Entre la Música y la Palabra
Gregorio Uribe
El llamado
—7 de junio de 2024—
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Ver grabación del evento:
YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Gregorio Uribe (Bogotá, 1985) es cantautor, acordeonista y escritor, graduado del Berklee College of Music en Boston, Estados Unidos. Ha interpretado su música, entre otros lugares, en el Carnegie Hall y en los patios del Caribe rural. Ha trabajado con artistas de renombre internacional como Rubén Blades, Carlos Vives y Paquito D’Rivera, así como con los maestros del folclore Carmelo Torres y Martina Camargo. Sus dos primeros álbumes musicales son «Pluma y vino» (2011) y «Cumbia universal» (2015). Su tercer disco, «Hombre absurdo» (2023), nominado a los Premios Grammy Latinos, mezcla los ritmos del acordeón sabanero con reflexiones existenciales basadas en lecturas de Camus, Dostoievski y Nietzsche. «El llamado» es su primer relato publicado.
Presentación del autor y su obra por
la escritora María Cecilia Salas Guerra.
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El presente relato ocurre en Nueva York durante todo un día a finales del verano. Un músico experimentado ha sentido a lo largo de su vida una presencia extraña en su interior que lo ronda y lo inquieta. Es una especie de «llamado» o «duende», como lo bautiza, que le habla sobre la muerte por mano propia y lo arrastra a reflexiones insólitas y recuerdos dolorosos.
Este espeluznante relato está magistralmente concebido, estructurado y ejecutado con la más erudita elegancia. Emparentado intelectualmente con La náusea y El extranjero, su maquinaria terrorífica e inexorable, al estilo de los mejores cuentos de Poe, arrastra al lector por los recovecos de una mente brillante pero decepcionada de la vida ante la inutilidad de la existencia. El vacío existencialista que describe minuciosamente Gregorio Uribe mientras se desplaza por las calles de Nueva York nos conduce implacablemente en su largo viaje hacia la noche, a la absoluta desnudez de sus más recónditas angustias.
Miguel Falquez-Certain
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Gregorio Uribe
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El llamado
~ Fragmento ~
Desperté con la misma sensación de terror con la que me había acostado la noche anterior. Al quedarme dormido había estado leyendo El idiota de Dostoievski, Confesión de Tolstói y Temor y temblor de Kierkegaard, alternando entre estos cada media página, pues no lograba concentrarme. Hice un esfuerzo por enfocarme en el primero para que Manuela no se diera cuenta de mi estado, porque los otros dos libros podrían delatarme. Cuando ella apagó la luz de su mesa de noche y se giró para dormir, retomé el corto libro de Tolstói.
Leí el cuarto capítulo como quien escucha su propio diagnóstico. Asimismo había recibido El mito de Sísifo de Camus, un año antes, en la misma cama y junto a la misma persona, durante una húmeda noche de verano. Aquella vez, además de haber sentido como si una gitana del Greenwich Village me leyera la mano, quedé en suspenso ante la forma como el autor resolvería el problema planteado en las primeras páginas de su ensayo. Pero un año después, cuando leía las palabras del ruso, no sentía curiosidad sobre cómo terminaría aquel texto. Un video de YouTube ya me había anunciado que Tolstói concluye su crisis existencial de décadas con una visión que tuvo mientras dormía. Yo llevaba algunos meses anotando mis sueños tan pronto me despertaba con la esperanza de parir una visión onírica que me dijera algo que necesitaba saber. No había comido en todo el día y mi estómago era de piedra. Al fin, mis ojos se fueron cerrando, puse el libro sobre la mesa de luz, apagué la lámpara y abracé a Manuela. En un falso experimento, intenté dos o tres veces aguantar la respiración para ver cuán lejos podría llegar.
Al despertar el martes 13 de septiembre, caí en la cuenta de que no había tenido ningún sueño significativo o, lo que era peor, no podía recordarlo. Me poseía el peso de las últimas veinticuatro horas, con la grave añadidura de entender que el día anterior no había sido simplemente un «mal día» o una pesadilla. Aquella certeza y ese extremo realismo reafirmaban que de hecho sí había sido convocado y que había llegado el momento de acudir al llamado. Me quedé en la cama leyendo El idiota y, para mi sorpresa, pude estar un poco más atento. Leía la escena donde Aglaya confronta a Nastasya frente al príncipe y a Rogozhin. En mi mente flotaba la idea de que este libro no sería terminado como tantos otros. Qué ilógico haber pensado alguna vez que el día en que recibiera el llamado habría acabado de leer todos los libros que me interesaban y habría escrito todas las canciones necesarias. El hecho de que el 13 de septiembre lograra aceptar que quedarían libros sin subrayar y canciones sin un segundo verso era la prueba irrefutable de que no existiría un momento perfecto en el que habría hecho todo lo imprescindible. Más bien entendía que era cuestión de no seguir huyendo de lo inevitable, de ser valiente, comprometido y asistir a la cita pendiente. Esta no era otra crisis; era el momento definitivo.
Bajé de la buhardilla por las escaleras de caracol y fui directo al baño para lavarme la cara y orinar. Me senté en mi puesto en la barra de la cocina mientras Manu, despierta una hora antes, trabajaba en su portátil junto a mí. Me tomé el café negro de todos los días y comí un poco de cereal que casi no pude terminar. Esta era otra confirmación de la presencia de El llamado, pues el día anterior había sido de ayuno involuntario y esa mañana tampoco tenía apetito. Para alguien tan voraz como yo, que siempre comía ansiosamente para alimentar las pirañas en su cabeza —incluso cuando estaba enfermo—, pasar dos días sin hambre era algo extraordinario. Mientras intentaba llevarme otra cucharada a la boca, puse, sin razón alguna, la música de Silvio Rodríguez en el parlante inalámbrico.
Después me senté en el sofá, a medio camino entre la cocina y los escritorios. Intenté leer un poco más, pero persistía el temible silencio que me acongojaba desde hacía dos días; vaya ironía para alguien que siempre discute con los vecinos en busca de la paz auditiva. Sabía que este silencio era diferente, pues era premonitorio. Era un silencio postizo como si a los ruidos cotidianos les hubiera caído un velo encima; un silencio grito-con-sordina. Hasta los cortos intercambios de palabras con Manu durante el desayuno habían sido como hablar bajo el agua.
Dejé la lectura y fui a mi escritorio. En mi portátil estaban los documentos del día anterior. Entre estos había un archivo titulado «Poesía» y otro bajo el nombre «Canciones para el disco Hombre absurdo». Guardé uno o dos documentos que hacían falta en el archivo «Originales» para asegurar que mis canciones estuvieran recopiladas y fueran fáciles de encontrar. Cambié el nombre a un puñado de poemas, para evitar que se me diera el crédito erróneamente, y lo titulé «Respuestas». Contesté algunos correos y publiqué en mis redes sociales la biografía del pianista valluno Pablo Mayor, quien iba a ser mi artista invitado en el concierto el 6 de octubre en el Jazz at Lincoln Center.
Luego tuve una conversación por texto con Sam, trompetista de mi banda. Él no había podido conseguir un sustituto para el espectáculo que tendríamos el sábado siguiente en Washington. Al ser el primer trompeta, el número de posibles reemplazos era reducido, ya que su papel en la orquesta requería de un altísimo rango en el instrumento, además de una resistencia considerable. Aunque buscó todas las posibles opciones de Nueva York y otras en el área de Maryland, no obtuvo resultados. Entonces le escribí a un trompetista de Boston, que conocía desde la universidad y que alguna vez me había dicho que lo llamara para tocar sin importar la ciudad. En minutos me confirmó que podría hacerlo, lo cual dejó tranquilo a Sam. También me llamó el tierno grandulón de Carl, quien tocaba el saxo barítono en la orquesta, para pedirme que corrigiera su número de seguro social para su declaración de impuestos. Me indicó el número correcto, lo anoté y le dije que al siguiente día le enviaría el documento rectificado. Pero ¿para qué perder el tiempo en labores tediosas, a sabiendas de que al siguiente día no tendrían importancia o, más bien, no existiría quién les diera importancia? Lo más lógico sería concluir que yo actuaba de esta manera porque sospechaba que, de hecho, sí habría un «mañana» o, mejor dicho, que hoy no habría un llamado. Pero mis razones eran más complejas.
El llamado había llegado como debía ser, en el momento en el que ya me había despedido de todas mis relaciones cercanas, sin premeditarlo. Al presentir desde niño que este día llegaría, no dejé pasar oportunidad para regalar un halago o tener un gesto cariñoso. No veía mejor manera de despedirme. También había terminado alguna antigua amistad vencida por el tiempo, como quien deja sus cuentas claras. Así que, cuando publiqué la biografía de mi amigo pianista, con palabras de adulación y agradecimiento, lo hice para despedirme simbólicamente de él y de su familia. Sin embargo, esto no responde el por qué conseguir un nuevo músico para una presentación que tendría que ser cancelada, ni por qué hacer una falsa promesa a un colega. ¿No hubiera sido más fácil ignorar los mensajes de texto y dejar que el mundo se encargara de solucionar los cabos sueltos que yo dejaría? ¿Estaría siendo un cobarde y escondiendo bajo la manga un «por si acaso»? Quizá sí, pues para conocer a alguien basta ver sus acciones, no su manera de justificarlas. Pero saber esto no me hacía menos adicto a justificarme. Me dije a mí mismo que quería ser recordado como alguien que siempre le dio gran importancia a nuestra relación laboral y nuestra amistad. No permitiría que se manchara esa imagen a causa del pozo que me tragaba. Era una considerable hipocresía, ya que me sentía orgulloso de ser visto como un director responsable ante mis músicos, pero a la vez le mentía a Carl. El lado mío que me trataba con compasión sabía que esta vez era distinto y que mi colega me perdonaría. Es más, sentiría lástima por mí y yo refugiaba mi vanidad en el pesar que podría causar en otros. Mi patético razonar disfrutaba del confuso placer de la autocompasión y romantizaba la futura lástima que provocaría. ¿Acaso mi actuar era noble, jactancioso o pragmático? Que entre el Duende y escoja.
Fuente:
Uribe, Gregorio. El llamado. Abisinia Editorial, colección de narrativa Felicidad Clandestina, Homenaje a Clarice Lispector, Bogotá / Buenos Aires, 2024.
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