Un paisaje recorrido a pie

Por Fabián Alzate

A pesar de las apariencias y de las imágenes preconcebidas, pensar nada tiene que ver con una actitud sedentaria. Por el contrario, caminar parece ser el vehículo más apropiado para meditar y pensar. En esto, sin embargo, estamos a tal punto influenciados por la famosa escultura El pensador de Rodin, que difícilmente podemos conformarnos con una imagen diferente a la de un hombre sésil, macilento, recogido sobre sí mismo, encorvado por el peso de sus cavilaciones. Agobiado y abrumado, más que por sus pensamientos por sus preocupaciones y dramas, este pensador es incapaz de enfrentar el mundo, aunque sólo sea con la mirada. Recuerda más a un hombre que padece que a un hombre que goza de la vida; como si pensar fuera una tortura que paraliza. ¡Qué diferencia con otra de sus esculturas! El San Juan Bautista: erguido, dinámico, alegre; dando el primer paso con su mirada al frente, dispuesto a ponerse en marcha para ver y conocer, para enfrentarse con el mundo y la vida.

Para la cultura kogui, caminar, tejer y pensar son actos similares, que realizados simultáneamente permiten a la totalidad del cuerpo alcanzar una armonía. Nadie se sienta a pensar: se piensa mientras se camina y se teje, pues caminar y pensar es lo mismo que tejer. Y, en efecto, nos sucede que frente a la confusión de ideas, con que regularmente el cerebro nos ataca paralizándonos, se siente la necesidad inaplazable de dar un paseo para reencontrar un orden y alcanzar claridad y sosiego. Se dice que Aristóteles instruía a sus alumnos mientras caminaban y eran famosas, entre sus conciudadanos, las caminatas cotidianas de Kant alrededor de Königsberg. El hombre que camina y el hombre que piensa son una unidad, un ente completo. Ser hombre es enfrentar el mundo con nuestros pensamientos y acciones en posición erguida:

Vendrá el pensador, así como se afirmó la posición bípeda. ¡Y qué hermoso será el hombre del futuro!, el que pensará naturalmente, el que no tendrá que adoptar para ello la posición de esfuerzo en la escultura de Rodin (p. 213)*.

Fernando González, con su Viaje a pie entre Medellín y Manizales en 1929, introdujo en Colombia, hace 90 años, una literatura y una filosofía sobre el arte de caminar que ha tenido pocos seguidores en el país, pero que contaba ya con una tradición universal, entre cuyos representantes están Petrarca, Rousseau, Thoreau, Stevenson y Nietzsche. De alguna manera, en la base de esta literatura está la idea kogui de una integración total entre pensamiento y cuerpo; es decir, que, por un lado, el pensamiento, que es acción, se ejerce poniendo en juego la totalidad del cuerpo, y que, por otro lado, el sujeto que piensa es parte integral e inseparable del cuerpo del objeto pensado. El famoso pasaje del Así habló Zaratustra, en el que Nietzsche expone su idea del «Eterno retorno» ascendiendo dificultosamente por un tortuoso camino, debe ser entendido como algo más que una metáfora, pues su filosofía es inseparable del caminante que era Nietzsche.

Quien camina, como lo hará Fernando González para explorar un territorio y reconocer un país con la mirada integral de un geógrafo, tendrá frente a sí un doble paisaje. Este concepto, fundamental tanto para el artista como para el geógrafo, y entendido como el horizonte que se abre ante la mirada de un observador, es fundamental en la distinción que se hace entre una geografía física y una geografía humana.

Uno será el paisaje natural, el de la tierra, las montañas, los ríos y las plantas, el de los amaneceres y atardeceres, también el de las aldeas y pueblos. Este paisaje tropical de los Andes despierta en el autor sentimientos desbordados de felicidad y alegría, por él siente empatía total, con él tiene identidad cósmica y sentimientos místicos: «Mamemos, don Benjamín, la energía terrestre; abracemos a nuestra madre; como el semidios griego, echémonos sobre la tierra para renovar nuestras energías» (p. 158). A este paisaje pertenecemos, con él estamos vinculados, en él estamos enraizados y de él absorbemos nuestras energías. «Somos árboles sembrados en la tierra y en el ambiente… ¡Qué buen concepto de patria…! Estamos sembrados a la patria y sus jugos deben nutrirnos. La grandeza no es posible sino absorbiendo la de la tierra» (pp. 232-233).

Otro será el paisaje espiritual y cultural del hombre, el de sus costumbres y ritmos de vida, el de la religión, la ideología y la política. Con éste, el de la paisanada deformada moral y espiritualmente por 50 años de hegemonía conservadora, a González le resulta imposible establecer vínculo alguno. En él se siente como un expatriado sobre el que desata una crítica mordaz, rechazando hasta su condición de conciudadano:

En nuestra patria todo, hasta la energía vital, se la roban los santones gordos y avarientos que emiten treinta mil votos y que moran a orillas del Aburrá; tienen agarrado el reino de los cielos, y para que éste no se escape de allí han establecido la endogamia. Su oración vespertina es: «Únicamente en Medellín se puede criar familia» (pp. 218-219).

Ambos paisajes están en el viaje de Fernando González y son inseparables, puesto que son los componentes del país. Son el objeto de sus reflexiones, de su entusiasmo desbordado y de sus comentarios cáusticos. Puesto que se puede vivir en la aparente contradicción de estar apasionadamente compenetrado con el uno al tiempo que se vive en un conflicto insuperable con el otro, Viaje a pie muestra este desencuentro, que en esencia no es sólo el desencuentro de Fernando González con sus paisanos, sino el de estos, todos, con su paisaje. Porque a diferencia de otros intelectuales, Fernando González no acepta que nuestra situación de país pobre, incluso miserable y vergonzante, tenga nada que ver con un determinismo geográfico y por lo tanto sea un destino ineludible al que estemos condenados durante toda la existencia. No es porque seamos hombres de trópico, sino porque todavía no sabemos serlo, porque no hemos sabido echar raíces y alimentarnos espiritualmente con la energía del paisaje que habitamos, que nuestro balance cultural y espiritual, formado en el temor más que en el amor, es tan oscuro.

En Aranzazu, y de un modo particular y paradigmático —«el pueblo más pueblo»—, Fernando González tuvo los mismos sentimientos encontrados frente a este doble paisaje. Ante la naturaleza tuvo una experiencia casi mística:

En el Alto de las alegrías, bajo los yarumos blancos, cuando el sol descendía al Pacífico sin afanes, y cuando la tierra estaba tibia como virgen casta, y el viento hacía temblar las yerbas sensualmente y nos traía olores de todos los montes lejanos, nos acariciamos nuestras futuras barbas; echados allí en decúbito supino, y luego abdominal, y luego lateral, como animal perfecto, sobre la tierra, para establecer el contacto con ella, que es todo lo real, que es nuestra madre y será nuestro sepulcro, cuna de nuestras transformaciones, nos acariciamos las barbas y filosofamos (p. 158).

Ante los hombres de Aranzazu**, ¡ay…, ténganse fuerte!, que es lo que en últimas nos está demandando siempre el autor. Eviten toda actitud defensiva y más bien, recordando también aquí la posición erguida del San Juan Bautista de Rodin, párense firmes sobre sus dos pies, para que el puñetazo pleno que van a recibir en la cara no les haga sentir que los deja por el piso:

Allí está Aranzazu, el pueblo más pueblo; se le aparece al viajero que va para el sur, repentinamente, cual hilera de jaulas sostenidas en guaduas. Las piedras de sus calles son muy duras para los pies cansados. Por la calle larga y tortuosa se oye el acompasado martillo que cae sobre el hierro de las herraduras en la fragua; caras sonrosadas y curiosas se asoman a las ventanas, que son de madera viejísima y sin barniz, como los restos de los ataúdes en su camposanto, y a la salida se aparece, también repentinamente, el cementerio; todo él se domina desde el alto en donde termina la calle tortuosa. Es una pendiente regular, cubierta de cruces e iluminada por el sol mañanero. Allí terminan esas vidas pueblerinas, que tuvieron apenas unos cinco incidentes; esas vidas sencillas, atormentadas por el Diablo y por la vecindad de este solar de los muertos. Aranzazu es toda la idea de pueblo y nada más que la idea de pueblo, y su cementerio es la perfección de la idea de cementerio.

En Aranzazu el amor no es otra cosa que unas cuantas figuras para disimular la procreación; lo mismo el nacer y el morir. Allí se encuentran los actos elementales y el egoísmo íntimo del animal. En estos pueblos andinos que cultivan el café, en donde no hay baños, en donde cada mes o meses van las mujeres al verde y dulce remanso de la quebrada y los mozos a atisbarlas por entre el rastrojo, hay un déspota que sirve de elector, mediante el púlpito y el confesionario. Y esos vivientes sencillos van a votar por los hidrocéfalos que han designado los obispos. Votan, porque allí, en el cementerio, está el Diablo esperando a los liberales (p. 142).

El estilo de Fernando González es cáustico, mordaz, pendenciero, sin concesiones (nadie debe esperar de él una palmadita en la espalda), pero también pleno de humor. Estanislao Zuleta Ferrer dice que Viaje a pie está lleno de disparates, y tiene toda la razón al afirmarlo, pero que «entre más disparata es mejor» (p. 251). Raja, maldice y despotrica de lo divino y lo humano, pero se pelea, en una escena plena de hilaridad, con un extranjero que habla mal del país: «Sólo nosotros, los colombianos, podemos hablar mal de Colombia, y sólo nosotros, los católicos, podemos renegar de los curas» (p. 99). Lo cual quiere decir, con plena razón, que es a los colombianos a quienes nos corresponde estar en una actitud siempre crítica y radical frente a nosotros mismos y lo que somos. No podemos esperar que de afuera vengan a hacernos esta tarea, ni lo deberíamos permitir; pero tampoco podemos pasárnosla por alto, ni ser condescendientes, ni mucho menos pedir clemencia. En últimas, que la crítica, que debe ser radical, debe ser también y ante todo autocrítica.

Después de 90 años muchas cosas han cambiado para bien y para mal, y en muchos aspectos la región que recorrió a pie y describió Fernando González no existe ya. El tremendo aislamiento que en la época impusieron las montañas a estos pueblos del norte de Caldas y sur de Antioquia ha sido roto, en buena medida, por el desarrollo universal de los medios de comunicación y la tecnología. Esto obliga a relativizar mucho de lo dicho en este libro juguetón y pica pleitos, cuya lectura fue prohibida por la Iglesia «bajo pena de pecado mortal». Pero pasado este tiempo, también nuestra manera de leer Viaje a pie ha debido cambiar; no de otra manera se explica que aún hoy sigamos reconociéndole vigencia. Lo que para González era un problema de enraizamiento y pertenencia al paisaje, es para nosotros la inquietud ambientalista legítima por el deterioro y la pérdida del mismo.

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* González, Fernando. Viaje a pie. Editorial Eafit / Corporación Otraparte, Medellín, 2010.

** El autor, nacido en Aranzazu, escribió este artículo para una revista literaria de dicho municipio, pero no se concretó su publicación. [Nota de Otraparte.org]

Fuente:

Alzate, Fabián. Comunicación personal, 2021.