocas, por ejemplo el Lucas de Ochoa de Mi Simón Bolívar y del Libro de los viajes o de las presencias, por no mencionar más que uno, insulta implacable a González, «el ladrón y publicista» que le roba las libretas para revelarlas al público. A su vez, Lucas de Ochoa destapa a González. Se refiere a sí mismo con severidad: «Ni siquiera pudo desnudarme, porque al quitarme cada traje, quedaba un culero. […] Me hizo vivir que todo yo soy mentira y que no continuaba desnudándome porque me anonadaría; que por compasión dejaba el muñequito que estaba sentado ahí […]. Con sus ojos limpios me miraba; me desnudaba y miraba como buscando; me desnudaba más y buscaba; miraba como escudriñando, y su última mirada lo dijo todo, que traducido es así poco más o menos: “Aquí no hay nada; es una nuez vana… Este González se me va a desaparecer todo”». [9]

La obsesión de su vida y de su obra: «Penetra en tu nada y nunca acabarás. ¿Cuántas máscaras (personas) has arrojado? ¿Miles? Y esa pureza que afirmas, ese dios que adoras ahí en tu “gran desnudez” es nada, es dios provisional. Sigue tu camino. ¡Destrúyelo!». [10]

Los seres visten a Dios con sus propias ropas, lo falsean, lo esconden de sus hermanos y luego se quejan, nos quejamos de que no conocen a Dios, no buscan a ese Dios enmascarado de nuestra miseria, que no alcanza a interesar por pequeño e imperfecto, por humano y, como tal, injusto. Fernando González lo comprendió así y acometió contra sus propias apariencias y las de los demás «para descubrir al que está escondido y es inefable»:

Vivir es ir desnudándose, digiriendo la nada de uno. Un viaje, un desnudar indefinido. Buscar la nada, hacerse nada, confesarse y arrojar a los hombres el cadáver de su nada y vas sintiendo el terror, y temblor y beatitud de la infinita intimidad, que ya no es nada, sino ninguna cosa, pura desnudez. [11]

En La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera sigue esta idea fija. Se deshace de la sensualidad representada en las manos de Martina la velera y en la voz sutil de una dentroderita. Se deshace de las cosas materiales, regalando su huerto, porque los conceptos «mío» y «tuyo» no están conciliados en la Intimidad, sino en las coordenadas que vivimos después del pecado original. Pierde el sexo: «Parece un viejito y parece una viejita», opinan cuando contemplan su cadáver. Se deshace del «yo» personal por el morir: un tipo de suicidio que no es propiamente suicido sino ese morir para que viva el hombre nuevo, para que viva Cristo. «Nosotros […] aún sentimos que al morir nos pudriremos […]. ¡Es que el soplo divino es muy escaso! Pero el día en que logremos percibir que fue natural que Jesucristo resucitara y se fuera para el Padre, él, un yo, cambiaremos nuestro título de ciudadanos del universo por el de ciudadanos de lo inespacial». [12] Y es verdad: ese día en que comprendió mejor las palabras emitidas en la juventud, dejó de localizarse aquí y allá para estar en todas partes por medio de la Presencia, en la Intimidad de cada ser. [13]

Sólo a un hombre como Fernando González podía sucederle que le robaran el cráneo deliberadamente. Se entregó de tal modo al lector, que algún corto de entendimiento se sintió con derecho de apoderarse de él y en eso sí está equivocado, equivocadísimo. Aceptando que quien lo robó sea un fanático y morboso admirador, debe admitir que no conoce en absoluto la filosofía de quien cree su maestro. Permanecerá estancado en el desarrollo conciencial que le recomienda el escritor, mientras no devuelva la última cáscara que guardaba la nuez vana de quien hoy vive en el espíritu de los colombianos y dignifica desde allá arriba esta patria adolorida: Viejita enferma, sin dientes, pero tan querida, tan linda, como la llamaba él, con un dejo de ternura que nos invadía a todos los oyentes.

«Todos los libros son vanidad si no ayudan al desarrollo de la conciencia», decía, y todo acto idem, incluso éste, por supuesto. Mientras el ladrón conserve el cráneo se quedará en la mera apariencia, en el humus de donde sale la flor, que no es flor ni semilla, ni nada pero que es humus y hay que dejarlo quieto para que produzca.

Si se tratara de alguien que sustrajo el cráneo para venderlo luego, la noticia no sería sino una más. Abundan los profanadores de tumbas que comercian con huesos de todas las razas y edades, normales y anormales. Es un negocio tolerado y de ello sacan provecho los estudiantes de anatomía. Otros utilizan cadáveres sin nombre que llegan a los anfiteatros y no son reclamados. Los embellecen para cobrar mejor. Sería inicuo que al hombre que pasó la vida arrojando apariencias a la basura le endosaran una más, tan fuera de lo común. Fernando González, el amigo de los indefensos, no merece este trato ahora que, inerte, no puede arrebatar a nadie la sede de su vejez y de su juventud. No hay razón que justifique el robo, no hay modo de que Fernando se localice en esta aberración para aprobarla. Que lo dejen en paz en la oscuridad de su caja, terminando el proceso de la agonía: «¡Ésta sí es netamente individual! ¡Nadie se puede robar la agonía ajena, ni uno mismo puede robarse su agonía! La agonía es el arribo, por bien o por mal, ante la Intimidad desnuda». [14] Y de la muerte, que él describe: «¿Por qué no incineran los cadáveres? Porque ¿cuándo está uno muerto? ¿No es progresiva la muerte real? El primer día, uno siente como si el cadáver estuviera vivo; el segundo, menos, et sic de coeteris. El dolor, la vivencia de la muerte, va envejeciendo al mismo ritmo con que progresa la descomposición del cadáver. Si incineran el cadáver, la vivencia, la intimidad, padece; incineran algo de uno con el cadáver. Hay que respetar la realidad. Las apariencias, tales como suelen suceder, son imágenes de la vida emotiva y espiritual. Y… ¿el cadáver no es la representación de la intimidad? […] No se puede incinerar el cadáver, porque es una cobardía que nos empequeñece: queremos probarnos que se acabó y eso no se logra». [15]

Él quería la nada y el silencio. Ahora han sacado su cráneo para convertirlo en algo, en no sabemos qué, que perturba su quietud.

Una noche pasó la sombra del maestro junto a mi ventana abierta sobre el mundo, y le pregunté:

—¿Vale la pena pasar toda una vida escribiendo? ¿Se justifica sacrificar paz y sosiego?

Él contestó:

—Si es por amor a la humanidad, sí.

—¿Volverías a escribir lo mismo?

—No, puesto que he cambiado.

Entonces, ¿por qué pegarnos a sus palabras viejas?, podría preguntarme alguien. Yo aún las veo como peldaños que lo llevaron al hombre nuevo, a los pensamientos nuevos que hoy escribiría si le devolvieran las manos y el papel.

No dijo más. Quedé atenta al sudor de los muertos sobre la hierba oscura de los campos en las noches de luna.

Notas:

[1] Libro de los viajes o de las presencias. Aguirre Editor, Medellín, agosto de 1959, p. 237.
[2] Cartas inéditas, 1963. [Publicadas posteriormente con el título Las cartas de Ripol. Primera edición: Ediciones El Labrador / Joe Broderick, Bogotá, mayo de 1989. Introducción por Alberto Aguirre].
[3] Viaje a pie.
[4] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., p. 207.
[5] Cartas inéditas, 1963.
[6] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., p. 27.
[7] Ibid., p. 200.
[8] Ibid., p. 217.
[9] Ibid., p. 83.
[10] Ibid., p. 53.
[11] Ibid., p. 53.
[12] Viaje a pie.
[13] Intimidad: Jesucristo en él: «No lo busques ni en este librito ni en ningún otro. Lo hallarás en ti mismo. Él es lo más cercano de ti, lector; es más cercano que tu yo; pero es lo más lejano de ti, a causa de tu yo. Búscalo muriendo». (De La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera).
[14] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., p. 277.
[15] Libro de los viajes o de las presencias, op. cit., p. 264 y ss.

Fuente:

Uribe de Estrada, María Helena. «Fernando González, su cráneo y su nada». Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, domingo 4 de febrero de 1973, p. 11. [Archivo Casa Museo Otraparte: la presente versión se obtuvo de una fotocopia de un mecanuscrito enviado probablemente por la autora a la redacción del periódico El Espectador. Se revisaron y ajustaron las citas de Fernando González según las últimas ediciones de sus libros].