Presentación
¡Levántate y marcha!
Movimientos sociales y
política en Colombia
(1920-1940)
Las fotografías de Floro Piedrahita
Callejas y otras imágenes del mundo
—1.° de febrero de 2022—
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Ver grabación del evento:
YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Los profesores Juan Camilo Escobar Villegas y Adolfo León Maya Salazar, coordinadores académicos y editoriales de la presente obra, entregan a la comunidad académica y a la sociedad en general el rescate del archivo fotográfico de Floro Piedrahita Callejas (1893-1972), reportero apasionado y comprometido con las causas obreras. Este archivo, rescatado inicialmente en 1958 por su hija Elizabeth Piedrahita Uribe, y actualmente por los estudiosos de su legado, tiene un significado profundo para la historia de Colombia. Después de su desempeño como pagador de nómina en la Tropical Oil Company en la Barrancabermeja de los años 20 del siglo xx, Floro Piedrahita registró con su cámara las protestas sociales protagonizadas por el movimiento obrero organizado, el «obrerismo», convirtiéndose así en testigo clave de los acontecimientos que resultaron fundamentales para humanizar a partir de entonces las condiciones laborales de los trabajadores colombianos. (Descargar aquí el libro completo en formato pdf).
Conversación de María Claudia Mejía Álvarez, Juan Camilo Escobar Villegas, Juan Mosquera Restrepo y Luis Fernando González Escobar.
Levantateymarcha.com
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La exposición virtual, y su libro correspondiente, constituye una aproximación a un nuevo capítulo de historia de la fotografía en Colombia y a un renovado análisis de historia sociopolítica a través de fotografías y otras imágenes. En esta perspectiva se mundializa el archivo fotográfico de Floro Piedrahita Callejas, conectándolo con las trayectorias y las tensiones de los diferentes proyectos de nación en Colombia, y con los avatares de las luchas por los derechos laborales y políticos conquistados por los movimientos sociales del mundo durante el tránsito del siglo xix al xx.
En las cinco salas que se presentan encontramos parte de las 169 fotografías que se preservan del archivo de Floro Piedrahita y otras imágenes de artistas invitados a pensar las relaciones entre lo visual y lo histórico. En ellas encontramos acciones políticas de obreros y trabajadores de la modernidad, incluidas las de los líderes revolucionarios y contra revolucionarios. También hallamos rastros, trazos, narrativas, lenguajes, gestos, relaciones y memorias de los modos históricos de construcción de sociedad, estado y culturas políticas en Colombia y el mundo. En otras palabras, se trata de un acervo documental visual que nos ayuda a entender mejor el desgarramiento que experimentó la sociedad tradicional colombiana ante los procesos de modernización política.
La Universidad EAFIT, comprendiendo los signos de los tiempos contemporáneos, comparte desde ahora con la opinión pública mundial esta exposición virtual que nos interpela sobre el devenir como sociedad y como especie que pone en riesgo el planeta. Por medio de variadas tecnologías digitales y multimediales queremos dialogar con comunidades intercontinentales, de tal forma que avancemos hacia una interacción crítica e inteligente que no tenga miedo a protestar, luchar y marchar, siempre de forma pacífica, con el fin de transformar nuestras relaciones sociales y nuestro hábitat en el marco del respeto a los derechos humanos.
Juan Camilo Escobar Villegas
Adolfo León Maya Salazar
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Floro Piedrahita Callejas
(1893-1972)
«[Autorretrato en su estudio], Barrancabermeja, c. 1928. Para la familia es una de las fotos favoritas del archivo. Se percibe el fotógrafo en su taller y llaman la atención sus manos grandes con uñas oscuras, teñidas por los productos del revelado. Encantan su mirada y el ímpetu de juventud, el fondo, el encuadre. Una joya de retrato».
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Las fotografías de
Floro Piedrahita
Paisaje urbano en la
ciudad del petróleo
Por Luis Fernando González Escobar
Son casi ciento setenta fotografías las que sobreviven al naufragio del olvido, unas ya publicadas y otras inéditas. Esta es solo una pequeña muestra de tal vez las cientos o miles de fotos que Floro logró captar en sus años de trabajo en Foto Piedrahita, donde combinaba las fotos oficiales para cédula, retratos de galería, ampliaciones e iluminaciones con los avisos para cine y venta de materiales de fotografía, con la contemplación de la geografía y el paisaje, incluidos personajes reconocidos y, sobre todo, obreros y seres anónimos que construían desde otro punto de vista la historia económica, política y social de este país en las primeras décadas del siglo xx.
Hay fotos tal vez de su propia vida familiar, en las cuales Floro da cuenta de un mundo entrañable y de afectos: su pareja, su hija, su familia y aun sus perros. Casi que podría aventurarse un relato mediante ese grupo de fotos e imaginar primero la novia de paseo con alguna amiga, después la esposa en reposo en la intimidad del hogar con la hija recién nacida, la hija en la cuna, las hijas en caminador, la madre con las hijas, las hijas con la abuela, el grupo familiar, el paseo familiar, la hija adolescente, entre otras escenas cotidianas, en paisajes bucólicos y apacibles, en el campo con animales domésticos y entre vacas, en viajes y paseos, donde aparece la ciudad a lo lejos, de fondo, o en las playas de la costa Caribe. Puede que no sea su propia familia y sea una mera especulación, pero ese Floro de mirada afectuosa contrasta fuertemente con el hombre que viaja a tierra caliente y es activista político comprometido con los obreros y sus luchas tempranas en la Colombia de la década de 1920.
Pareciera ser el fotógrafo llegado a un mundo en creación, en el momento en que todo estaba por hacer o apenas estaba iniciando. Paisajes agrestes en proceso de civilización. Entendida la civilización como explotación. Cazar grandes animales, talar la selva, hacer un claro en el bosque, extraer recursos y venderlos en un «leñateo»; sí, así, como el nombre que escribe en unas de sus fotografías. Una vivienda de techo de hojas de palma y de paredes de madera parada, en un abierto de la selva, que sirve de bodega a orillas del río Magdalena. Estos fueron los lugares de abastecimiento de los barcos a vapor que utilizaban madera para sus calderas. Ubicados a cierta distancia, los vapores los fueron convirtiendo en sus puertos y a su alrededor los hombres libres, mestizos, mulatos, negros libres o huidos, hicieron sus parcelas y extrajeron, aparte de la madera, otros recursos del bosque para vender en estos sitios cuando llegaba el barco o el intermediario que vivía allí en esta bodega. La madera acumulada, alineada entre estacas, era cargada por los hombros, mientras los hombres de lino y sombrero negociaban en la bodega.
Los leñateos son los embriones de muchos pueblos que fueron configurando el sistema urbano fluvial de lo que luego se conocería como el Magdalena Medio, y aquí aparecen Nare, Carare, Murillo, Puerto Berrío, Puerto Chepe, entre otros sitios, parajes o pequeños asentamientos sin nombre. Pueblos incipientes en proceso de conformación o consolidación. Alguno que no es sitio de leñateo, un pequeño pueblo sobre alguna eminencia que los salvara de las inundaciones del río, con casas apiñadas en ese montículo, apenas visibles desde el río, pero conectado por el camino que lo lleva hasta la bodega que hace de puerto; otro, con las riberas desbarrancadas donde, ayer como hoy, las constantes avenidas del río amenazan la endeble vivienda, con la canoa amarrada a la vara junto a la escalera de madera que salva el desnivel entre el agua y el débil piso de tierra a punto de derrumbarse; otro, en cualquier parte de esta geografía riomagdalenense, también con calle de tierra, pero no a orilla del río, sino en una calle secundaria que nos dice de un pueblo un poco más grande, con una actividad económica desarrollada alrededor de la incipiente ganadería que se lleva por tierra o por barco a los mercados donde la demandan, pero aún con casas vegetales, entre los potreros que se abren en el bosque y que dominan el paisaje de esta región; y, otro más grande aún, por lo cual reconocible por su toponimia, Carare, con una incipiente traza monte adentro, pese a la precariedad y elementalidad de esa misma traza, pero sin variar la tradicional arquitectura vernácula con los materiales que ofrece el medio.
Un paisaje de hombres rudos, agrestes como el paisaje, con las armas en las manos, listas para la cacería, la defensa o el ataque. Huelen a selva, tierra, calor, sudor y humedad. Pescando, cazando o tasajeando un caimán hasta de cinco metros. Hombres en acciones colectivas para sobrevivir en las ciénagas, los ríos, los montes o los caminos. O aquellos seres solitarios, como el hombre negro y fornido, con el pantalón abajo de las rodillas y una camisa sin mangas, descalzo, con un pequeño mico amarrado a una cabuya y el perro famélico paseando cerca, al frente de su casa vernácula, un rectángulo de paredes de lata de palma y techo de hojas también de palma, piso en tierra, como la misma incipiente calle frente a esa casa. Ese hombre negro que llevaba pocas décadas de libertad y encontró en estas tierras refugio para defenderla o lugar para encontrarla, pero que ahora sale a las orillas a comerciar y ver la civilización en esos barcos a vapor que inauguraban nuevas formas de explotación.
Talar el bosque y aserrar madera. Extraer del bosque y recolectar caucho, tagua, ipecacuana, raicilla. Todo era válido. Incluso, ahora, dejar el suelo desnudo. La tierra a la acción de la lluvia y el sol que la lava y la transforma física y químicamente, mientras el taladro penetra el subsuelo, tan profundo como sea necesario hasta que brotara ese chorro negro perseguido con tanto ahínco en estos años, que se regaba sin control en el suelo, que manchaba las aguas del río Colorado, convirtiéndolas en aceitosas y renegridas. O que simplemente explotaba en un fuego sin control, como lo muestran y parecen denunciar algunas de las fotos de Floro.
Allí está, por ejemplo, con el título de «Infantas», aquel lugar que fuera el bosque y manantial en los territorios yariguíes donde se inició la historia truculenta de la concesión fantasma, de la que nos cuenta el investigador Jacques Aprile-Gniset en su Génesis de Barrancabermeja [1]. En ese lugar, mientras recolectaba tagua, Joaquín Bohórquez «descubrió» en 1904 los afloramientos petroleros, quien luego de asociarse con Roberto de Mares, dio lugar a la tristemente célebre «Concesión de Mares». Tiempo después De Mares traicionaría a Bohórquez e hizo cesión privada el 17 de mayo de 1916 en Estados Unidos a unos personajes que eran testaferros de la Standar Oil. Tres días después de esa cesión se constituyó la Tropical Oil Company, la empresa fachada de la Standard Oil. Diez días antes del vencimiento de los términos que De Mares tenía de los contratos, entre el 14 y el 19 de junio de 1916, hizo una ceremonia donde supuestamente se iniciaron trabajos de explotación petrolera en Las Infantas, comedia que se conoce como el «Acta de San Vicente», pero la petrolera, que luego se conocería como la Troco, haciendo uso de los títulos cedidos, solo llegó y se instaló en Barrancabermeja en 1917, iniciando las perforaciones petroleras en Las Infantas, de donde brotó el petróleo del primer pozo en noviembre de 1918. En ese aparente apacible paisaje está el inicio de esa historia petrolera colombiana. Entre el follaje, las plantas acuáticas y los árboles que aún forman un bosque muy intervenido discurren las antes limpias aguas del manantial, ahora aceitosas, pues a él caen los vertimientos desde las orillas, mientras las máquinas a vapor siguen perforando, en medio de algunas viviendas campamentarias que se vislumbran en ese paisaje intervenido. Una foto en apariencia inocente, pero que resume mucho de la historia de este país conquistado, colonizado y explotado.
De ahí surgirá la ciudad petrolera. El antiguo Puerto Santander del siglo xix, con fama de pueblo maldito, refugio de hampones y criminales, como nos lo recuerda el mismo Aprile-Gniset. El caserío ubicado en las «barrancas-coloradas». Antecedente de lo que serían las «barrancas bermejas», es decir, Barrancabermeja. Del caserío al final de un camino y pequeño puerto sobre el río a inspección de policía, y en 1922 apresurado municipio por las necesidades administrativas y la imposición de la petrolera Tropical Oil Company. La ciudad petrolera que se divide en los grandes espacios que Floro nos retrata: La Infanta-centro y la refinería-puerto, unidas por el ferrocarril y el oleoducto.
Ese paisaje de las barrancas coloradas descubiertas, sobre las que se levantan las famosas derricks o torres de los campos petrolíferos, taladrando y haciendo brotar el petróleo. Endebles postes que llevan la luz eléctrica, los grandes tanques de almacenamiento y una construcción campamentaria, mientras al fondo se recorta el perfil de la selva próxima. Ese es el núcleo fundacional que se repite una y otra vez: torre-tanque-edificio campamento, de muros de madera y techo de zinc, levantado del suelo, con porche y ventanas enmalladas contra los mosquitos. Núcleos que se expanden sobre la selva talada, implantando grandes tanques, abriendo calles, dejando más tierra descubierta, hondonadas, cicatrices y unas calles trazadas al capricho del tráfico, ahora de camiones que compactan el suelo de esas calles.
En contraste con el espacio selva, adentro está el puerto, las instalaciones administrativas y la zona comercial que crecía y se expandía a su alrededor y sobre la albarrada. El río, las obras de contención y los barcos para el embarque del crudo, formando el puerto principal mientras aguas arriba el puerto de canoas, apiñadas en esa orilla de tierra siempre desmoronándose. Allí no hay acceso. Todo es control. Solo el perfil lejano que adivinamos, con ese paisaje de grandes tanques de almacenamiento y los derricks. El mundo del río activo del comercio, de los mercados locales y regionales, pero también de los de exportación e importación; el de las balsas, canoas, lanchas, barcos a vapor de carga y pasajeros, barcos de embarque petrolero y de los nuevos actores del transporte, esto es, los hidroaviones, que comenzaban a configurar las nuevas rutas de pasajeros y correos, acortando las distancias en tiempos de acuatizajes; el río de los naufragios y de los hombres y mujeres que llegan y salen, que viven y mueren en sus luchas políticas.
Entre una y otra espacialidad funcional, la ciudad se configura con sus calles irregulares sin trazo de regla ni compás. Nada de dameros ni ortogonales. Todo al capricho de un antiguo camino, de un sendero o de una nueva vía férrea o vehicular, que forman grandes manzanas irregulares, donde los lotes aún no construidos están demarcados con árboles y cercas alambradas, reclamando la propiedad privada. No hay parques. Los espacios libres son manchones de tierra, con vegetación que quedó al acaso y entre palmas de coco unos árboles solitarios que se empeñan en dar sombra.
Floro Piedrahita quiere destacar en el primer plano de sus fotos las nacientes luchas sindicales de los obreros, apoyados por los primeros líderes políticos del Partido Socialista Colombiano y su lucha enarbolando la bandera de los tres ochos: ocho horas de trabajo, ocho horas de estudio y ocho horas de descanso. Son luchas obreras en el nuevo paisaje urbano de la ciudad petrolera, un paisaje que en las fotos de Floro aparece de fondo o segundo plano. Por eso, en 1927, mientras un bando militar declara a Barranca en estado de sitio, los militares uniformados, firmes en la formación con los fusiles al hombro, los hombres de paisano están atentos a lo que sucede con esos militares, y los niños, entre indiferentes y pendientes de la cámara, juguetean entre las personas. Toda esta escena, en mitad de la calle de tierra, con las cárcavas que abre el agua de las escorrentías en una esquina de esa «ciudad» con casas de bahareque, techo de paja, con aleros y caballetes de zinc, para controlar y minimizar el daño del agua de la lluvia. Entre tanto, los líderes sociales María Cano y Raúl Eduardo Mahecha, acompañados por sus correligionarios, están en otra esquina, la del almacén de J. V. Mogollón y Cía., con su edificio de ladrillo y cemento, que contrasta fuertemente con la construcción tradicional contigua; aquella de bahareque y paja, esta de ladrillo y cemento, que termina en ático sobre la cornisa corrida, como se estilaba en ese momento, pero que, por las condiciones del clima extremo, entre fuertes lluvias y la incidencia solar sobre la fachada, se vieron obligados a ponerle un alero de tejas de zinc.
Las luchas obreras, las movilizaciones y tensiones, los asesinatos de huelguistas en manos de militares ocurren en estas calles de tierra, de andenes a medio hacer y de un paisaje urbano, cuyas fachadas están cambiando como el paisaje social. Aquellos hombres agrestes de la tierra y la caza ahora también son obreros y habitantes urbanos, y las formas de explotación modernas les plantean nuevas luchas y otras búsquedas de libertad. Es un entorno urbano en formación y consolidación, producto de la explotación petrolera, el comercio y las luchas políticas. Por eso mismo, de grandes contrastes, aun entre los mismos campamentos de la petrolera: uno para los norteamericanos con su confort y lujos, aquel que Floro mira desde afuera, entreviendo apenas su perfil en medio de la vegetación, y el otro para los colombianos, en medio de la precariedad en Las Infantas a orillas del río Colorado.
La «Barranca» de 1927, con las precarias viviendas urbanas de la periferia, de vara parada y techo de paja, con cercos de madera rolliza y viviendas contiguas en muros de bahareque relleno, unos muros a la vista y los otros repellados con boñiga encalada, con techos de paja y zinc. Y en las calles una gama de casas que combinaban las formas más tradicionales de origen rural con las nuevas de madera y zinc, además de diferentes hibridaciones entre vermiculares y una arquitectura en madera que retoma la idea de las casas de campamento y se convierten en una arquitectura popular urbana; además están esas esquinas modernas de ladrillo y cemento. Una modernidad material, técnica, constructiva y arquitectónica, que de Barranquilla, luego de navegar el canal del Dique, siguió río arriba por Guamal, El Banco y Tamalameque hasta llegar a Barranca, después de dejar en el otro brazo del río a Mompox, entre el sopor, sus aires señoriales y sus formas coloniales.
Entre 1926 y 1931 el paisaje urbano de Barrancabermeja se transformó radicalmente. La sucursal de la casa comercial cartagenera de José Vicente Mogollón se había instalado en 1923, pero como aparece en una de las fotos de Floro Piedrahita, el nuevo edificio se había construido en 1926, según quedó plasmado en los números del alto relieve en el ático del ochave. Sin embargo, lo que era excepcional comenzó a ser más frecuente para el año de 1931. Entre las casas y edificios comerciales de bahareque o madera, de techo de paja o de zinc con aleros, se construyeron las nuevas edificaciones de ladrillo y cemento armado, de uno y dos pisos, cambiando la escala, las formas y el lenguaje de esta fachada urbana. Con la calle invariablemente en tierra, pero con la urgida arborización para mitigar el calor de la ciudad, y los automóviles aparcados en sus fachadas, ahora están esos edificios eclécticos, de cornisas corridas, vanos rectangulares para puertas en el primer piso y puertaventanas en el segundo, con decoraciones y ménsulas, el entablamento superior con cornisa también corrida y remate en ático, coronados en algunos casos con jarrones o formas geométricas, aunque alguno de ellos por efecto del sol tuviera que anteponer aleros de teja de zinc. Eran parte de este nuevo paisaje urbano.
Entre las panorámicas de la ciudad, las fachadas urbanas y su arquitectura, las calles como escenario de los conflictos, Floro Piedrahita mostró la ciudad del petróleo y su transformación, una ciudad de enclave y extractivista que muchos quisieron presentar como «pintoresca» e ideal de progreso. Pero esta mirada desde los obreros y su mundo cotidiano y de luchas nos mostró que no era tan ideal.
Nota:
[1] Jacques Aprile-Gniset, Génesis de Barrancabermeja (Bucaramanga: Instituto Universitario de la Paz, 1997).
Fuente:
González Escobar, Luis Fernando. «Las fotografías de Floro Piedrahita: paisaje urbano en la ciudad del petróleo». En: Escobar Villegas, Juan Camilo; Maya Salazar, Adolfo León. ¡Levántate y marcha! Movimientos sociales y política en Colombia (1920-1940). Las fotografías de Floro Piedrahita Callejas y otras imágenes del mundo. Editorial Eafit, Medellín, 2021, pp. 126-130.
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«María Cano y Mahecha, Barrancabermeja, diciembre de 1926».
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«Desfile de obrero con María Cano, Barrancabermeja, diciembre de 1926. María, en primer plano, aumenta el entusiasmo de los obreros y de mujeres que portan también banderas y símbolos de las luchas por los derechos laborales. El desenfoque de la imagen indica el movimiento del grupo admirador».
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«El obrerismo en masa recorre las calles en señal de protesta al ver que el Gobierno no hace respetar las leyes del país, Barrancabermeja, enero de 1927. Esta es una de las fotos más memorables de la huelga de 1927. Su encuadre y la fuerza y decisión con la que van los huelguistas llevando su bandera, logran un conjunto de gran agitación social. Algunos niños acompañan la marcha. El texto original tenía un tercer renglón que fue borrado por Floro posteriormente. Lo borrado decía: “… violadas por la Tropical Oil Company”».