Viaje a pie de
Fernando González
Por Baldomero Sanín Cano
El curioso lector habrá notado que la mayor parte de las obras literarias universalmente difundidas y admiradas son descripciones de viajes reales o ficticios. La Odisea, la Divina Comedia, el Quijote, los Viajes de Gulliver, Erewhon, son a manera de capas geológicas en el corte de una civilización, desde sus primeros fundamentos hasta su culminación o decadencia, según queramos verla. El mundo griego antiguo se caracterizó ante la posteridad con un libro de viajes. El itinerario de Dante en el otro mundo guarda el pensamiento de la Edad Media como en un estuche de cristal y oro. Viajando por España, el caballero de la triste figura pone delante de nosotros la imagen de la conciencia humana en la imagen, para España, calamitosa época de la contrarreforma. Los Viajes de Gulliver son la interesante y apasionada visión de la política inglesa en el siglo XVIII y Erewhon, esa obra genial, profética, de un filósofo naturalista, anunció en forma humorística la gran transformación por que va pasando en este momento la civilización occidental al impulso de las máquinas. No siendo la historia mera narración de sucesos, ni la biografía el catálogo de las acciones humanas, sino una y otra la ecuación de la curva trazada por las ideas y las formas a lo largo y a lo ancho de los tiempos, se puede escribir la vida del género humano haciendo el análisis literario y filosófico de unos cuantos libros de viajes.
Sería curioso averiguar por qué han escogido los grandes genios de la humanidad el libro de viajes para cifrar su noción de la vida. Acaso tenga esta duradera tendencia su origen en el hecho de que el hombre es inmueble por ley de la naturaleza, sedentario, enemigo del cambio y tenazmente apegado a sus ideas. Desea moverse, conocer otros mundos, pero el pasaje natal lo fija al suelo con energías telúricas desconocidas. Dejar de contemplar las colinas familiares, la pampa ligada a los recuerdos de las generaciones presentes, es para el hombre, un género de amputación. Cuando desaparece el paisaje cotidiano, siente como si hubiera perdido una parte de su ser. La melancolía es inevitable en el viajero que se asoma a ver el poniente desde la posada solitaria, en la cumbre de las cordilleras, o al través de las ventanas del vagón ferroviario, el día que abandona por primera vez el lugar nativo. Pero con estar tan arraigado al suelo por los lazos del cuerpo y del sentimiento, el hombre se vale de la imaginación para libertarse de esas cadenas, porque teme el cambio, pero quisiera experimentarlo. El hombre escribe libros de viajes para libertarse de la atracción terrestre. Extravagancia, dirá alguno, es sostener que en la época de los grandes trasatlánticos provistos de piscinas, canchas de lawn-tennis, teatros, cines y casas de tolerancia; en el siglo de los vagones con camas y de los carros restaurantes copiosamente surtidos en las ferrovías de trocha más amplia, el hombre sea un animal inmueble. Pero esas mismas comodidades lo están probando. El buque de treinta mil toneladas y el vagón de lujo en los ferrocarriles no son sino un esfuerzo para crearle al pasajero la ilusión de que no se mueve y está en su casa.
El hombre es inmueble, pero alimenta desde niño una hambre desordenada de viajar, especialmente si es antioqueño. Si le vence el anhelo se escapa del solar provinciano, con el corazón en un puño; si no logra romper las cadenas sentimentales que le tienen adherido al terruño, satisface sus instintos de nómade imaginando viajes. Unos los escriben y se atreven a publicarlos. A esta persistencia en el propósito y al anhelo estrictamente antioqueño de moverse aún sin cambiar de lugar y de paisaje debemos este libro curioso, original, temerario y grandemente entretenido del señor Fernando González, nombre que algunos tomaron por seudónimo, pero que consta en el registro civil de Colombia, como yerno de un ex presidente.
Viaje a pie resulta ser un libro escandaloso, a todas luces imaginado para mover escándalo. No el escándalo entre los impúberes de que habla el Evangelio, sino entre los hombres barbudos, las devotas con o sin bigotes y los profesores de filosofía. Es un escándalo para los que oyen en el confesionario los pecados de la gente crédula, no para ésta que nunca sabrá tesaurizar la innumerable cantidad de pensamientos contenida en 270 páginas mal contadas de este gracioso y sedicioso volumen. Cuando se dice que el autor tuvo en su ánimo suscitar el escándalo con esta publicación no hay voluntad de censura. Por el contrario los grandes libros se han escrito siempre con esa premeditada intención. Mover escándalo por el contenido o por la forma ha sido objeto de muchas obras inmortales. Los diálogos de Platón estaban encaminados a escandalizar a Atenas: “Estudiad”, parecían decirles a la judiciatura, a los moralistas de reata, a los gobernantes y a los charlatanes, “estudiad en estos papiros el carácter nobilísimo, la inteligencia sin fronteras, la bondad suma que habéis destruido porque no supisteis comprenderla”. Con la forma quisieron crear escándalo Víctor Hugo hace un siglo, Verlaine hace cincuenta años y Rubén Darío en época más reciente. Y lo crearon. Por eso duran todavía las obras del uno y de los otros. Es Viaje a pie, a más de lo dicho, un libro valentísimo. Para escribir este libro y darlo a la circulación en el departamento más devoto de la república, hace falta mucho valor.
Antes de pasar adelante ocurre deliberar acerca de un incidente curioso en la historia crítica de esta obra. La primera noticia que de él tuvimos procedía de Max Grillo, fino cultor de las letras, excursionista tan apasionado como inteligente al través de las ideas literarias y de las variadas formas del arte. Grillo es además un poeta delicado que sume en presencia de la vida actitudes de temor y de éxtasis. Otros le tienen miedo al dolor y a la muerte. De él se ha dicho con algún fundamento que le tiene miedo a la vida. Pavor muy justificado ante esta cosa gris, absurda, inmisericorde, resistente al análisis y a la definición, tempestuosa a veces, estancada y fría a la manera de los monstruos abismales, en otras ocasiones. Leyendo el libro de González en París, la naturaleza delicada y vibrante de Grillo experimentó una inquietud superior a su temperamento. Pensó que el nombre del autor fuese un ardid de guerra, porque no concebía cómo un ciudadano de esta nación enredadora y monástica pudiera atreverse a mostrar tanta flaqueza en el cuerpo de la patria. ¡Para qué decir, exclamaba, que vendimos a Panamá! Sin embargo, la historia de ese gran delito internacional remató en un contrato misérrimo de compra venta. Las dos partes contratantes quedaron eternamente contaminadas en la celebración de ese pacto. Decirlo es menos malo que haberlo llevado a cabo. Pero en Grillo ejerce la palabra una sugestión tan intensa, vive los períodos gramaticales con tanta fuerza y claridad que naturalmente ese vocablo le causó un doloroso estremecimiento. La noción de la patria es para él inviolable y sagrada. Para nuestra desventura hay, o a lo menos hubo en el país, gentes para quienes esa pulcra noción era objeto de comercio aparentemente legítimo.
El libro de González fue escrito por un patriota que tiene de la colombianidad un concepto libérrimo. Para él nuestro país existe con el objeto de que acerca de él diga cada uno la verdad, su verdad del momento, cualesquiera que sean las circunstancias y sin temor a las consecuencias. De lo cual ha venido a resultar un libro profético. Este hombre valerosísimo se puso a contemplar la fruta por todas partes y de su observación dedujo que estaba no solamente madura sino cerca de la putrefacción y que iba a caerse. La culpa de ese lastimoso estado es la educación del pueblo, la ignorancia privada fundamental, bautizada con el título de educación pública en que han tenido a Colombia durante nueve lustros sus dirigentes políticos y sus directores espirituales. En ese viaje a pie, Fernando González estudió en sí mismo y en las gentes del tránsito la deformación operada en el cuerpo, en el espíritu de los colombianos, en las formas sociales, en las nociones más importantes como el amor, la justicia y el arte, por un sistema aplicado con tenacidad y no sin talento por los directores de la nación colombiana en las dos últimas generaciones.
Se dice que ha habido una transformación. Se espera el comienzo de una nueva vida. Para mostrar la intención de cambiar el rumbo, la primera medida sería poner este libro en mano de los maestros como un agente drástico para sus conciencias débiles y opiladas.
Fernando González ha hecho una cosa muy rara aquí en Colombia; un libro de pensamiento, de pensamiento leal, consecuente, no siempre metódico, aunque en la obra se ensalza con reminiscencias filosóficas y sagradas la excelencia del método. Pululan en Viaje a pie las nociones personales más curiosas, algunas de ellas atrevidas, y otras que no quedarían mal clasificadas con el título de trascendentales, sobre el amor, sobre el patriotismo, sobre el hombre gordo y sobre la capacidad educadora de algunas comunidades. El amor es, sin duda la preocupación más tiránica y más urgente del señor González. Si le hubiera tocado clasificar al hombre en zoología no le habría llamado “homo sapiens”, porque hay, por cada Immanuel Kant, millones y millones de representantes de la especie, en los cuales predomina el tipo “homo faber libidinosus” de la edad presente. Y como filósofo naturalista don Fernando estudió principalmente esa pasión en sus manifestaciones exteriores. Parece que creyera como H.L. Mencken, el saxoamericano de pluma irreverente, que en tal inclinación no hay nada que no esté en los sentidos como dijo cierta escuela filosófica refiriéndose a las ideas en general. Es un punto acerca del cual las disputas son ocasionadas a la divagación y al predominio de la visión personal. Sin, duda, para Mencken no existe el amor pasión, ni el amor cerebral, ni la inclinación psicología: para él todo es fisiología. Amiel y Shakespeare podrían exponer teorías opuestas con argumentos de gran profundidad y hermosura.
Esto no empecé para afirmar que el autor de Viaje a pie tiene una gran facilidad para mover las ideas, trasegarlas y hacer con ellas las más curiosas y atractivas combinaciones. Las ama con una pasión intransigente y suspicaz. Las compara con mujeres honestas y dice de ellas: “esas señoras honestas dejaron de serlo; se entregaron a Esteban Jaramillo ministro de hacienda, se entregaron a un sobrino del padre Marulanda”. Me consta que se entregaron al general Ospina, hombre de gusto, muy afecto a ellas. El doctor Jaramillo no ha dado muestras de traficar con ese género. Más bien ha tenido relaciones con las ideas “particulares”, por ejemplo, con ésta de que un poseedor de bonos del 10 por ciento los cambiaría a la par por bonos del 8 por ciento; extraordinaria noción que contribuye a aumentar en el exterior la fama de nuestros hacendistas. Tampoco debe ser motivo de intranquilidad para los enamorados de las ideas generales la actividad espiritual del sobrino estadista del Padre Marulanda. De los varios tipos humanos, le creo más cercano al hombre de Neandertal, con sus grandes capacidades adquisitivas que al “homo sapiens” de Linneo. La apasionada y apasionante admiración de don Fernando por las ideas generales ha hecho nacer en él, como es lo ordinario en tal estado de espíritu, sospechas infundadas y celos tenebrosos.
En la forma este libro tiene cualidades perdurables. Su autor ama la lengua española, cuyos secretos ha perseguido con ilustrado empeño en las obras de los clásicos y en los buenos escritores de los tiempos modernos. Ilumina sus imágenes con la radiante emanación de las ciencias físicas y de la filosofía moderna, no sin extender sobre toda su obra el suave resplandor del humorismo, ese preservativo milenario del pensamiento humano. Cautiva además su estilo, porque entre líneas se percibe un grande entusiasmo, amor a la vida y gran complacencia en la comunicación de las ideas. Es claro en la forma y en el fondo. Podría decirse acaso que en algunos momentos el placer de comunicarse con el prójimo y el entusiasmo que pone en acoger las ideas le hacen llegar a un estado no muy remoto de exaltación, durante el cual suele su pensamiento ser menos perspicuo que de ordinario. Sin embargo, estos momentos de exaltación, que son raros, repujan la obra del pensador y la pone muy lejos de ser catalogada entre las filosofías de lo obvio.
El Tiempo
Bogotá, junio 20 de 1930
Fuente:
El periodismo en Antioquia. Selección y prólogo de Juan José Hoyos. Alcaldía de Medellín, Concejo de Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina, Medellín, primera edición, 2003. Tomado de: Sanín Cano, Baldomero. Letras Colombianas. Colección de Autores Antioqueños, Vol. 1, 1984, pág. 221 – 227. Tomado de: Dos Siglos de Periodismo Colombiano. Coreditorial, Bogotá, julio de 1985. Tomado de: El Tiempo, Bogotá, junio 20 de 1930. Reproducido en la revista Claridad, Medellín, julio de 1930.