Recuerdos de un filósofo

Por Fernando Uribe Restrepo

El 16 de febrero, cuando salió la anterior columna Horizontes, se cumplió un aniversario más de la muerte de Fernando González Ochoa, el filósofo de Envigado. Murió en 1964, en su casa cerca de Envigado, a la que él llamaba “Otraparte”, en donde ahora hay un pequeño museo dedicado a su obra y vida; se desarrollan además actividades diversas, en especial culturales, para cultivar su memoria.

Dedicaré esta columna a consignar algunos de mis recuerdos personales del pensador y filósofo, uno de las personas más inteligentes que he tenido oportunidad de tratar. Haber compartido con el Mago de Otraparte, autor de muchos inquietantes libros que pusieron a pensar a mucha gente, que los orientó hacia la esencia de las cosas, hacia el fondo de los asuntos humanos y divinos, dejando a un lado lo superficial, lo perecedero y fugaz. Que al final de su productiva vida lo llevó a donde siempre llegan los pensadores y filósofos que logran descubrir lo más importante que existe para todo ser humano: ¡a Dios!

Fue posible haber vivido algunos ratos al lado de él, haber oído ocasionalmente su amena y a la vez profunda conversación, gracias a un episodio muy diciente: ocurrió que un joven oriundo de Envigado, escritor, pensador, con fama de filósofo, después de un noviazgo convencional, el cual no debió ser tan convencional teniendo en cuenta el carácter de las personas en él involucradas, le propuso matrimonio a una agraciada joven de Medellín, Margarita Restrepo Gaviria, hija del ex Presidente de la República Carlos E. Restrepo.

Aunque Carlosé no solía inmiscuirse en los asuntos de sus hijos mayores, habiendo leído a González y conociéndolo de lejos en ese entonces, no pudo menos que decirle a su hija, en tono de advertencia: “¡Hija mía!, ¿te vas a casar con ese loco?”. Lo admiraba como escritor pero, como conocía a Margarita y sabía de su fuerte temperamento, temía que esos dos no se entendieran. Él, original a más no poder, franco hasta el exceso; ella inteligente y sincera al hablar y en todo lo que hacía.

Se lo dijo a Margarita, de frente, como decía las cosas el ex Presidente y obtuvo una respuesta contundente que lo dejó sin más argumentos para oponerse a esa boda. La hija le dijo que ella tenía varias amigas que se habían casado con hombres cuerdos, con fama de ajuiciados y a las pobres les había ido muy mal en su matrimonio. ¿No era lógico entonces, que ella lo intentara con un escritor y filósofo con fama de loco?

Les fue muy bien en el matrimonio y Fernando González Ochoa terminó, con los años, siendo gran amigo de su suegro el Dr. Carlos E. Restrepo: lo admiraba por ser hombre de carácter, por haber sido un mandatario honrado; por la forma ingeniosa e inteligente como había enfrentado los muchos y difíciles problemas a los que tuvo que hacerle frente durante su exitosa Presidencia. Solía hablar y escribir González de los ojos almendrados de Restrepo, de esas “manos limpias y su cabeza blanca”, con las que había terminado su Presidencia, tal como Carlosé mismo lo dijo en el discurso con el que se despidió de los bogotanos que mucho lo admiraban y querían.

Todo eso consta en la abundante correspondencia que se cruzaron nuestros dos personajes, la cual fue publicada. Pues bien: uno de los cinco hijos de ese matrimonio fue Fernando González Restrepo, primo hermano de este columnista pues él era hijo de Fernando y de Margarita; el que esto escribe es hijo de Félix Uribe y de Ana Restrepo Gaviria, hermana de Margarita. El famoso filósofo de Envigado resultó así tío político de este columnista.

Ocurrió que mi primo, en la dedicatoria manuscrita que le puso a un libro de su padre que me regaló, escribió: “A Fernando, quien es más amigo que primo”. Esa amistad que tuvimos desde niños le permitió a este columnista acercarse al filósofo de Envigado en un ambiente de hogar. ¡Nada mejor que ese ambiente para conocer a una persona!.

Con mi primo solía viajar a una finca, La Esmeralda en Sonsón y en uno de los muchos viajes que hizo mi padre a la finca, invitó al filósofo de Envigado a acompañarlo; yo les manejaba el automóvil en el cual viajábamos y durante el camino se me ocurrió hacerle a González una pregunta trivial, le pregunté: “Fernando ¿por qué juegan los niños?”. Me arrepentí de haber hecho esa pregunta de cajón porque él se quedó callado un rato. Pensé que se había molestado.

Pero después, a los pocos kilómetros, arrancó a hablar. Me hubiera gustado haber tenido una grabadora para tener hoy la voz del filósofo: fue una catarata de profundos pensamientos sobre lo que es el juego, lo que es la infancia, hermosa y profunda. Más tarde, estando ya en la finca, mi padre y su amigo González, se trasnocharon conversando. Allá hay un empedrado de piedra laja, al frente de la casa, en declive. Félix se levantó primero y, para su sorpresa, encontró a González acostado de espaldas en ese empedrado, con los brazos en cruz, con los ojos cerrados, como si estuviera en una profunda meditación.

Mi padre le gritó asustado: “¡Hombre González, qué te pasó!, ¿te moriste?”. El filósofo, sin levantarse, con los brazos en cruz y mirando hacia el cielo, le contestó: “¡Cállate, Félix!, que le estoy tomando el pulso al universo”. Esa anécdota pinta de cuerpo entero al filósofo de Envigado. Otro recuerdo que conservo de él, de años atrás, fue cuando pasábamos vacaciones en una finca por Caldas mi primo Fernando y este columnista cuando estábamos aún niños.

El Filósofo nos leía por la noche las Aventuras de Búfalo Bill, el valiente cazador de indios norteamericano. ¿Cómo les parece amables lectores, ese gran escritor y pensador leyéndole a dos niños un libro de aventuras? Se podría escribir largo sobre Fernando González, sus anécdotas cuando fue Juez de la República, su singular sentido del humor.

Puede afirmarse que el horizonte de Colombia se vería mejor, con mayor profundidad, si se leyeran y entendieran más los libros de este filósofo, si se comprendiera el profundo sentido de la vida que él sostenía como desideratum.

Fuente:

El Mundo, jueves 24 de febrero de 2005, columna de opinión Horizontes.