Boletín n.º 193
20 de marzo de 2022
Alberto Restrepo González
(1939-2022)
Alberto Restrepo González
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La Corporación Otraparte lamenta la muerte de su querido y cercano amigo Alberto Restrepo González (1939-2022), filósofo y teólogo. Adelantó estudios eclesiásticos en los Seminarios Menor y Mayor de Manizales. Fue vicario cooperador en Chinchiná y párroco en Palestina, Filadelfia, San Diego, Arboleda y Montebonito en el Departamento de Caldas. Se desempeñó como profesor universitario, columnista de prensa, capellán del Servicio Nacional de Aprendizaje – SENA, colaborador del Centro de Evangelización y Catequesis de la Arquidiócesis de Manizales – CECAM y catedrático del Seminario Mayor de Panamá. Fue autor de «Testigos de mi pueblo» (1978, 1996), «Raíces aldeanas de la corrupción» (1984, 2016), «Para leer a Fernando González» (1997), «Escuelita» (2004) y «Modernidad, Postmodernidad, Transmodernidad y Evangelización», entre otros libros inéditos.
Gracias al apoyo del Ministerio de Cultura, en 2020 remasterizamos, editamos y publicamos las grabaciones de veinticinco encuentros del grupo de estudio «Fernando González, una filosofía», coordinado por padre Alberto en 2006 en la Casa Museo Otraparte. Aunque tres de los audios tienen una calidad deficiente, 3 de junio, 15 de julio y 14 de octubre, consideramos que el conjunto ofrece un valioso y fundamental aporte a la comprensión de la obra de Fernando González y a la filosofía en general.
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Exequias
Templo parroquial
de Santa Gertrudis
(Envigado)
Ver transmisión del funeral
(lunes 21 de marzo de 2022):
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En la aldea colombiana, ¿cuál es la libertad?
Colonialismo exactor, notablato criollo abusivo y explotador, democracia parlanchina, inoperante, abdicadora de toda función distinta de la defensa de los privilegios.
¿Cómo hablar de libertad, donde, por sistema, no ha podido darse el fenómeno primario de humanidad?
Imposible la libertad social donde no hay convocatoria a la creatividad y a la organización social; donde la mentira social se constituye en valor; donde el menosprecio se constituye en mérito y la casta en honor.
Alberto Restrepo González
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Alberto de la Cruz nació el 8 de octubre de 1939. Es el hombre más agudo, penetrante, analítico e inteligente que he conocido. Devorador de libros, profundamente ilustrado. Se ordenó de sacerdote en Manizales, el 23 de agosto de 1964, de manos de monseñor Arturo Duque Villegas. Fue párroco en San Diego, Arboleda, Montebonito, Filadelfia, Palestina y María Auxiliadora en el barrio Aranjuez de Manizales. Fue Vicario Coadjutor en Chinchiná. Ejerció su ministerio sacerdotal en Panamá, con los padres Sulpicianos, donde trabajó con excelentes resultados en el Seminario Conciliar. Magníficas fueron sus relaciones con los Sulpicianos y con el arzobispo [Marcos] McGrath. Hoy [2006] es profesor del Seminario de Yarumal y de varios otros colegios de religiosas. Ha publicado cinco libros, originales, profundos, agudos e interesantes todos ellos: Para leer a Femando González, Testigos de mi pueblo, Raíces aldeanas de la corrupción, Realidad latinoamericana y Escuelita, selección esta última de algunas de sus columnas del mismo nombre que sostuvo por once años en el periódico El Colombiano, de Medellín. Tiene otras obras inéditas, eruditas y profundas. Lástima que no se hayan dado a la estampa. Son ellas: Los ciclos del olvido, El otro, El silencio empieza mañana, Laudes y vísperas, La cuenta del Otario, Mi dulce Monseñor, Icnocuicatl (que es Los cantos tristes), Versos (dos volúmenes), Cosmovisión i, ii, y iii, y varios otros sin titular aún. Cráneo poderoso, Alberto es sabio y hondo, gran filósofo y teólogo, versado en antropología, en cosmovisión, en sociología, en literatura y en todo lo que pueda llamarse «saber». Ha sido siempre admirado y reconocido por sus discípulos, que lo buscan, lo consultan y lo aclaman. Como todos nosotros, padece de patologías cardiovasculares. Últimamente se fue solo a vivir a la cordillera, a un nido de tominejos, en las Lomas de Palma de Mallorca, entre ardillas. En sus fantasías infantiles, hablaba con «don Basilisio Sierra» y montaba unos caballos de palo que él llamaba «Picodioro» y «La Engañera». Su hacienda virtual fincaba en la casa de las tías.
Daniel Restrepo González
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Un maestro de escuela
Entrevista con el presbítero
Alberto Restrepo González
~ 2004 ~
Por Alexánder Sánchez Upegui
Cada persona comunica la desnuda intimidad de su alma cuando habla, y eso es precisamente lo que hace Alberto Restrepo González, sacerdote de 64 años y ojos privilegiados que le permiten atisbar con asombro la cotidianidad.
Este hombre de barba patriarcal y escasa gestualidad proviene de una de las más típicas familias envigadeñas: un extenso árbol genealógico que ha dado frutos como los Ochoa, los González y los Restrepo.
El periodismo y la docencia que ejerce desde 1962 no son ajenos para Alberto Restrepo, quien desde hace unos ocho años escribe para El Colombiano todos los viernes en una columna llamada «Escuelita», pues, según manifiesta: «Yo nunca he dejado de enseñar».
Las esferas de la palabra
Su experiencia como articulista ha sido sorprendente, puesto que ha comprobado en la realidad algo que en su interior ya sabía, y que a la vez es muy propio del pensamiento oriental: «Que uno, mientras no haya sido oído y entendido, todavía no ha hablado».
En efecto, para los orientales la palabra no es el sonido que se emite, sino el lanzamiento del mensaje y la captación por el otro. Esto lo vive constantemente a través de su artículo semanal, cuando, después de publicado, diferentes personas lo llaman para decirle: «Qué cosa tan conservadora», «usted se volvió revolucionario», «enredos es lo que usted escribe», o «¿por qué insiste en tanta bobada?».
Al margen de las reacciones que suscitan sus artículos, Alberto Restrepo aporta profundidad, riqueza léxica y manejo de problemas desde una óptica que no es la común y cotidiana. «Creo que un periódico no puede caer en el simplismo, ni en la trivialidad. Más bien debe ser una polifonía donde estén lo nuevo, lo tradicionalista, lo sencillo y lo complejo».
En sus columnas, este articulista desarrolla temas referentes a la sociedad actual, la paz, el postmodernismo y la situación del hombre contemporáneo. A continuación un vistazo a algunos de sus escritos:
«Sin un día ni un rasgo de solidaridad profunda, sin un solo proyecto definido, madurado y mantenido a ultranza, los cinco siglos de nuestro existir latinoamericano han discurrido al margen del sentido de finalidad. Hemos vivido temiendo, obedeciendo, doblegándonos, dependiendo, imitando…» (El Colombiano, 13 de agosto de 1999, p. 5A).
«Porque algo va de la paz política a la paz existencial, vale la pena reflexionar sobre las diferencias existentes entre la negociación política de la paz y la experiencia viva del logro de la paz. La paz política es el resultado de los compromisos negociados. La paz existencial el fruto de encuentros sinceros…» (El Colombiano, 31 de marzo de 2000, p. 5A).
«El diálogo sólo es posible cuando los dialogantes tienen voluntad de encontrarse más allá de donde están situados al empezar a hablar. El mantenimiento de posiciones irreducibles convierte el diálogo en confrontación, polémica y alegato, que acaban degenerando en agresión…» (El Colombiano, 2 de junio de 2000, p. 5A).
Así, la experiencia fundamental que ha descubierto este escritor «es cómo un pequeño pensamiento de treinta renglones puede ser leído de tantas maneras diferentes, y cómo la palabra que se lanza, más que imponer un dogma, suscita la creatividad en el espíritu de los otros».
Sin duda, esto le ha dado ánimos para continuar escribiendo porque su finalidad como articulista, más que transmitir un mensaje propio, «es convocar una variedad de circunstancias con la palabra», afirma mientras se pasa la mano por su calvicie rosada que contrasta con los pelos largos y caprichosos de las cejas.
Lo cotidiano
Vive solo en una de las urbanizaciones del municipio de Envigado (Antioquia). Bueno, decir que vive solo no es más que una verdad a medias, pues constantemente está rodeado de presencias como la poesía, el silencio y Dios.
Se levanta a las cuatro y media de la mañana a orar; después, se va a dictar clases en algunas universidades de la ciudad y en el Seminario de los Misioneros de Yarumal, de donde es oriundo el poeta Epifanio Mejía, escritor que el padre Alberto lleva en el corazón, y cuya imagen reposa en una de las paredes blancas y silenciosas de su extensa biblioteca.
Dice san Pablo que quien le sirve al altar vive del altar, y aunque el padre Alberto cree en esto, aclara que a él no le gusta «vivir del andar poncheriando». Por ello, siempre ha enseñado para subsistir: «Nunca he vivido de una parroquia, ni de misas, ni de entierros», dice.
Este cura discutido, de orejas anchas y puntiagudas que le sirven para atisbar los sonidos del mundo, no tiene formación académica; es decir, no sufre de «doctoritis» ni tiene posgrados de cartón. Razón por la cual, para muchos, es un intelectual disciplinado y autónomo que ha escrito libros reveladores como: Raíces aldeanas de la corrupción, Testigos de mi pueblo y Para leer a Fernando González, un texto de 827 páginas.
El Brujo
En su último libro, Para leer a Fernando González, se adentra en lo más profundo del pensamiento de este polémico escritor, conocido como «el Brujo», «el místico de Otraparte», «el filósofo de la autenticidad» o el hombre que vivió desnudándose en un país de vanidosos y europeizados: «Yo conocí a Fernando desde que abrí los ojos, era hermano de mi mamá, Graciela; recuerdo que él solía ir a mi casa a tomar tinto cuando salía de misa».
¿Qué significa Fernando González en su vida?
«Con respecto a Fernando, yo no tuve que conocer a un autor o filósofo que me gustara, sino que lo conocí siendo una persona de la casa. A mí me dicen que yo lo canonizo, y yo le digo a usted una cosa, y si se la digo, así es, así es, y así es: yo nunca, nunca, jamás vi a Fernando hacer algo que él negara, nunca lo oí decir una mentira».
Ser como eso que hablo
Dice el pedagogo Vladimir Zapata que él intenta ser cada día como eso que habla; quizás, esto mismo es lo que pretende revelar el padre Alberto en la vida de Fernando González: «Cuando yo leo las obras de Fernando y veo lo que dice acerca de la verdad y de la autenticidad, no estoy viendo más que en un papel cosas que yo presencié».
¿Qué enseñanza le queda?
«Puedo decir que Fernando fue un hombre que me enseñó a vivir, no a través de libros, sino con el ejemplo porque yo lo vi vivir, y sé que las palabras de su obra él las vivió. Sus textos no fueron premeditados, sino que surgieron como fruto de los apuntes en sus libretas de carnicero, en las cuales consignó experiencias y reflexiones».
En efecto, para Alberto Restrepo, el Brujo de Otraparte fue un maestro de cómo se vive: «Yo lo recuerdo caminando solo con su boina y su bastón por la carretera de Medellín a Envigado, se agachaba a recoger piedrecillas, a mirar los pájaros, todo, lo veía todo. Él dice en uno de sus textos que su función ha sido atisbar a Dios en las cosas de la vida».
La última vez que tuvieron contacto fue cuando al padre Alberto lo expulsaron del seminario en 1962. Entonces se marchó para Manizales a otro seminario y desde allá se comunicó con Fernando González para que le enviara unos estudios de literatura. El filósofo se los hizo llegar con un mensaje que decía: «Muy bueno que el espíritu lo haya llevado a la fría y bella Manizales, para que vea el espíritu que es pura nada».
Imágenes de la infancia
La infancia puede sentirse en lo más profundo de sus ojos que emanan un leve resplandor vegetal tras unas gafas enormes de marco oscuro. Alberto Restrepo tiene una imagen dual de la niñez, en la cual conviven lo bello y lo doloroso; es decir, el claro-oscuro del alma de todo hombre.
«Para uno de niño el mundo es comunión: recuerdo el Envigado viejo que eran cuatro manzanas. Al frente de mi casa vivían dos carpinteros: don Román y don Jenaro Villa. Ellos eran dos hombres descalzos, de ruana y barba. Todo el día trabajaban. Yo los visitaba en las tardes y los encontraba sentados en unas sillas de cuero leyendo unos libros enormes de historia universal. Esta es una imagen increíble para mí de esa comunión entre el mundo, el trabajo y el saber».
La otra imagen de ese tiempo primigenio de su niñez es dolorosa, y tiene que ver con todos nosotros. Consiste en ese mundo prefabricado de las prohibiciones, del no se puede, donde el designio de los adultos pesa demasiado y termina por echar a perder el encuentro entre la infancia y el cosmos: «Yo creo que todos los niños del mundo han vivido esta situación».
En este sentido, «el retorno al espíritu confiado, inocente, simple y desposeído de la niñez es el camino de la unificación que da la paz», o como dice el poeta Barba Jacob: «¿Quién pudiera de niñez temblando a un alba de inocencia renacer?». El padre Alberto sabe que a la primera inocencia nadie volverá, que eso no es recuperable, pero como él mismo dice: «Sí se puede adquirir una nueva inocencia, hay que volver a nacer».
Un ser para la muerte
Cuando morimos nos separamos para regresar y unirnos en la unidad de lo primordial. Alberto Restrepo no sabe si cuando la muerte esté cerca sentirá miedo: «Yo sé que voy a cambiar mucho, eso va a ser otra cosa muy distinta, otra dimensión…, pero si no me sucedió nada con pasar de espermatozoide a feto, y luego a niño, y ahora a viejo senil, ¿por qué me va a pasar algo cuando me muera? Mire, yo no tengo miedo de morirme, ni ganas de morirme, ni afán, ni pereza de morirme. Considero que estoy madurando para la muerte».
¿Cuál ha sido su lucha?
«Creo que me voy a morir viviendo esto: la lucha contra el mundo de los vanidosos y sus vanidades». En efecto, la lucha contra la vanidad puede ser muy larga o muy corta: «Si uno descubre qué es la vanidad, al otro día se le acabó esa lucha, ya no quiere ser vanidoso, porque la vanidad es inflar la nada, y nadie quiere no ser. Al contrario, todo el mundo quiere ser gente».
En el caso de Alberto Restrepo, ligero ligero descubrió qué es la vanidad, y ahí comenzó su verdadero mar de luchas por no dejarse manipular, por no vender su ciencia y defender sus verdades: «Yo he sido un cura muy discutido por la Iglesia, muy mal entendido y muy bien valorado por otros; y eso ni me quita ni me pone».
Por ello «me echaron cuando niño del colegio de las hermanas, me echaron adolescente del colegio de La Salle, me echaron joven del seminario, y ahora que soy un viejo me echaron hace varios meses de la universidad donde trabajaba, pero yo por esas circunstancias he recibido cantidades inconmensurables de aprecio».
¿Cómo ha sido su experiencia del amor?
«Para mí el amor consiste en que el mundo, aunque es duro y crea trauma, dolor y conflicto, se hace presente en todas las dimensiones y en todos los seres: es acogida, fuerza para uno vivir, mensaje para uno leer, es… amor».
El ejemplo de la autenticidad
El padre Alberto Restrepo nunca ha querido ser sino lo que él es, con sus limitaciones, torpezas, convicciones y aciertos. En el fondo de su ser, y por cada poro, transpira gratificación por lo que ha vivido, que en última instancia es la escuela de Fernando González, en la cual cada alumno está llamado a ser un hombre por sí mismo, un hombre que aunque no está aislado y vive su drama comunitariamente, es en esencia un solitario que no se parece a ningún otro: alguien que ha transitado su propio camino.
De esta manera, todo «maestro de escuela», como el padre Alberto Restrepo González, es un liberador que ayuda a que cada uno descubra quién es, a que diga lo suyo, defienda lo suyo y proponga lo suyo, pues «uno tiene sus ideas, dice sus verdades, y que pase lo que pase».
Fuente:
Fundación Universitaria Católica del Norte, Boletín Electrónico, Año 2, Número 5, agosto-octubre de 2004.
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Foto © Daniel Acevedo
Durante veinte años, desde la creación de la Corporación Otraparte en abril de 2002, el padre Alberto fue siempre una grata y amorosa presencia en la Casa Museo Otraparte, el refugio preferido en la última etapa de su vida.
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~ Adenda ~
Un enigma resuelto
Por Rubén Arboleda Toro
En 2017 escribí sobre el sacerdote Alberto Restrepo González:
Un resultado sorprendente del encuentro de exalumnos del Seminario Menor de Manizales, celebrado recientemente en esta ciudad, fue, para mí, volver con algún esclarecimiento sobre un enigma. En alguno de los años del bachillerato, segundo, si no estoy mal, cursado en 1963, tuvimos un profesor al que simplemente sentí diferente de los demás, así, sin mayor precisión al respecto. Algo así como un ser más autónomo, de un pensamiento más argumentado y heterodoxo y de una seriedad profunda fundida en una tristeza lejana o un escepticismo entrañable o una ironía desconcertante que podía llegar a ser socrática, mayéutica. O todo eso reunido. Pero bien, de sus clases se me quedó grabada para siempre una en particular, consagrada a las diferentes teorías sobre el origen del lenguaje, no inclinadas ellas a ideaciones creacionistas al respecto.
Estoy hablando del sacerdote Alberto Restrepo González, por cuyo destino me preguntaba recurrentemente pero sin ninguna indagación consecuente. Encontrar su nombre en la lista de profesores y alumnos del Seminario divulgada por los organizadores del evento, me llevó a colocarlo en las búsquedas de Google, que me entregó el texto de una oportuna entrevista que le hizo Alexánder Sánchez Upegui, Coordinador de Comunicación Social de la Fundación Universitaria Católica del Norte. Me aproximé así a algunas formulaciones centrales del personaje, expuestas en la entrevista o en citas de su columna periodística «Escuelita» del periódico El Colombiano. Me sorprendió enormemente no haber sabido allá en el Seminario, sólo ahora, que el «padre Alberto» era sobrino y discípulo de observancia del gran pensador colombiano Fernando González, de quien ya había comenzado yo a leer en algunas vacaciones su libro Viaje a pie, en un ejemplar que, a su vez, había pertenecido a la nutrida y provocadora (en los dos sentidos del término) biblioteca de un tío de mi madre, don David Toro Merchán, fallecido en 1949.
He retomado Viaje a pie, ahora en la edición de Oveja Negra (1985). En la misma entrevista me enteré de que el «padre Alberto» había escrito el libro titulado Para leer a Fernando González; con seguridad él comprenderá mi decisión de no leerlo hasta terminar la relectura del primero. Me pregunto desde ahora si en la elección del título de este libro influyó la conocida obra de Louis Althusser y Etienne Balibar, Para leer El Capital, traducción de la obra francesa más extensa: Lire Le Capital (1967). Como se sabe, El Capital es tal vez la obra fundamental de Karl Marx (1818-1883).
Comencé pues ahora a entender mejor al «padre Alberto», a quien precisamente por eso quisiera tener de profesor hoy en día y aprovechar para dialogar con detenimiento sobre teoría del lenguaje, a lo cual he dedicado buena parte de mi vida. Y esto es probable porque a sus 78 años continúa su magisterio en Medellín, fiel a sus inclinaciones éticas, como lo comenta el entrevistador mencionado: «Dice san Pablo que quien le sirve al altar vive del altar, y aunque el padre Alberto cree en esto, aclara que a él no le gusta “vivir del andar poncheriando”. Por ello, siempre ha enseñado para subsistir: “Nunca he vivido de una parroquia, ni de misas, ni de entierros”, dice».
Recientemente me enteré de que el «padre Alberto» colaboró un tiempo en el colegio Bartolomé Mitre de Chinchiná, Caldas, con el sacerdote Ernesto Ramírez Gómez, nuestro decoroso profesor de Filosofía en sexto de bachillerato (1967), de quien sabíamos todos con cierta admiración que había ejercido la rectoría de dicho plantel entre los años 1961 y 1966. Una posibilidad es que el «padre Alberto» haya sido trasladado para allá después del año 63, en el que estuvo con nosotros en el seminario; venía de Medellín, expulsado del seminario de esa diócesis en 1962, seguramente por diferencias de pensamiento con los superiores. Según algunos compañeros, el «padre Alberto» regresó luego a nuestro internado; en realidad no recuerdo eso muy bien. El condiscípulo José Avelino Gómez, quien ingresó para el curso cuarto de bachillerato (1965), dice que lo recuerda «gran lector, fumador asiduo de dientes amarillentos, rostro colorado, gafas de lentes muy gruesos y piel reseca». José Elmer Martínez Arias, mi condiscípulo y amigo, me comentó alguna vez en una carta muy sentida: «(del) padre Alberto Restrepo, quien alguna vez participara en el concurso de la Esso con una novela […], recuerdo aún aquella frase: “Elmer, las cosas son como son y no como debieran ser”». En el encuentro de exalumnos volvimos sobre el tema del concurso y, ante la vaguedad de los recuerdos, nos prometimos rastrear datos al respecto e ir a visitarlo a Envigado, donde residía.
Queríamos tener conocimiento, además, del momento y las circunstancias de su regreso a la diócesis de Medellín. Se había ordenado sacerdote en Manizales el 23 de agosto de 1964, en ceremonia presidida por «monseñor Arturo Duque Villegas». Se dice que fue «Vicario Coadjutor» en Chinchiná y párroco en las poblaciones, caldenses también, de San Diego, Arboleda, Montebonito, Filadelfia y Palestina, y en la iglesia María Auxiliadora del barrio Aranjuez de Manizales.
Recientemente, también, escuché en una emisora de Bogotá una referencia elogiosa a un libro de Alberto Restrepo González relacionado con los orígenes de la corrupción. En busca de mayor información me dirigí a Google y me encontré de pronto con una columna periodística de Ernesto Ochoa Moreno titulada Los altarcitos de la corrupción, de la que considero oportuno reproducir una parte:
La corrupción —y comprobarlo no es precisamente un consuelo— siempre ha existido en Colombia. El escritor envigadeño Alberto Restrepo González publicó en 1984 un libro que reeditó el año pasado la Corporación Otraparte: Raíces aldeanas de la corrupción. Su lectura cae como anillo al dedo para el momento actual.
Dejo para otra ocasión una glosa más detallada a la lectura de esta obra que aplica sin piedad el escalpelo a los vicios de nuestra sociedad. Y digo escalpelo porque lo que hace Alberto Restrepo es abrir carnes podridas, hacer una autopsia sin contemplaciones a la sociedad colombiana.
La tesis es muy simple: no es la ciudad la que ha corrompido a nuestros pueblos (que seguimos mirando con entornados ojos de nostalgia como a paraísos perdidos), sino los vicios aldeanos los que terminaron siendo monstruos en las ciudades. El autor, con una dureza de profeta bíblico, desentraña las realidades de la que llama aldea-aldea y las proyecta analíticamente a la aldea-ciudad. De esos polvos nacieron estas tempestades.
En buena hora rescatado por Gustavo Restrepo en Ediciones Otraparte, el libro es tan denso, tan dolorosamente acusador y al mismo tiempo tan desgarradoramente iluminador, que no se puede despachar con una simple mención. Uno lo toma entre sus manos y es como si tocara un cable eléctrico pelado, ahí mismo siente el corrientazo.
Un libro para meditar en el templo vacío que es esta Colombia corrupta en la que día tras día se descubren altarcitos. En el epígrafe de la edición se lee este aparte de una carta de Fernando González al autor en 1956: «Colombia padece lo que merece. De como se vivió tantos años no podía nacer el paraíso, y creo que el castigo será largo, muy largo… Hoy por hoy todo es oscuro y bajo, venal, sombrío».
(Ochoa Moreno, Ernesto. «Los altarcitos de la corrupción». El Colombiano, sábado 25 de febrero de 2017, columna de opinión Bajo las ceibas).
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Junto a las anteriores, el catálogo de la biblioteca Luis Ángel Arango registra estas obras del «padre Alberto»: Testigos de mi pueblo y La experiencia espiritual de San Juan de la Cruz y Fernando González.
Inserto enseguida una foto de los profesores del Seminario y el arzobispo de Manizales, Arturo Duque Villegas, en 1963. Alberto Restrepo González, segundo de derecha a izquierda, aún no había sido ordenado sacerdote:
Foto del archivo personal
de José Elmer Martínez Arias.
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El pasado 21 de marzo de este año 2022, José Elmer me escribió desde la ciudad de Boston:
«Quiero comunicarle, Rubén, que nuestro admirado y apreciado padre Alberto falleció el día de ayer en Medellín. No tengo detalles de la causa de su muerte, pero la noticia circuló en el WhatsApp del Seminario la noche anterior y esta mañana corroboré la noticia con la organización Otraparte. Para muchos sólo fue un profesor, pero para nosotros fue una persona especial. Siento verdaderamente su muerte y lamento que no hubiéramos podido concretar la visita que planeamos».
A lo cual respondí:
Gracias por la noticia, apreciado Elmer. Realmente indeseada.
Infortunadamente se me quedó pendiente una visita al «padre Alberto» que, incluso, le había anunciado ya telefónicamente. Se quedaron sin precisar pasajes significativos de su paso de varios años por Manizales, que siempre fue provisional o circunstancial, pero sólido, hasta cuando regresó a su base: Medellín, Envigado. Tocará recurrir a otras fuentes, ya no de primera mano, si es que el devenir no nos las borra definitivamente.
Fuente:
Comunicación personal, 9 de abril de 2022.